jueves, enero 28, 2010

LO HUMANO, EL HUMANISMO Y LA HUMANIDAD COMO NOCIÓN DE PATRIA EN EL PENSAMIENTO DE JOSÉ MARTÍ

Quisiera empezar con espíritu martiano esta jornada y como honrar, decía él, honra, recordar que ayer se decía que asistíamos al nacimiento de una obra de Quijotes. Sin dudas, el camino emprendido por los doctores Antonio Martínez, Carlos Lara y Leandro Uzquiano merece el más profundo reconocimiento por oportuno y necesario en esta hora de El Salvador y de nuestra América.
Dicho esto, vamos a lo que veníamos.

Queridos amigos:
Recién llegado a El Salvador, uno de mis primeros encuentros fue con el Dr. Leandro Uzquiano, quien nos convocó a rendir homenaje a José Martí en un taller científico con el que se inauguraría el Centro Nacional de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanísticas. Después supe que para más coincidencias, este homenaje tendría lugar justo hoy, cuando Martí estaría cumpliendo 157 años.
No tuve siquiera que preguntar por qué: el Dr. Uzquiano quería vindicar a una de las fuentes más elevadas del pensamiento de ciencias sociales latinoamericano y caribeño, cuya obra, pensada, escrita o pronunciada en el siglo XIX, contra todas las modas, crisis y empobrecimientos, ejerce una influencia enorme sobre el devenir presente y futuro de los hombres y mujeres que habitamos este otro centro del mundo.
La visión martiana de lo que hoy llamamos ciencia política, su profundo dominio de la sociología y la cultura como noción antropológica de los pueblos de nuestra América, se fundan en un ethos que coloca al ser humano como centro de toda su actividad y que, por sobre todas las cosas, nos hace mirarnos a nosotros mismos como forjadores de nuestros destinos.
En su ensayo capital “Nuestra América” José Martí adelanta algunas ideas que bien podrían inscribirse como votos de buen augurio para el nacimiento de esta nueva comunidad científica latinoamericana: “…En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país... La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia... Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas… Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa e inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan… Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear.”
Y es justo en este punto donde surgen tres preguntas claves que el pensamiento único globalizado nos pretende escamotear:
¿Qué es la Patria?
¿Qué es la humanidad?
¿Qué cosa es lo humano, y su definición, el humanismo?
Los autodestructivos habitantes de este planeta volvemos una y otra vez sobre estas preguntas cuando aparece alguien que nos insta a “no mirar hacia detrás, olvidar el tiempo ido, mirar solo adelante, al futuro” porque al final, todos nuestros problemas son “psicológicos”, como ocurrió hace solo unos días, en esta ciudad, cuando un político extranjero, muy de su país natal, nos daba lecciones al respecto.
Al escuchar tales diatribas, los cubanos, tan nuestros de la Isla, pero sobre todo, tan de nuestra América y del mundo, corremos a descifrar semejantes trampas ideológicas con las que todavía se nos pretende privar de lo que para los poderosos sí es sustancial. Vamos en busca de esa conciencia tutelar, que como un escudo de valores, preside el cielo de Cuba: José Martí.
¿Habría podido un solo hombre ser resumen de un pueblo y de la especie misma? Desde luego que fue posible. Solo necesitaba ser espiritualmente elevado como un monte y tener la capacidad de mirar desde esa altura con entrañas de humanidad. Martí lo pudo, desde una sensibilidad construida en la mejor tradición cultural cristiana y americana, tronco vigoroso de la nueva América que nacía de las hoy bicentenarias independencias, en el cual se injertaron vigorosos como ramas todos los saberes del mundo... ¡pero con el tronco americano!
