viernes, octubre 22, 2010

LOS BICENTENARIOS, LA INDEPENDENCIA DE CUBA Y EL IDEARIO DE JOSÉ MARTÍ

Sr. Rector en funciones y demás autoridades universitarias
Profesores y estudiantes salvadoreños
Hermanos diplomáticos latinoamericanos y caribeños
Mis compatriotas
Hijos todos de nuestra Madre América
 El himno que acabamos de entonar los cubanos junto con ustedes tiene 142 años. Fue escrito y cantado por vez prima un día como el de ayer, en medio de los disparos de la primera victoria y los repiques de las campanas de la Catedral de Bayamo. Es un himno de guerra que sintetiza el nacimiento de un pueblo convocado a luchar por la libertad sin temor de perder en ello su vida. Por eso es breve. Y tiene la virtud de decirnos también que en Cuba, patria y cultura, revolución y arte, van de la mano desde aquel instante, pues –así  lo entendemos en la Isla- son la cultura y las ideas la máxima expresión de libertad de un pueblo.
Los versos de ese himno recogen las convicciones que abrigaban quienes diez días antes, el 10 de octubre de 1868, daban el grito de independencia en Cuba –conocido como el Grito de La Demajagua o el grito de Yara- por el ingenio y el lugar donde tuvo lugar, y que fue el gesto iniciador de la revolución cubana. 
Correspondió a Carlos Manuel de Céspedes: filósofo, abogado, orador, aristócrata, poeta, y patriota osado, íntegro y heroico, como la historia demostró después, la tarea de echarse a la espalda a su pueblo, de fundar el credo de invencibilidad de los patriotas verdaderos cuando al día siguiente del gesto viril, derrotados en la primera escaramuza, cercados por una columna española, y con solo doce hombres que se afanaban en alcanzar las montañas de la Sierra Maestra, proclamó que ellos –esos doce- eran suficientes para lograr la independencia; capaz de considerar a todos los cubanos como sus hijos cuando capturado el carnal lo quisieron hacer cejar en el empeño a cambio de la vida de aquel. Desde entonces lo reverenciamos como el Padre de la Patria.
Cuando Céspedes y sus correligionarios se alzaron, habían pasado casi sesenta años del primer levantamiento latinoamericano –el Grito de La Paz, de 1809, en Bolivia-, y todo el continente disfrutaba ya de su propia independencia, se unían o deshacían los estados, mientras Cuba –la “siempre fiel”, o “la joya más preciada de la corona” española, como también solía decirse, seguía sometida al más férreo régimen colonial.
La última nación en rebelarse contra España, que había sido el segundo territorio en colonizar y donde su dominación se extendió por cuatro siglos, más que en ninguna otra parte del mundo, había sido vista siempre por los patriotas latinoamericanos y caribeños –al igual que su ala hermana, Puerto Rico-, como aquella parte inseparable de sí, sin cuya independencia, nunca estaría completa la de toda Nuestra  América.
Ninguno de aquellos patriarcas, y mucho menos Céspedes, veían la revolución cubana como un proceso insular aislado, sino como eslabón definitivo e inseparable del proceso iniciado más de medio siglo antes en toda su vecina geografía. Países como República Dominicana, México, Chile, Venezuela, Perú, por solo citar algunos, arrimaron recursos, armas, brazos y no poca sangre al esfuerzo libertador cubano. Todos aspiraban que Cuba fuera un estado independiente y una nación soberana para poderle extender una mano generosa a todos los hombres y a todos los pueblos del mundo.
Quizás por ello el Grito del 10 de octubre de 1868 en Cuba tuvo rasgos peculiares, porque nacía del más auténtico y duro aprendizaje nacional; porque fue hijo de la solidaridad de muchos; porque los patriotas cubanos venían de aprender las gestas libertarias de sus hermanos; porque no pocos vivieron en carne propia como exiliados las proezas del pueblo español en su resistencia a la invasión napoleónica, y porque no fueron menos los que vieron con simpatía la lucha de las colonias británicas y ayudaron a completar la independencia de los Estados Unidos.
