lunes, marzo 11, 2013

MEMORIAS DE CARACAS Y JUAN CON TODO

Caracas apareció turbulenta en las noticias el 4 de febrero de 1992, como una conjura inexplicable, que no podía entender cuando mi horizonte inmediato se circunscribía a cumplir la decisión de cerrar la corresponsalía de Granma en una Moscú derrotada por los errores, las traiciones y las conspiraciones, y alistar mis maletas de regreso a la Patria, con una mezcla pura de rabia y fe en que los cubanos no talaríamos nuestras propias palmas. Estuve mucho tiempo concentrado en eso, como para percatarme en diciembre de 1994 de la trascendencia de la visita a Cuba y a Fidel del autor del golpe cívico militar de aquel invierno.
Pisé Caracas por primera vez una noche de octubre de 1995. El periodista ya era, además, diplomático. Venía de San Carlos de Barriloche, donde el barbudo hidalgo verde olivo se había batido contra los gigantes neoliberales que pretendían persuadirlo de que todo estaba perdido y no tenía sentido insistir en las utopías; pero donde también había visto llegar a miles de peregrinos de todo el mundo para decirle que a los cubanos no nos estaba permitido cejar en el empeño, porque éramos su última esperanza.
 Camino del aeropuerto de Maiquetía a la ciudad, exigí hasta la pedantería a mi anfitriona y colega, la hoy embajadora Ileana Díaz Arguelles, visitar la plaza Bolívar. Me complació en aquel momento, cuando casi apagaban los faroles y el fantasma del Libertador se bajaba del caballo para curar las heridas de los infelices que dormían bajo los laureles. Regresé con el sol del siguiente día a ese espacio diminutamente inmenso donde el padre Simón habita entre bandadas de niños y palomas, y se inclina afectuoso sobre sus hijos que acuden a visitarlo, como lo hizo ante aquel viajero que llegó a verlo sin quitarse el polvo del camino ni preguntar dónde se comía ni dormía.
 Languidecía la IV República entre la opulencia de los rascacielos y autos y los candiles de los cerros circundantes, donde titilaba la fe viva de que en la oscuridad de aquellas largas noches, “los bravos guerreros se preparaban”. El esposo de Ileana me llevó al balcón del apartamento y me mostró aquella impresionante imagen: “Prada, cuando esa gente decida bajarse de los cerros, será de nuevo Ayacucho”. En política y diplomacia la metáfora es tan importante como en la poesía. El futuro estaba ante mis ojos y no en las noticias de Miraflores.
 Las elecciones de 1998 y la victoria del candidato antisistema en Caracas se colaron también en las noticias, cuando debía prestar toda mi atención a lo que estaba ocurriendo en los Balcanes, donde se caían al fin todas las hojas de parra y los imperios –el norteamericano y el europeo- se concertaban para destruir y desmembrar a una nación soberana que había sobrevivido al Armagedón socialista del viejo continente. Hugo Chávez, con la bravura del toro o la frescura de la garza llanera, del alazán enjaezado o sin doma ni bridas, según el caso, irrumpió en nuestras vidas y recordé la premonición de los cerros encandilados de la capital venezolana.
 Volví a Caracas en 2007, cuando el sueño ya no lo era tanto; cuando los golpes de Estado y los mayores riesgos habían quedado atrás de la mano del pueblo; cuando el amanecer era algo más que un fenómeno astral y se había convertido en una alternativa y una alianza que rescataba la promesa de la Carta de Jamaica y del Congreso anfictiónico de Panamá y escribía los párrafos inconclusos de la Carta a Manuel Mercado; cuando los candiles del Ávila habían sido sustituidos por lámparas ahorradoras; cuando hasta en la alcaldía majunchera de Chacao los carajitos olvidados sonreían rebosantes de salud y letras, porque donde el alcalde no ponía obra, allá iba Chávez multiplicador y multiplicado, con su séquito de pueblo y su torrente de razones, con sus rezos y coplas, expresiones genuinas de un genio único. Yo, “alemán del Caribe”, como cariñosamente se burlaban los venezolanos de nuestra cubana puntualidad y organización, pude rescatar así la irreverencia de mis ancestros, que habían asombrado casi medio siglo antes al mundo con una revolución vertiginosa e inencasillable en manuales y teorías.