No necesitaba el Apóstol cubano ir a Paris, Roma, Berlín o Nueva York para construir su noción de lo humano, aunque trashumara sus angustias en Madrid y Nueva York. Hurgando en sus ideas, me apropio de las palabras de Cintio Vitier, su más depurado estudioso, quien halló sorprendentes coincidencias entre el pensamiento náhuat y el humanismo martiano cuando descubrió que Quetzalcóat establecía como realidad primera de la situación humana la fuerza potencial de integración que le era exclusiva en lugar de plantear el problema de la existencia, fuera de lo físico, de lo social, o de lo divino.
Al tomar […] como punto de partida la unidad integral de materia, vida, pensamiento, razón y espíritu, que el hombre es en potencia –dice Cintio, apoyado en estudios del antropólogo francés Sejourné-, no se preocupa más que de su realización. Porque a través de lo humano, es el universo todo el que realiza su unificación.
¿No dijo Martí que siempre quiso fundar su filosofía de integración universal en la etimología de la palabra “universo”: versus uni, lo diverso en lo uno? Eso mismo había adelantado el mundo náhuat, cuando estableció que sus poderosas realizaciones se debían a la fusión dinámica de dos fuerzas motrices que se unen raramente: mística de superación individual de una parte, incansable voluntad de acción sobre el mundo, de la otra.”

Adelantándose a la era de los funcionalismos, Martí sabe el riesgo de la desmemoria y del materialismo a ultranza, que enajena y cosifica a las personas. Sabe que el odio divide y encona, nubla la razón y cierra puertas. Le antepone el amor, sentimiento por el que lucha, padece y muere. Es el amor el que lo mueve a trabajar por el hombre. Su política, su acción, su “guerra inevitable”, fueron –diría Vitier- la forma, el procedimiento, el proceso mismo de su amor.
Dos hechos, se apunta, le daban la razón en la historia inmediata: el odio al imperio colonial, la fobia a sus representantes, y, a la vez, el anexionismo, las animadversiones y los regionalismos entre jefes que habían minado desde adentro la guerra del 1868 en Cuba. Pero lo que Martí llamó la “fórmula del amor triunfante”, va mucho más allá de una rectificación o superación política. Se trataba de un amor cognoscitivo (“el amor es quien ve”) y del amor como sol de la vida, el que hay que conquistar, no solo políticamente, “con todos, y para el bien de todos”. Así en su “Canto de otoño” nos dice: “¡No se bata / Sino al que odie al amor!: ¡Únjanse presto / Soldados del amor los hombres todos! / ¡La tierra entera marcha a la conquista / De este rey y señor, que guarda el cielo!”
El homo faber campea en cada una de sus páginas haciendo historia y siempre arte, es decir, la otra naturaleza, la creada por el hombre, quien solo así, sin soberbia, puede reconocerse a sí mismo. Todo el mundo de Martí tiene las huellas dactilares de los hombres de todas las regiones y épocas, que se alimentan una a la otra, sospechando en esa mutua caridad la filiación divina, el sello de semejanza.
De lo anterior adelanto que ya desde el siglo XIX Martí nos inculcaba la aspiración a una cultura o una religión que integrara a todas, pero sin nada que ver con la globalización sin rostro que hoy nos amenaza y engulle. Ni siquiera en la estrategia política de la América del Sur frente a la del Norte, y aunque ello implicara disentir de una tesis bolivariana, fue partidario Martí de sacrificar el “ansia del gobierno local y con la gente de la casa propia”. Perder la individualidad de las culturas, decía, sería perder la cultura misma.
De ahí que en sus escritos, versos y discursos nos haga sentir una visión profética de la fraternidad, de la armonía de los pueblos del mundo, cada uno con sus modos nacidos de sí propio. Es todo su pensamiento un acto de rebelión frente a la globalización que avasalla y un acto de vindicación a la coralidad de las culturas, donde se salden las viejas deudas con la razón y con la libertad a través de una “razón nueva”, tan rigurosa como abierta a lo desconocido, negada a convertirse en el renovado fanatismo de una ciencia dogmática y amoral; una libertad cuyos límites estuvieran únicamente en el respeto a “la dignidad plena del hombre”.