El primero de esos rasgos fue la abolición de la esclavitud y la proclamación de la igualdad entre blancos y negros, asentando con ello el carácter mestizo y multicultural de la nación, el goce equitativo de los derechos por todos los cubanos y la consagración de relaciones de igualdad y dignidad que debían prevalecer siempre entre todos los hijos de la Patria, base de una eticidad nacional que radica en el mismo concepto de la Nación y del Estado por los que libremente el pueblo optó, y que se expresa de forma teleológica en sus dilemas claves: Independencia o Muerte, en 1868; Libertad o Muerte, en 1895; Libres o Mártires, en 1956, y Patria o Muerte, a partir de 1960; disyuntiva coronada en todos los casos por una opción que expresa, contrariamente, nuestra irrenunciable vocación optimista del triunfo de la vida: ¡Venceremos!.
El segundo rasgo es la proclamación de la comunidad de la propiedad en aras del bien común y de la nueva Patria identificada: aquellos patriarcas, que no conocían a Marx y mucho menos a Lenin, renunciaron a sus haciendas y riquezas; las pusieron a disposición de la revolución y de sus hijos y, llegado el momento de las derrotas, como ocurrió en la recaptura por España de las ciudades de Bayamo y Las Tunas, no dudaron sus habitantes en partir al monte con los insurrectos e incendiar sus casas y reducirlas a cenizas, con toda su opulencia adentro, antes que rendirlas y entregarlas al viejo Imperio. De ahí viene el gen de igualdad solidaria y de altruismo que es hoy carne en todo un pueblo y que adelanta y define el carácter revolucionario de la sublevación.
Un tercer rasgo nos muestra que la Nación que emergía de aquella guerra no era una bandada de insurrectos sin orden, una multitud de esclavos sedientos de venganza, ni un tropel de guerreros iluminados por la pasión de la libertad, sin horizontes ni ideas. Para no cometer los errores de sus hermanos del continente, los cubanos se fueron a la guerra como mambises insurrectos y como ciudadanos; con una bandera, un programa de lucha y un ideal democrático y republicano, expresados en la Constitución de Yara, que pondría orden en las primeras semanas de la insurrección. Les bastaron apenas días para componer su himno, diseñar su escudo y convocar a un congreso constitutivo en los campos liberados de Guáimaro, donde nació, al fin, la República de Cuba, se adoptó una nueva Constitución, eligieron un Congreso, un Senado, un Presidente –todos en armas- y adoptaron como símbolos de la nación cubana los mismos que reverenciamos hoy, y que desde entonces han presidido todas nuestras luchas.
Y un cuarto y quizás no menos importante rasgo: una profunda vocación unitaria. La unidad ecuménica de todas las fuerzas patrióticas, la indivisibilidad de las instituciones de la República y la unidad de mando y acción de la revolución se sembraban desde entonces como la condición sine qua non de su existencia misma frente al inmenso poder de España, pero también, frente al nuevo poder que comenzaba a alzarse como sombra fatal frente a nuestras costas y en cuya acta de nacimiento se había escrito como destino manifiesto la posesión de la Isla rebelde. La historia posterior se encargaría de demostrarnos los peligros que correríamos y el doloroso precio que pagaríamos los cubanos cada vez que permitiéramos que la división y las discrepancias se interpusiesen entre nuestras filas.
De modo que esta y no otra es la partida de nacimiento de la revolución cubana, de la República de Cuba y de los valores y principios por los que han luchado los cubanos de todas las épocas, realidad que se resume en este epítome de Fidel Castro: los de ayer habrían hecho lo que hacemos los de hoy. Los de hoy habríamos hecho entonces lo que hicieron los de ayer. Son siempre la misma revolución y la misma República que arrancaron aquel 10 de octubre de 1868, y que nuestro pueblo lleva hoy adelante en nuevas circunstancias históricas, como obra inacabada y candidata a la perfección suprema, pero que resume lo mejor que hemos logrado ser y hacer, a veces más allá de nuestros sueños.
