La reapertura de la Embajada de Cuba en El Salvador deparó a los
integrantes de esa misión estatal y a muchos salvadoreños una sorpresa que ni
los que más conocían de las relaciones entre los dos países la sospechaban.
El 8 de enero,
cuando se conmemoraba el 51 aniversario de la entrada triunfal a La Habana del
Ejército Rebelde encabezado por Fidel, en San Salvador se concluía con una
sencilla ceremonia el proceso de establecimiento de la misión estatal de nuestro país la izada de la Bandera de la estrella solitaria, el canto del Himno de
Bayamo, la firma del Código de Ética por parte de los compañeros. Hasta ahí
todo debió ser un acto íntimo, de compromiso con la patria y el pueblo, que
tenía solo de testigos a una representación de la brigada médica que trabaja en
este país desde el pasado mes de noviembre, tras el azote de la tormenta Ida.
Los salvadoreños
se encargarían de hacer la jornada especialmente significativa: primero fue la
fuerte insistencia en ser testigos de la ceremonia. Llegaron el canciller Hugo
Martínez, todos los viceministros de Relaciones Exteriores, representantes del
FMLN, de la Asamblea Legislativa, de la Coordinadora de solidaridad con Cuba,
de los médicos y familiares de estudiantes de la ELAM. Algunos se trajeron a
sus cónyuges cubanos. Sin embargo, se guardaban algo más:
De entre los
invitados surgió entonces el compañero Atilio Montalvo, el veterano combatiente
del FMLN conocido como “Chambita Guerra”, quien desenfundó, ante la emoción y
sorpresa de todos, el escudo que, hasta el cierre y la expulsión de sus
diplomáticos en marzo de 1961, identificó a la misión de Cuba en El Salvador.
Nuestro entonces embajador Roberto Lassale del Amo y su esposa, que habían
llegado a la capital salvadoreña el mismo día en que ocurría un golpe militar,
no pudieron y no quisieron presentar credenciales ante los golpistas, salvaron
milagrosamente sus vidas por una foto en los periódicos, fueron acosados por los
militares, y pocas semanas después de su llegada fueron forzados a dejar la
plaza.
La secretaria de
la misión, una joven estudiante y comunista salvadoreña, que ya andaba en
tareas clandestinas y respondía al seudónimo de Elisa Meza (el cual hoy lleva
con orgullo como nombre oficial), fue forzada a exiliarse, logrando rescatar
antes algunos papeles que devolvió tan pronto pudo al MINREX en nuestro país,
donde el Canciller Roa la acogió como empleada de Protocolo. Ella logró volver
una noche al apartamento del edificio San Carlos, hoy demolido por un
terremoto, y encontró la puerta rota y todo saqueado adentro.
Lo que Elisa no
conocía era que en aquel año terrible, cuando el golpe y la oligarquía se
subordinaban a los vergonzosos designios yanquis de romper con Cuba, Pablo
Ortega, un cubano exdiplomático, casado con una salvadoreña y que a esa altura
de su vida había estado trabajando ad honoren, es decir, sin remuneración, para
ayudar a la legación (así se le denominaba a la sede), logró rescatar del
saqueo de los cuerpos represivos y de seguridad el escudo de la misión para
reintegrarlo un día a sus legítimos representantes. Ortega murió en los años
setentas y su hijo Carlos Mauricio guardó el secreto ¡y el escudo!
A partir de ahí
el simbólico emblema fue pasando de mano en mano, escondido en maletas,
clósets, bodegas, desvanes, ¡hasta bajo tierra! Un pacto de silencio lo
acompañaba, por aquello que Martí había logrado resumir: “hay cosas que para
lograrse han de andar ocultas”. Solo podían saber de su existencia el que lo
entregaba y el que lo recibía. Nadie más. Así, si capturaban a alguien de la
cadena, no podrían dar fácil con la adarga. Incluso, durante los últimos veinte
años, ya bajo otras condiciones políticas, el escudo siguió viajando silenciosamente
de centinela en centinela. Solo se conocen los dos últimos: José María
Monterrey y el propio Atilio. Ni los más altos jefes de la Comandancia, y luego
de la Coordinación nacional del FMLN, que tanto y tan cerca han estado de Cuba
y de Fidel a lo largo de años, supieron nunca de su existencia.
No se trataba de
un acto de desconfianza. Salvador Sánchez Cerén, el mítico Leonel de la
insurrección y hoy Vicepresidente de la República, razonaba al conocer después
la noticia: “esa es nuestra gente y el amor y lealtad que siente por Cuba”. Esa
lealtad brota desde las guerras de independencias, cuando patriotas
salvadoreños escoltaron a Antonio Maceo en su paso por tierras
centroamericanas. Se extiende en la ayuda que brindaron al Che los campesinos
de la frontera de Atiquizaya, en Ahuachapán, cuando transitaba hacia la
Guatemala de Jacobo Arbenz en 1953. Se manifestó en la protección y amor que
los cuzcatlecos brindaron a los exiliados cubanos que luchaban contra Batista,
de la que quedó como símbolo la figura del comandante Feliciano, hijo salvadoreño
de uno de ellos. Se expresó en los versos desafiantes de Roque Dalton y su
estrofa lapidaria: “dos patrias tengo yo, Cuba y la mía”.
Por la primera
inspección ocular, a través de lo que muestran las capas de pintura, el escudo
parece ser el mismo que en los años treinta del siglo XX identificó al
Consulado de Cuba en San Salvador, convertido, desde fines de los años
cuarentas en Legación de Cuba en El Salvador, hasta su cierre. El esmalte se ha
cristalizado y en muchos lugares, como en el gorro frigio, saltó totalmente,
dejando visible la chapa galvanizada. En algunos lugares, al simple tacto,
pequeñas escamitas se pegan en los dedos. Quizás las particularidades del clima
local ayudaron a su preservación después de tantos años, impidiendo la
corrosión del metal, que habría dañado aún más a la pintura. Requiere un
cuidadoso trabajo de restauración y conservación.
Al agradecer el
gesto, el Embajador de Cuba en El Salvador, tocado por la emoción, evocó la
historia de los espartanos, que volvían de la guerra con el escudo o sobre
este, pero hacía una salvedad: el escudo que salvadoreños y cubanos
reintegraban a la República de Cuba, lo hacía en alto y en sus brazos, y sobre
él, reposaban orgullosamente en paz, todos los muertos de las batallas que
ambos pueblos han librado.
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