No presenta Martí estas ideas como utopías, ni siquiera como esperanzas realizables, sino como resultado de las leyes del espíritu y la historia. Su inspiración, diríamos hoy, tercermundista, está limpia del resentimiento del colonizado o del perteneciente a un mundo “periférico”. No podía desconocer esa situación quien llevaba en el cuerpo las marcas de la esclavitud. Su obra y su vida, sin embargo, fueron una dádiva libre a todos los hombres. No sistematiza ni teoriza, sino que actúa, crea valores, y muestra con su conducta el camino a seguir por todos sus semejantes. Se preocupa por encontrarlos y cultivarlos en la conducta de los individuos, como medio de ascensión humana. Cree que son modos esenciales del devenir de las personas en su naturaleza social, integrados en la cultura, a manera de formas de existencia humana y sus necesidades materiales y espirituales .
Se trata, al decir del profesor Roberto Pupo, de una axiología de la acción, que va a la raíz del hombre, porque sabe de su grandeza interior. De una eticidad concreta que busca el hombre futuro en el hombre actual con pasión y fe, y con sorprendente consagración heroica, animada por una misión redentora fundada en el pueblo y un oficio que identifica la belleza con la humanidad del hombre y la bondad con la dación desinteresada .
El programa humanista martiano, fundado en la axiología de la acción, se concreta además en un paradigma de racionalidad humana, cualificado como autoconciencia de la cultura. Tanto en la revelación del ser existencial de nuestra América, como en su determinación especial en las condiciones de su patria, José Martí funda un paradigma de emancipación y redención social, cuyo despliegue está mediado por un sustrato socio-cultural humanista que imprime racionalidad y verdad a su proyecto político.
En ese paradigma martiano, los valores éticos y políticos se integran en un nivel tal de concreción que prácticamente se identifican. Por eso, más que encarnación individual, son conciencia de su necesidad y eficacia. Esto impregna optimismo, fuerza y vitalidad a la empresa emancipadora. Y Martí, ya en los albores de la contienda, como expresión del pueblo lo siente, lo sabe. "Jamás fue tanta nuestra virtud -escribe el Maestro-, tan compacta nuestra acción, tan cercano nuestro esfuerzo, tan probable nuestro éxito. Cuántos obstáculos hubiéramos podido encontrar, hasta los obstáculos insuperables que a la mayor virtud pone siempre la ambición o vanidad de la naturaleza humana, nada han podido, ni han aparecido siquiera, ante esta alma de redención que hoy nos consume y nos inspira. Somos un ejército de luz, y nada prevalecerá contra nosotros. Nos queda por hacer lo que sabemos que queda por hacer."
Pupo concuerda en que existe ya en ese momento de José Martí un sistema de valores, conformado en la cultura, hecho conciencia, como valencia social, expresado en término ideopolítico, que si bien no agota el paradigma emancipador -existen otros componentes de la subjetividad humana- que matiza una idea, configura un ideal que impulsa, orienta y regula el hacer práctico -espiritual, que "con la mano en la conciencia- en el bello decir de Martí -pone ya la idea a las puertas de la realidad: . En tales condiciones "el espíritu ha cundido y los cubanos tienen fe... Nadie se lo pide; les nace así de corazón...".
Es indudable la importancia de un paradigma, en tanto modelo que oriente racionalmente el pensamiento y acción del quehacer social, político y cultural en su connotación más integradora posible. El paradigma martiano, marcado por su visión del mundo y del hombre, por la experiencia americana y sobre todo por su sabiduría política, como grande hombre fundador, traza caminos, crea confianza, cultiva razón y sentimiento y prepara conciencia para realizar el ideal de la nación. En fin, funda una cultura con alma política y un carácter nacional henchido de patriotismo y amor desinteresado, capaz de estructurar un programa de liberación nacional, sobre bases nuevas .