De aquel parto y de sus progenitores, dijo en su hora de convocar de nuevo a la lucha final contra España el apóstol José Martí: “Aquellos padres de casa, servidos desde la cuna por esclavos, que decidieron servir a los esclavos con su sangre, y se trocaron en padres de nuestro pueblo; aquellos propietarios regalones que en la casa tenían su recién nacido y su mujer, y en una hora de transfiguración sublime, se entraron selva adentro, con la estrella a la frente; aquellos letrados entumidos que, al resplandor del primer rayo, saltaron de la toga tentadora al caballo de pelear; aquellos jóvenes angélicos que del altar de sus bodas o del festín de la fortuna salieron arrebatados de júbilo celeste, a sangrar y morir, sin agua y sin almohada, por nuestro decoro de hombres; aquellos son carne nuestra, y entrañas y orgullo nuestros, y raíces de nuestra libertad y padres de nuestro corazón, y soles de nuestro cielo y del cielo de la justicia, y sombras que nadie ha de tocar sino con reverencia y ternura.”
No en balde llevaría Martí prendida de su guerrera, el día de su fatal caída en Dos Ríos, la misma escarapela bordada por bayamesas amorosas que acompañó al Padre de la Patria en su hora sublime, como llevaría Fidel los escritos de Martí el día del asalto al cuartel Moncada y Antonio Guerrero La historia me absolverá ante el tribunal espúreo que lo juzgaría en Miami.
Todo lo que le sucede después: la estela de vergüenza, valor y virtud de Ignacio Agramonte; la visión estratégica y lucidez creadora de Máximo Gómez; la lealtad suicida de Calixto García; el derroche de verticalidad, coraje y caballerosidad de Antonio Maceo y su protesta enérgica en Mangos de Baraguá, a partir de la cual no habrá nunca en Cuba diálogo ni pacto con quienes no persigan la libertad e independencia de la Patria, y que se resumen todos de forma acrisolada en José Martí, son, acaso, las hebras que tejen la gran madeja de lo cubano, que por demás, debe aprender desde el comienzo no solo a arrancar sus derechos a España, sino a impedir que se atraviesen en el camino el arrebol y la codicia del nuevo Imperio que nace. No bastaron para ello treinta años de cruento batallar en los campos de Cuba, ni fecundas luchas políticas y ni siquiera tumultuosos movimientos sociales para lograr que finalmente el sueño del 10 de octubre se hiciera realidad. Ni siquiera podíamos celebrar los cubanos la independencia cuando América celebraba su primer centenario y deberíamos esperar aún casi medio siglo más para ello.
Ricardo Alarcón, presidente del Parlamento cubano, me auxilia en este tramo: “Este año (cuando)[1] otros pueblos del continente conmemoran el Bicentenario de sus independencias nacionales. Los cubanos no podemos hacerlo. El Jubileo  que celebran nuestros hermanos y al que nos sumamos con alegría debe servir  a los cubanos para recordar que cuando arribó el glorioso 1810, Jefferson llevaba un lustro  proclamando la voluntad de apoderarse de la isla. El propósito de someter a Cuba ha sido invariable en la política norteamericana desde las Trece Colonias hasta la administración de Barack Obama…
 “La llamada Revolución en aquel país ha disfrutado de un equívoco transformado en leyenda celosamente cultivada por la oligarquía yanqui  y aceptada por otros con dócil ingenuidad. La rebelión  de las Trece Colonias  no tuvo un carácter de liberación nacional y mucho menos de emancipación social. Es cierto que contó con personalidades de pensamiento avanzado como Thomas Paine y Daniel Shays, y que sus filas se nutrieron de artesanos, campesinos pobres y negros emancipados, pero ellos fueron mantenidos a raya y severamente reprimidos desde muy temprano.
