jueves, agosto 06, 2009

¿ENTRARÁ GORBACHOV A LA UNIVERSIDAD DE LA HABANA?

Bryan Latell, uno de los más publicitados cubanólogos estadounidenses, cuyos pronósticos y evaluaciones no se caracterizan justamente por la objetividad científica, sino por un énfasis volitivo en predecir deseos insanos con respecto a la revolución cubana, se hizo el pasado 4 de agosto una pregunta con la que llega tarde a la política y, sobre todo, a la ciencia: “¿Dónde está el Gorbachov de Cuba?” Cree descubrir inconsistencia donde hay reflexión madura y consciente. Aísla hechos de contextos. Recita las viejas diatribas imperiales contra la dirección histórica de la Revolución ante su incapacidad para descifrar las claves de la resistencia heroica y comprender la persistencia en el camino elegido. No tuvo siquiera el rigor investigativo de estudiarse las palabras de Fidel a la FEU en noviembre de 2005. Hace poco más de diez años, y siendo aún joven, mientras me desempeñaba como corresponsal del periódico Granma en la URSS y Rusia durante los años 1990 a 1992, en que transcurría el derrumbe soviético, me planteé una reflexión en otro sentido sobre el destronado personaje del Kremlin y los destinos de la revolución cubana. El breve ensayo forma parte del libro Crónicas del derrumbe, en preparación.


Las revoluciones, dice el axioma clásico, las hacen los pueblos, no los hombres. Sin embargo, a estas alturas del siglo, apenas hay quien se niegue a negar el papel de algunos individuos en la historia. Ciertamente, los hombres y cada hombre, marcan su época, al punto de influir decisivamente y hasta trastornar los rumbos de la colectividad humana si les es concedido, conquistan a mentiras o ganan con sus méritos su timón.
Una de las grandes lecciones del derrumbe socialista europeo y, especialmente el soviético, está en examinar el papel que desempeñó en esos acontecimientos la generación liderada por Mijail Gorbachov. Esa generación de dirigentes, conocida por algunos como la generación trunca, llega a la vida en medio del cataclismo político, económico y social que representaron la II guerra mundial y la postguerra; crecen en medio de increíbles privaciones y bajo el fragor de la guerra fría, y se forman -¿o deforman?- tutelados por el enfrentamiento entre el leninismo original y el estalinismo generador de represión y burocracia.
Lenin, sus colegas bolcheviques y los nacidos y crecidos bajo la luz del Gran Octubre, se formaron en medio de un riquísimo debate de ideas, cultura y experiencias sociales en Europa. No en balde se ubican en sus filas los autores de importantes aportes a todo el conjunto del pensamiento y la cultura del socialismo que, aún con limitaciones, inconsecuencias o trivialidades, siguen siendo imprescindibles en las lecturas y estudios de hoy: Mayakovski, Bujarin, Blok, Trotski, Makarenko, Einsenstein, Kalinin, e incluso el propio Stalin.
Para casi todos ellos, la revolución era su hija, su madre o su hermana y, por tanto, algo muy íntimo, personal, sanguíneo -sangrado incluso- con lo que existía un alto grado de compromiso y lealtad, aunque se partiera de un mayor o menor grado de adhesión al marxismo, de una lectura más o menos dialéctica del materialismo, de una interpretación más o menos exacta de sus preguntas, e incluso, de un origen más o menos raigal en la socialdemocracia o el liberalismo europeos,
No tenían nada, o casi nada material a lo que aferrarse, y muy pocas veces, lógicamente, procedieron de la realeza zarista o de la incipiente burguesía rusa, pero como en toda revolución clásica, habían roto los lazos con su propio pasado. Ante ellos estaba un mundo por conquistar y por construir, y lo hacían con entusiasmo, altruismo y altísimas cuotas de sacrificio.
La nueva generación que irrumpió en el escenario soviético en los años cuarentas fue la hija o la nieta de los fundadores o de los nacidos con la Revolución. Había heredado un país nuevo, que se debatía entre el desastre económico y social de una cruenta conflagración y la pujanza de una voluntad industrializadora y renovadora, que al emerger victoriosa de la contienda bélica necesita vindicar ante su pueblo y ante el mundo el nuevo modelo político, económico y social que había probado su supremacía en el campo militar.
Fueron también los años de gran revancha imperialista y de incubación de la guerra fría, lo que en términos del debate de ideas, absolutizó la percepción del mundo, polarizó la política, la cultura, generó emboscadas y desvíos, y provocó el surgimiento de una cortina de hierro, como se le dio en llamar a aquel fenómeno de aislamiento cultural -en el amplio sentido de la palabra- que trascendió, necesariamente en la formación como individuos de aquel grupo humano.