El ideal de racionalidad martiana compendia en síntesis conocimiento, valor, acción práctica y comunicación intersubjetiva, es decir, las variadas formas en que el hombre asimila y reproduce creadoramente la realidad material y espiritual; pero al mismo tiempo, su pensamiento y su obra en toda su integridad encarna un cuerpo cultural de entraña política para realizar una República próspera de naturaleza ético-moral, algo que recién hube de explicar extensamente a una diputada que descalificaba a priori el modelo democrático que le ha nacido a Cuba, para defender a ultranza el suyo.
Los cubanos no nos cansamos de repetirlo, insiste Pupo: al Maestro le interesa sobre todo la ascensión humana, el progreso socio-cultural del hombre, como medio fundamental de realizar sus fines. No se trata en modo alguno de una racionalidad instrumental de corte pragmático y utilitarista, sino de una racionalidad humana, que sin menospreciar el conocimiento, la ciencia, la técnica, como medidas de desarrollo cultural humano y creación de bienestar material, sabe que a la raíz del hombre se llega, ante todo, revelando esas fibras, ocultas a veces, de su subjetividad.
Por eso hay que buscar y encontrar sin vacilación el sentido humano, sobre todo, como vía de acceso primario a la esencia social del hombre. Sin ello -y la práctica corrobora la verdad del Maestro-, resulta estéril, ineficaz e ilusorio todo proyecto. Es que la ciencia, la política, el derecho, el arte, etc. sin motivaciones humanas, no realizan el ser esencial del hombre, no se encarnan en el cuerpo de la cultura como medida de progreso y desarrollo. Por eso Martí, no sólo hizo arte mayor, sino política científica, de profunda hondura, de alto vuelo social humano. En primer lugar, porque comprendió el arte de dirigir, como un encargo social por el bien de todos y no para acumular riquezas y obtener privilegios, y en segundo lugar, porque tomó partido por la mayoría desheredada .
Su gran obra política: la creación del Partido Revolucionario Cubano, una forja de unidad nacional para hacer la guerra necesaria por la República, y todo su pensamiento político en torno a Cuba y nuestra América, fue eficaz y trascendió porque se concibió y estructuró como empresa cultural de las grandes masas. Y esto de por sí comporta un concepto en Martí: no existe política eficaz construida al margen de valores e ideales que no estén enraizados en la condición humana.
Con esto, por cierto, continúa la tradición del pensamiento americano más genuino y revolucionario. Lo supera, en la medida que echa suerte con los pobres y abre nuevas perspectivas de enfoque y de discernimiento de la realidad política. Su humanismo revolucionario antiimperialista, expresión de un proceso de continuidad y ruptura sintetiza y concreta su escala de valores. Expresa el momento de máxima plenitud y madurez de su pensamiento político revolucionario, en correspondencia con los nuevos tiempos.
Sin embargo, su obra renovadora, revolucionaria, y creadora no se reduce a la esfera de la relación axiológica: ética-política, en los marcos de su concepción integradora de la cultura; pues si ciertamente Martí produce un viraje revolucionario en los conceptos e ideas políticas de su tiempo cubano y americano, incluyendo la tabla de valores con que juzga y piensa la realidad, también en la esfera de la estética, en relación estrecha con la ética, muestra originalidad y creación. Se trata no sólo de un hombre de pensamiento y acción que conjuga en unidad indisoluble misión y oficio, sino además de un artista y de un creador.
Esto, subraya Pupo, naturalmente matiza su axiología con nuevos colores y esencias, incluyendo su concepción de la subjetividad humana y por su puesto la especificidad de la filosofía que nuclea su cosmovisión. Política, ética y estética y sus sistemas de conocimiento y valor que les son consustanciales, tematizados en Martí en una concepción integradora de la cultura, dan expresión unitaria a su discurso y lo dotan de modos apropiados y métodos idóneos para aprehender el objeto en su dinámica y concreción.