“La verdadera naturaleza de la nueva república surgida en Norteamérica la explicaron con toda claridad sus fundadores. Madison, Hamilton y Jay lo hicieron con rigurosa franqueza porque los 85 ensayos del Federalista no iban dirigidos al pueblo norteamericano, sino a la ínfima minoría que debería aprobar la Constitución. Y la convencieron precisamente porque le dijeron la verdad: el nuevo estado federal estaría bajo el dominio de los grandes propietarios, su esencia sería (cito) “la total exclusión del pueblo del ejercicio del poder”, nada tendría que ver con la idea de la democracia como ésta era entendida hasta entonces. Los dueños de Nueva Inglaterra, New York, Pennsylvania y Virginia  coaligados con los esclavistas sureños diseñaron una república elitista, excluyente de las grandes mayorías. La Unión así creada llegó a ser vista por muchos como paradigma civilizatorio y pudo manipular como si fuera suyo el ideal democrático tan abominado por sus fundadores…
“La idea expansionista siempre incluyó a Cuba (desde el siglo XVIII, cuando Jefferson había declarado que seríamos la más jugosa adición que quizás podría hacerse a la Unión americana). Los nuevos colonialistas  se proponían llegar al Pacífico  y dominar el Caribe. En cuanto a Cuba, los norteamericanos no se limitaron a declaraciones o intrigas diplomáticas. Promovieron activamente la tendencia anexionista  en los círculos  de la sacarocracia habanera. Para ello enviaron a la isla emisarios de jerarquía como el General Wilkerson a comienzos del siglo XIX y discutieron el tema  en la Casa Blanca el Presidente James Monroe  con su gabinete, en reuniones que reseñó John Quincy Adams en su Diario. De acuerdo  con quien fuera Secretario de Estado y más tarde Presidente allí participaron representantes de la oligarquía criolla a quienes identifica con pseudónimos tales como Mr. Sánchez o Mr. Hernández…
“El 15 de marzo de 1823 concluyó una reunión comenzada la víspera en la que debatieron intensamente las acciones más convenientes para apoderarse de Cuba. Al concluir sus anotaciones correspondientes a esa fecha Adams escribió: “Memorándum. Proceder fríamente en el asunto.”
“Pero esa frialdad no fue una actitud pasiva. Ramiro Guerra, distinguido historiador cubano, quien hurgó sagazmente en documentos oficiales yanquis poco antes revelados, en un texto publicado en 1930 señaló: “La política de los norteamericanos - ya que no podían apoderarse de Cuba - era el mantenimiento del status quo, Cuba en poder de España, hasta que los tiempos cambiasen y la anexión fuese posible.”
“John Quincy Adams sucedió a Monroe en la presidencia coincidiendo con los esfuerzos de Bolívar para unir a las naciones independientes en el Congreso de Panamá. El objetivo del Libertador, lo sabemos, era llevar el movimiento emancipatorio a Cuba y Puerto Rico y concertar la acción política del resto de los países para consolidar la unión de Nuestra América. “Estados Unidos –apuntaba Guerra- temía no sólo a las complicaciones que pudieran surgir, sino a una rebelión de esclavos en Cuba. Una sublevación de esclavos en Cuba podía propagarse a Georgia o a Virginia. Adams intervino. Y en mayo y diciembre de 1825, Colombia y México fueron notificados, en los términos más enérgicos, de que se abstuvieran de realizar ninguna expedición contra Cuba, y con más rigor aún, de incitar a sublevarse o de armar a los esclavos.”
“Pero el frío y calculador Adams no se contentaba con discretas gestiones de cancillería. El 15 de marzo de 1826 en mensaje oficial al Congreso de su país hizo públicas las presiones que antes había hecho a los gobiernos de México, Perú y Colombia. Y recibió la entusiasta aprobación del Parlamento.
“Al siguiente año el Secretario de Estado Henry Clay extendió la amenaza al pueblo cubano con estas palabras: “No entra en la política o en las miras del gobierno de Estados Unidos dar ningún estímulo o apoyo a los movimientos revolucionarios en Cuba, si tal cosa pretende alguna parte de sus habitantes.” (Es decir, no solo pretendían apoderarse de Cuba, sino que torpedearon tanto como pudieron la lucha de los cubanos por su independencia nacional, hasta que la fruta –Cuba-, ya madura, cayese por gravedad en sus manos, como ocurrió en 1898).