 Regresé a Caracas otras veces. Siempre repetía el rito de visitar la santa estatua de Bolívar y pararme ante él en silencio, como el primer viajero. Pero el Libertador ya no fantasmeaba. Sonreía severo y malicioso, así, de lado, como hubo de estarlo cuando comprobó que su hueste mestiza y desigual en armas y ropas, había quebrado la corona del águila ibérica en Carabobo. Las carcajadas iban y venían a ambos lados del Caribe. Y hasta parecía que José Martí, quien de sufrir por Cuba y su América guardó con pudor todas sus sonrisas, se desbocaba ahora también en algazaras.
 Pero a veces resultó al revés. Caracas se iba a La Habana, con toda Venezuela sembrada en la voz y la vida de Chávez, que sufría como propias nuestras angustias de país bloqueado y en crisis, nuestras flaquezas naturales y nuestros errores humanos, y que como Miranda el pionero, quería dar todo de sí por nosotros y por los demás; y Fidel debía contenerlo, Raúl debía explicarle, y la gente nuestra debía demostrarle que podíamos resistir, porque para eso habíamos sido hechos, pero que él nos necesitaba más a nosotros para subir la escarpada cuesta de los Andes con todos nuestros pueblos a cuestas, porque ese y no otro era el destino de Venezuela… y el de Cuba.
 El día que llegó la primera noticia de su enfermedad, resurgió ante nosotros la letra menuda del Che en su despedida, advirtiendo de la inevitabilidad de las emboscadas mortales en el camino revolucionario hacia la victoria. Y junto con la inquietud por el futuro vimos irse juntando, como las piezas de un rompecabezas que a simple vista parecía desparramado, la formidable obra del Comandante-Presidente. Entonces hubo certeza de que cuando llegara la hora de la inevitable partida, la obra estaría hecha y los pueblos no serían ya nunca más un racimo, como quedaron una vez al pie del lecho postrero de Santa Marta, sino un haz de luz nuevo y luminoso, que marcaba la ruta de una nueva época, aquí y en el mundo. A fin de cuentas, como en 1967, cuando partió el comandante amigo, el comandante presidente ya estaba en todas partes: “…En el indio / hecho de sueño y cobre. Y en el negro / revuelto en espumosa muchedumbre, / y en el ser petrolero y salitrero, / y en el terrible desamparo / de la banana, y en la gran pampa de las pieles, / y en el azúcar y en la sal y en los cafetos…”.
 Y hoy, que dicen que no está, que se ha ido, que la incertidumbre y el temor a Dios deben reinar, que es la oportunidad para regresar a lo vencido, para transitar a no se sabe dónde, y hasta aparecen compañías y consejeros funerarios como aves carroñeras, la gente llora y ríe, grita y canta, reza y blasfema, y no hay coros luctuosos sino joropos e himnos inundando el aire, y no se entiende. Y oligarcas, grandes medios y emperadores quieren dictar el futuro, y se dan cuenta que no tienen las claves de la humana marea roja, porque las perdieron al paso resplandeciente del Presidente de los pobres, de San Chávez, del Libertador del Siglo XXI, de mi coronel, mi comandante, mi presidente; de ¡mi corazón de pueblo! Y nos dicen Cubazuela o Venecuba, como si fuera ofensa. Y nosotros elevamos la parada y decimos: ¡Patria grande! Y el barbudo hidalgo verde olivo que nunca ha tenido frenos en la palabra, calla, y acogemos su silencio como señal, convertimos las lágrimas en letras, en ideas, en actos, y entre hombres, sin remilgos, nos mandamos un beso, porque amor con amor se paga, o se premia. Y aquellos versos de Guillén que casi se nos habían desdibujado, vuelven a tener sentido, porque también, gracias a Hugo, nos hemos vuelto a sentir Juan con todo, plenos del gusto de andar por nuestro país y nuestra región, dueños de cuanto hay en ellos, mirando bien de cerca lo que antes no tuvimos ni podíamos tener, podemos decir zafra, monte, ciudad, ejército, pero también salud, educación, ciencia, fábrica, petróleo, ¡patria!,  ya nuestros para siempre “…y un ancho resplandor de rayo, estrella, flor”.

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