Si ciertamente, la grandeza martiana como dirigente revolucionario, deviene en gran medida del modo en que los valores ético-morales permean y penetran lo político, hasta concebirlo como empresa cultural humana de las grandes masas, lo ético y lo estético, encarnando esta racionalidad conceptual propia del paradigma del Maestro, imprimen una determinada especificidad a su axiología.
Esa vinculación estrecha de los valores ético y estético, en los marcos de una concepción unitaria de la cultura, resultante de la actividad humana y medida del desarrollo del hombre y la sociedad, abre perspectivas nuevas para acceder a la realidad humana y conformar un ideal de racionalidad, como proyecto emancipador que integra y sustancia como sistema orgánico la verdad, el bien y la belleza y junto con ello, el amor, la libertad, la justicia, el honor, la felicidad, la virtud y la dignidad plena del hombre, como valencias cualificadoras de la sociedad que preludia y se esfuerza por realizar.
Con esto, Martí no sólo evoca y predica la necesidad de sembrar y cultivar humanidad en el hombre para que nazca, eche raíces y se multiplique, sino además funda una cultura de los valores, imprescindible para la convivencia social y para el propio despliegue de las energías creadoras que el hombre lleva en sí y desarrolla en función de la sociedad.
A Martí –y su obra lo atestigua- ningún valor humano le resultó extraño. En su sistema de valores, están presentes todos los posibles: científicos, filosóficos, jurídicos, políticos, económicos, religiosos, lógicos, éticos, estéticos, etc., así como su permanente propósito de darle vigencia social y trascendencia.
Es indudable –asevera Pupo- que estamos en presencia de un humanismo auténtico, que parte de las raíces -la revelación del ser de nuestra América- y da cuenta de ellas con ímpetu ecuménico. De un humanismo fundador trascendente, cuya racionalidad humana -sin perder de vista las múltiples aristas de la espiritualidad del hombre -encuentra en los valores y la cultura sus cauces supremos de realización, en términos de una axiología de la acción, cimentada en una ética concreta del devenir humano.
En los momentos actuales, cuando el escepticismo histórico cunde y pulula en la arena internacional, cuando no faltan los intentos de negar la historia, los valores, la cultura, la tradición, la memoria histórica, la razón, los proyectos de emancipación social y el progreso, cuando se pretende reducir a populismo lo que ha sido o es genuinamente popular, la racionalidad se impone como necesidad de preservar no sólo la identidad nacional, sino también la identidad humana. En tales condiciones, el programa pedagógico martiano y el ideal de racionalidad que le es consustancial, adquieren más que nunca contemporaneidad y vigencia social.
Y es en este punto donde retorno a El Salvador y entronco con la anécdota que les contaba al principio, del señor que llegó a esta ciudad para pedirle a este país y a su noble y sufrido pueblo, que todo lo recuerda, que extravíen su memoria.
¿Habría podido el homo llegar a ser sapiens sin aprender las lecciones del erectus?
¿Qué harían las escuelas de negocios de Harvard y Princeton, si no enseñaran la leyenda de Henry Ford?
¿Olvidarían los argentinos que las islas Malvinas son suyas y no de los ingleses que las ocupan?
¿Será tan cierto que los vietnamitas quieren olvidarse de la cruenta guerra que les arrancó a millones de sus hijos?
¿Podríamos olvidar las lecciones de Monseñor Romero solo porque fueron brutalmente silenciadas hace 30 años?
Convocatorias similares escuché cuando se caían el muro de Berlín y las estatuas del socialismo soviético y europeo. Convocaban a la desideologización, cuando en realidad instaban al desmantelamiento de países enteros. Instaban a la despolitización y los devoraban con sus Coca Colas, sus hamburguesas, sus maniquíes Barbies, sus autos del año y su modo de vida atractivo, parafernálico y, a la vez, destructor de la Madre Tierra, de quien todos somos hijos.