“Para los anexionistas criollos aquellos fueron momentos de gloria... (Su) objetivo… era la completa asimilación a Norteamérica y la intervención militar de 1898 había desembocado en una nueva colonia. La oligarquía yanqui supo utilizar a sus partidarios en la isla pero exclusivamente en función de sus intereses imperiales. Los convirtió en instrumentos manejables sin dejar de despreciarlos. Así fue siempre. Así es todavía (en pleno siglo XXI).
(Síganle si no la pista a un terrorista y agente de la CIA que anda ahora por aquí, dando lecciones de democracia y libertad. ¡Y estén alertas!: Ese hombres es como los zopilotes, que revuelan sobre el olor de la muerte. Carlos Alberto Montaner, que amenazó de muerte al padre Ignacio Ellacuría a pocas horas de su asesinato, ha aparecido recientemente en los países latinoamericanos que han sufrido golpes de Estado o intentos, justamente en fechas cercanas a estos).
Retorno al hilo de la narración de Alarcón: “Con cálculo frío, siguiendo el consejo de Adams, actuaron los gobernantes norteamericanos respecto a Cuba a lo largo del Siglo XIX. Ayudaron activa y materialmente a España a mantener su dominio sobre la isla mientras conspiraban contra ella y alentaban a los anexionistas a la espera del momento propicio en que pudieran apoderarse de Cuba sin grandes complicaciones. Lo descubrieron y denunciaron en su momento Céspedes y Martí.
“Los imperialistas veían a Cuba como presa apetecible pero despreciaban profundamente a los cubanos, con el desprecio incontrolable dictado por su racismo y su elitismo. El Padre de la Patria y el Apóstol encararon también esa dimensión de la actitud norteamericana ilustrada tanto en la insolencia vulgar y prepotente de Ulises Grant, rechazada con ejemplar dignidad por Céspedes, como en el infame comentario de “The Manufacturer” de Filadelfia, reproducido por “The Evening Post” de Nueva York, al que respondió Martí con su “Vindicación de Cuba”, alegato de perenne vigencia al que debiéramos acudir todos los días.
“La arrogante pretensión de dominar a Cuba inseparable de su menosprecio por los cubanos ha sido siempre la línea de conducta del Imperio. Con brutal franqueza la expresó Theodore Roosevelt en 1906: “Estoy tan furioso con esa infernal pequeña república de Cuba que quisiera barrer a su gente de la faz de la Tierra.”
“Desde que finalmente Cuba alcanzó su independencia en 1959 nuestro pueblo ha enfrentado realmente, día tras día, la terrible amenaza del rudo jinete y desaforado gobernante. Recordemos que, según Roosevelt, todo lo que el Imperio quería era que nos “comportásemos” –behave  themselves-, o sea, que nos portásemos bien y nos condujéramos conforme a sus deseos.
“En 1959 nos rebelamos y empezamos a “portarnos mal”. La reacción norteamericana consta en un documento oficial que fue secreto durante mucho tiempo y en el que puede leerse: “La mayoría de los cubanos apoyan a Castro… el único modo previsible de restarle apoyo interno es a través del desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales… hay que emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba … una línea de acción que, aún siendo lo más mañosa y discreta posible, logre los mayores avances en privar a Cuba de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar el hambre, la desesperación y el derrocamiento del Gobierno”.
“Nótese el carácter genocida del plan norteamericano y su profundo sentido antidemocrático.
“Pero no se contentó el Imperio con castigar al pueblo y tratar de ablandarlo y separarlo de su apoyo a la Revolución provocando hambre y sufrimiento.
“En marzo de 1960, hace exactamente medio siglo, la Casa Blanca aprobó el “Programa de acciones encubiertas contra el régimen de Castro”. Una gran parte de su texto sigue siendo secreta hasta ahora. Apenas unos pocos párrafos aparecieron en el voluminoso libro con documentos desclasificados que publicó el Departamento de Estado en 1991.