Movidos acaso por el concepto del Estado-protector-preceptor, que a toda costa quería preservar a sus ciudadanos de los ciertos males del capitalismo mundial; indudablemente preocupados por la influencia en la sociedad soviética -como en las otras socialistas europeas- de la escala de valores que transmitía todo un sistema de propaganda subversiva; creídos demasiado en la infalibilidad de sus ideas y, por tanto, en la posibilidad de que por la inmensidad de territorio y diversidad de pueblos, podían generar por si mismos una alternativa nueva aunque aislada, los soviéticos de esa generación y otras sucesivas nacieron y crecieron con una educación que si bien acumulaba de un lado un elevado conjunto de valores positivos, carecía de información, experiencias y vivencias que sólo podían adquirirse en una interrelación, si bien más riesgosa y depredadora, generadora de inmunidad y de formas de lucha contra los fenómenos que el socialismo pretendía superar.
De lo simple a lo profundo, no fue por tanto casual el descubrimiento deslumbrante de Walt Disney, su pato Donald y Micky Mouse, y ni siquiera la escandalosa cortesía a la Coca Cola y a las McDonald´s. Todo eso era, si acaso, gangarria, menudencia, en comparación con otros “descubrimientos” mayores como los textos originales del iluminismo francés, la socialdemocracia germana, el conservadurismo económico británico, el liberalismo norteamericano o el capitalismo social escandinavo y asiático, de los que solo se conocía por manuales o por referencias anecdóticas y sin sustento teórico.
Una de las lecturas más complejas, contrarrevolucionarias y subversivas de la historia que esas generaciones hicieron fue que la socialdemocracia europea y latinoamericana eran portadoras de la simiente de un socialismo con rostro humano –en el entendido que el propio no lo tenía-, capaz de deslumbrar por proveer mercados abarrotados de productos de alta calidad y competitividad que no podían adquirirse en el cerrado mercado soviético. A la vez, una seductora apariencia de libertad individual y de preocupación por los derechos de los individuos daba cuenta de los problemas que el socialismo “marxista” no había sido capaz de proveer.
El desconocimiento de otras realidades, unido a una bien entrenada docilidad para aceptar el conocimiento y los hechos como productos facturados, había creado en muchos una conciencia política y social poco aguda. El pueblo se había habituado a recibir todo, incluso las ideas. Nada era sometido a debate, sino más bien impuesto. La ideología de la Revolución dejó de estudiarse en sus fuentes para ser sustituida por los famosos manuales que interpretaban -en aras de “ahorrar tiempo y facilitar el estudio” su inamovilidad: Lenin, y punto. Maurice Torés era sólo un comunista francés, líder de la III Internacional, una tarja y un nombre de avenida, Antonio Gramsci un comunista revisionista italiano, José Carlos Mariátegui un buen luchador latinoamericano de ideas socialistas pero demasiado idealista, Althuser no existía y Che Guevara fue, a lo sumo, un revolucionario romántico.
Así, cuando Gorbachov llega al poder, quiere cambiar las cosas, pero se compara con los modelos capitalistas de bienestar escandinavos, clama por más humanidad y sensibilidad pero se pierde en los combates de Afganistán, en la compra de costosos trajes Armani y perfumes franceses y en opulentas cenas con Margaret Tatcher y Ronald Reagan, mientras el país languidece. Quiere despertar al periodismo para que sea portavoz de los necesarios cambios y convierte la profesión en un grosero ejercicio de stripteases. Saca al genio de su lámpara, destapa la caja de Pandora y no alcanza a reunir valor, talento ni intención de pararlo porque al final, lo va a confesar: “había que cambiarlo todo”… ¿Todo?
* * *
Entre 1989 y 1998 ha crecido en Cuba una generación de muchachos que lo único que han conocido es el rostro amargo y duro de la crisis, en el trasfondo de la prolongada guerra de los Estados Unidos contra Cuba, acentuada en sus efectos por el impacto mundial y particular de la desaparición del socialismo soviético y su prole bastarda del Este de Europa. Las comparaciones cojean –siempre advirtió Lenin- pero también nos enseñó que la verdad se establece sobre la base de la confrontación de experiencias vitales e ideas.