¿En nombre del humanismo? Desde luego que no. Es la misma historia del hombre una y otra vez falsificada por quienes detentan o pretenden el poder, por quienes asumen otra versión de lo humano, desde la exclusión y la selección natural; el mismo darwinismo social que radicó en la raíz del colonialismo, del neocolonialismo, del fascismo, de las dictaduras y los golpes de Estado en nuestra sufrida región, y que está en la médula misma del imperialismo.
¿Por qué invocarlo aquí, en el Pulgarcito de América, en el día justo en que José Martí arribaría a los 157 años de vida?
Nada hay más extraño al sentimiento cubano que cualquier manifestación de chovinismo, nos recuerda con frecuencia el Dr. Ricardo Alarcón, presidente del Parlamento cubano. Pero nada tiene mayor importancia para nosotros que la conciencia de lo que somos y de dónde venimos. Es difícil, muy difícil, encontrar algo que nos ayude más a conocernos y a comprender el sentido de nuestra marcha como pueblo que reconocernos a nosotros mismos en nuestra talla humana, y eso nos lo enseñó José Martí .
En nuestro caso, la comprensión cabal de la naturaleza de lo cubano es punto de partida y sustento irremplazable para la salvaguarda de una identidad nacional y una cultura que han existido siempre bajo la amenaza y el peligro. Para ello debemos asumir lo que es radicalmente nuestro, lo que nos distingue y nos hace ser lo que somos, sin falta alguna, porque lo esencial cubano es a la vez profundamente universal, como para ustedes podría serlo lo esencial salvadoreño.
¿Quién si no José Martí afirmó que “Patria es humanidad” y lo hizo cuando Cuba, tras haber derramado ríos de sangre y sacrificios durante casi un siglo, pugnaba aún dolorosamente abandonada, por alcanzar su propio, pequeño, espacio bajo el Sol?, pregunta Alarcón.
Solo diré con él que nunca antes, en tiempo tan breve, se hizo tanto por la justicia, la libertad y la dignidad de tantos. Nunca antes pueblo alguno fue capaz de entregar tanto amor y solidaridad por todos los rincones de la tierra, y lo hizo siempre –y lo hace aún- con una sonrisa en el rostro a pesar de las lágrimas y la sangre que ha provocado el poderoso imperio, incesante y obstinado en derrotar a un pueblo digno, solidario y henchido de humanismo.
Recordarlo es esencial si constatamos que vivimos un cambio de época en el que las ideas y los valores son vitales para que tragedias como la de Haití –no la telúrica, sino la derivada del largo terremoto político, económico y moral en que los imperios han sostenido a esa nación- no se repitan.
Los ismos –todos, incluidos los de moda- pasarán, y al final quedarán los seres humanos que les sobrevivan. Podrán hacerlo los que preserven mejor la noción de sociedad integrada, unida y solidaria que su condición pensante les exige para el bien de todos. Las fronteras se borrarán de las mentes –nunca han existido en realidad- y el cambio climático nos forzará a respetar a la naturaleza si antes no desaparecemos. La humildad nos hará entender que el mundo entero es nuestra aldea, y no al revés, y que nunca debimos avergonzarnos de la madre mestiza de delantal indio que nos dio la vida.
Será en ese instante cuando entenderemos a plenitud el legado universal de José Martí, repudiaremos todas las vilezas anteriores, sentiremos de verdad como propia la ofensa y la injusticia causada a cualquier ser humano en cualquier lugar del planeta, y comprenderemos que la vida de uno solo de nosotros vale muchísimo más que todas las propiedades del hombre más rico de la tierra.
Muchas gracias.


Ponencia presentada por el Dr. Cs. Pedro P. Prada, Embajador de Cuba en El Salvador, en el Taller científico inaugural del Centro Nacional de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades –CENISCH-, San Salvador, 28 de enero de 2010


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