“Pero lo poco que revelaron es muy ilustrador. La esencia del Programa sería “la creación de una oposición” dentro de Cuba que actuaría bajo el “control y dirección del exterior” y el desarrollo por el gobierno de Estados Unidos de “una poderosa ofensiva de propaganda a favor de esa oposición.”
“En la reunión en la que fue aprobado dicho Programa el Presidente Eisenhower hizo jurar a todos los participantes que jamás reconocerían haber escuchado lo que allí se dijo ni haber leído lo que allí leyeron. Insistió sobre todo en garantizar “que la mano de Estados Unidos no aparezca” que “permaneciera oculta” en las tales operaciones encubiertas. Como si esto fuera insuficiente al siguiente día el Presidente instruyó al Director de la CIA a que nunca más presentase al Consejo Nacional de Seguridad documentos relativos a sus planes secretos contra Cuba.
“Eso sucedió cuando la Revolución daba apenas sus primeros pasos. La mayoría de los actuales pobladores de (nuestra) isla aún no habían nacido. Todos (hemos) tenido que vivir, todo el tiempo, bajo la amenaza del exterminio y asediados también por una odiosa ofensiva de mentiras y calumnias. (Todos, los que hicieron la revolución, sus hijos, sus nietos y hasta los bisnietos. Yo nací después de implementadas las primeras medidas de bloqueo y las primeras campañas de falsedades. Mi hija nació bloqueada y difamada. Mis nietos van a nacer también en esas circunstancias. ¿Por qué?)
“Poco han cambiado las cosas desde entonces, (prosigue Alarcón). En rigor el único cambio verdadero ha sido que a las acciones encubiertas, nunca interrumpidas en cincuenta años, se agregan las que se realizan públicamente con insolente desvergüenza. El presupuesto de gastos de la CIA es, desde luego, secreto. Pero los fondos de la AID y otras entidades destinados a socavar a la Revolución cubana son aprobados por el Congreso norteamericano…”
Como se aprecia, ese antiamericanismo fingido del que se nos acusa para desviar la atención de las metas a que históricamente hemos aspirado tiene un sólido origen en la historia, que no es por cierto antiamericanismo como lo ha demostrado el pueblo cubano, sino antimperialismo raigal, que nace de Bolívar y se hace convicción en José Martí, y que refleja nuestras ansias de independencia y libertad verdaderas, sin mengua ni manchas, sin apéndices constitucionales ni bases militares: voluntad soberana de existir bajo el mismo sol, vecinos que se deben idénticos respetos a la libre determinación de sus respectivos pueblos.
De ahí la actualidad que reviste en medio de estos bicentenarios aquella máxima martiana expresada en su ensayo capital Nuestra América: “Jamás hubo en América, de la independencia a acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que Estados Unidos potente, repleto de productos invendibles y determinado a extender sus dominios en América, hace de las naciones americanas de menos poder, ligado por el comercio libre y útil con los pueblos europeos para ajustar una liga contra Europa y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.”
Acéptense esas palabras en su literalidad y permanencia. En esta brega de dos siglos unos, de casi siglo y medio otros, todos vemos cómo la gran carta de la dominación: de España sobre los pueblos originarios, de Estados Unidos sobre las repúblicas mestizas de hoy, ha sido siempre la exacerbación del odio y las divisiones entre nosotros, el fomento del ocio vil que corrompe y de la codicia que desata los más bajos instintos, el aliento a los oligarcas apátridas y anexionistas (opción que hoy se expresa de muchas formas) y junto con ello, la defensa irrestricta de los privilegios de los pocos, del analfabetismo, de la pobreza y la inequidad de los muchos, haciéndonos creer que es el castigo por nuestros pecados, que Dios nos ha enviado en nombre de la libertad y la democracia. (Pongámosle fin a lo que le ha dado el triunfo a nuestros adversarios).