Para esos jóvenes, como para los que irán naciendo en este aún prolongado camino, el contraste entre el pasado y el presente, alimentado por un enfrentamiento de ideas cada vez más recio, será el referente esencial sobre el que construirán su propia visión del mundo. El pasado más cercano es la experiencia de sus padres, hijos mimados de la Revolución que hicieron sus abuelos. La Cuba de estos últimos, solidaria, sin desigualdades dolorosas, generosa hasta el exceso (y el abuso), está para ellos demasiado lejos. Las historias contadas les parecen ficción en medio de las otras, de supervivencia, del cansancio de unos y los errores y simplificaciones de otros. Lo que hoy aprendan y mal aprendan los llevará a actuar y mal actuar en el futuro. Si reniegan de la historia, si solo les ofrecemos respuestas y aplazamos o no compartimos sus preguntas y las nuestras, si no identificamos juntos lo errores y los rectificamos entre todos, si reducimos los argumentos a consignas y los volvemos incapaces de pensar y expresarse con voz propia, si los enseñamos a conformarse con la mediocridad y lo banal; si por todo ello abandonan las guayaberas por el frac, si nos olvidamos de que la pobreza, por larga que sea, pasa y que lo que no pasa es la deshonra que sobre sus hombros pueden ser capaces de echarse los hombres, no será de ellos la culpa, sino nuestra.
Con todo lo que se reconoce que se imitó y copió, no cometimos aquí los disparates, los abusos, ni los excesos esenciales del llamado socialismo real. No nos enajenamos nunca del mundo circundante ni del contexto occidental en que vivimos y surgieron todas nuestras ideas: Marx, Martí, Fidel. Muchas de nuestras mayores distorsiones tienen su origen en el país neocolonial denunciado en el juicio del Moncada, otras en la larga batalla que hemos librado contra el Imperio –son cicatrices y traumas de guerra-, y las hay también –las menos- hijas de los errores de un país joven que jamás se construyó por recetas y que siempre desdeñó todos los moldes. Levantamos fraguas de hombres nuevos y enseñamos desde niños a imitar el modelo humano del Che, pero no todos crecimos a la estatura del sueño, ni guardamos lealtad al juramento de parecernos al heroico guerrillero. Ya sea por yerro, por tolerancia o por paternalismo, de algunos troncos torcidos, y también de otros más rectos, brotaron retoños truncos.
A esos posibles Gorbachovses cubanos ya puede vérseles asomar en los claros corredores de hoteles, de empresas mixtas y estatales, en agitados pasillos de administraciones justificantes e incapaces, en quietas oficinas donde se cuidan como tronos las butacas, los carros y los aires acondicionados, en los oscuros callejones donde el mercado negro y la ilicitud pululan, en las vidrieras que algunos nos importan, en el desenfreno por el consumo y la complacencia con lo mal hecho, con lo sucio, lo superfluo y lo vulgar, en el individualismo y el egoísmo; y también puede hallárseles en los proyectos de vida frustrados, las oportunidades postergadas, la mesa magra, el techo tambaleante y el escaparate vacío donde no pocos redujeron finalmente a la desesperanza el acto de pensar, soñar y vivir.
Aunque diferentes de los soviéticos en sus apariencias, son esos muchachos –nuestros muchachos- los portadores de los riesgos que nos pueden rondar tarde o temprano.
* * *
Las crisis económicas, dicen los estudiosos, no se saldan sin un costo político y moral. Añaden: diez años es lo máximo soportable por las sociedades humanas, según la experiencia internacional.
Rompiendo todos los oráculos, aquí seguimos en pie y sin grietas sustanciales, aparentes. Nadie puede predecir cuán más largo será el período especial y cuántos más apagones nos quedan por soportar. No hay quien pueda poner fecha al retorno final de la economía y la pirámide social a su justa posición. Nadie puede vaticinar cuándo los Estados Unidos cesarán el acoso, la presión, el bloqueo y la agresión contra Cuba, admitiéndonos como queramos ser, libres, soberanos e independientes, y no “la más jugosa adición que puede hacerse a la Unión americana”, como proclamó uno de los padres fundadores hace más de doscientos años. Ni siquiera sabemos si, además de a ellos, tendremos que confrontar a otros poderosos adversarios –pues tal crece y se extiende el poder avasallador y el despliegue del capitalismo imperial globalizado.
En las guerras abiertas hemos probado virtud, talento y músculos. Pero en el desgaste y la desilusión, en la pelea por nuestras conciencias, que será la próxima apuesta de nuestro pretendido holocausto, todo está por demostrarse. La nueva guerra es de pensamiento, hay que volverlo a repetir. La revolución vive de construirse, crecer y defenderse a diario. Ni el cansancio, ni la indiferencia serán nunca buenas señales de salud. Lo que debemos hacer es atajar a tiempo nuestros males e impedir, con actos e ideas, que nos crezca una generación trunca, que broten y se encumbren nuestros propios Gorbachovses; esos que, de tener la oportunidad, pudieran llegar a derribar las estatuas de José Martí al compás de The Star-Spangled Banner!, y entre brindis de Bacardí y chorreando grasa de hamburguesas por las comisuras de sus labios, se atreverían a firmar la capitulación sobre los pedazos de la Constitución socialista de 1976.
Antes de vernos obligados a desenvainar el machete otra vez, ganémosles martianamente: ¡a pensamiento!

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