Por ello, los invito a usar con todas sus fuerzas la imaginación y creer después de escucharlo, que este diálogo que les propongo entre Simón Bolívar y José Martí, surgido de un cruce actual de textos históricos de ambos, pudo tener, ha tenido, tiene lugar ahora entre las altas cumbres andinas, en el torbellino de las aguas amazónicas y los oleajes del Caribe, en las selvas centroamericanas y en los vientos oceánicos que ascienden desde el estuario de La Plata hasta la gran meseta sudamericana y la Patagonia, para que nosotros aquí, en esta Universidad, y en cualquier lugar de América, renovemos nuestra fe:
Martí se dirige al Libertador: “Todo nuestro anhelo está en poner alma a alma y mano a mano los pueblos de nuestra América Latina. Vemos colosales peligros, vemos manera fácil y brillante de evitarlos; adivinamos en la nueva acomodación de fuerzas nacionales del mundo, siempre en movimientos, y ahora acelerados, el agrupamiento necesario y majestuoso de todos los miembros de la familia nacional americana. Pensar es prever. Es necesario ir acercando lo que ha de acabar por estar junto”.
El venezolano reitera su credo: “Usted sabe que en el Norte están todos los peligros”.
El cubano se identifica: “No sólo pienso yo lo mismo que usted... y temo lo que usted y sé sobre los cuervos lo que usted sabe, sino que mi opinión actual sobre el trabajo urgente que nos cumple hacer, proviene precisamente del conocimiento de ese grave peligro, y tiene, como una de sus principales razones el objetivo de irle poniendo valla de antemano”.
Bolívar explica su alarma: “Nunca he considerado un peligro tan universal como el que amenaza ahora a los americanos”.
Martí afirma: “Sólo una respuesta unánime y viril para la que todavía hay tiempo sin riesgo, puede libertar de una vez a los pueblos españoles de América de la inquietud y perturbación, fatales en su hora de desarrollo, en la que tendría sin cesar, con la complicidad posible de las repúblicas banales o débiles, la política secular y confesa del predominio de un vecino pujante y ambicioso, que no los ha querido fomentar jamás, ni se ha dirigido a ellos sino para impedir su extensión, como en Panamá, Santo Domingo, Haití y Cuba, o para cortar por la intimidación sus tratos con el resto del universo”.
Bolívar no deja de preocuparse: “Estados Unidos parece destinado por la providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad”.
Pero Martí insiste: “Los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que más se aparten de Estados Unidos. Nuestras tierras son ahora, precisamente, motivo de preocupación para Estados Unidos… El desdén del vecino formidable que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, por que el día de la vista está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto para que no la desdeñe”.
Bolívar razona: “Un vasto campo se presenta delante de nosotros, que nos convida a ocuparnos de nuestros intereses; y bien que nuestros primeros pasos han sido tan trémulos como los de un infante, la rigurosa escuela de los trágicos sucesos han afirmado nuestra marcha habiendo aprendido con las caídas dónde están los abismos; y con los naufragios dónde están los escollos. Nuestra empresa ha sido a tientas, porque éramos ciegos; los golpes nos han abierto los ojos; y con la experiencia y con la vista que hemos adquirido, ¿por qué no hemos de salvar los peligros de la guerra, y de la política, y alcanzar la libertad y la gloria que nos esperan por galardón de nuestros sacrificios? Estos no han podido ser evitables, porque para el logro del triunfo siempre ha sido indispensable pasar por la senda de los sacrificios.
Y Martí responde optimista: “De todos los peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril”.
Entonces el Libertador pregunta al Apóstol: “¿Quién resistirá a la América reunida de corazón, sumisa a una ley y guiada por la antorcha de la libertad?”… “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Desde luego, los señores americanos serán sus mayores opositores, a título de la independencia y la libertad, pero el verdadero título es por egoísmo”.
Y el Apóstol le responde convencido: “Los pueblos… de América han de volverse a juntar pronto donde se vea, o donde no se vea. El corazón se lo pide. Unos piafan, otros vigilan, otros temen, pero todos oyen en el aire, la voz que los manda ir de brazo por el mundo nuevo”.
Ambos se abrazan y se dicen el uno al otro: “Hagamos que el amor ligue con un lazo universal a los hijos del hemisferio de Colón, y que el odio, la venganza y la guerra se alejen de nuestro seno y se lleven a las fronteras a emplearlos contra los tiranos”. “Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo del mar hace la cordillera del fuego andino. ¡Los flojos, respeten, los grandes, adelante! Esta es tarea de grandes”.
Hermanos salvadoreños y demás compatriotas de Nuestra América:
Nos reunimos en esta Universidad y en esta cátedra bolivariana del Bicentenario gracias a que la perseverancia ha prevalecido sobre el acoso y el cansancio, gracias a que el heroísmo de nuestro pueblo ha sido premiado por el salvadoreño y por todos los demás hermanos de Nuestra América, gracias a que ningún bloqueo, por genocida que sea, ha podido rendirnos por hambre y enfermedades; gracias a que tenemos hoy héroes de carne y hueso, como los de ayer, aunque los encierren injustamente en cárceles imperiales. Nada ni nadie ha sido ni será olvidado. Si nuestra opción fuera el olvido habríamos desaparecido con nuestra epopeya, nuestra cultura y nuestras tradiciones, y nadie daría por nosotros una sola gota de la generosidad de que hemos sido beneficiados. Conscientes del momento histórico, de los riesgos que corre nuestra especie ante el peligro de un holocausto nuclear, del significado de una revolución verdadera y de que nuestra Patria es la humanidad, pero es, ante todo, Nuestra América, nos empeñamos en la tarea de los grandes.
¡Hagámosla juntos!
Muchas gracias
¡Viva la Madre América!

Conferencia dictada en la Cátedra Bolivariana de la Universidad de El Salvador, dentro del ciclo de Conferencias sobre los bicentenarios americanos. San Salvador, 21 de octubre de 2010


FUENTES:
Acosta de Arriba, Rafael: Céspedes hoy. En La Jiribilla. La Habana, Año I, No. 45, 2002
-------------- Carlos Manuel de Céspedes, encrucijada de signos. En La Jiribilla. La Habana, Año III, No. 128, 2003
Alarcón de Quesada, Ricardo: Cuba: el otro bicentenario. Palabras de Clausura en el Coloquio Internacional “José Martí: Unidad y Revolución”, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1ro de abril de 2010
Castro Ruz, Fidel: Discurso en el XI aniversario de los sucesos del 13 de marzo de 1957. Universidad de La Habana, 13 de marzo de 1968. En Internet: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1968/esp/f130368e.html  
-------------- Discurso en la velada conmemorativa de los cien años de lucha. La Demajagua, Manzanillo, 10 de octubre de 1968. En Internet: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1968/esp/f101068e.html
Céspedes y Quesada, Carlos M.: Manifiesto del 10 de Octubre.
Henríquez Lagarde, Manuel: El eco de un grito. En La Jiribilla. La Habana, Año III, No. 127, 2003
Leal Spengler, Eusebio: El futuro pertenece a los que tienen fe. En La Jiribilla. La Habana, Año I, No. 23, 2001.
Loyola, Oscar: El 10 de octubre de 1868: revolución social y guerra anticolonial. En La Jiribilla, La Habana, Año III, No. 127, 2003
Martí Pérez, José: Nuestra América. Oficina del Historiador de la ciudad de La Habana, La Habana, 1998.
Rodríguez Almaguer, Carlos: Los héroes de la Patria. En La Jiribilla. La Habana, Año VIII, No. 465, 2010.
Rosales Capote, Alexei: Un diálogo entre Bolívar y Martí. Editorial Capiro, Santa Clara, 2003. En Internet: http://www.simon-bolivar.org/Principal/bolivar/un_dialogo_bol-y-mar.html#inicio



[1] Los paréntesis son acotaciones de Pedro P. Prada a los textos citados.

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