martes, enero 12, 2010

CUBA, CON EL ESCUDO EN SAN SALVADOR


La reapertura de la Embajada de Cuba en El Salvador deparó a los integrantes de esa misión estatal y a muchos salvadoreños una sorpresa que ni los que más conocían de las relaciones entre los dos países la sospechaban.
El 8 de enero, cuando se conmemoraba el 51 aniversario de la entrada triunfal a La Habana del Ejército Rebelde encabezado por Fidel, en San Salvador se concluía con una sencilla ceremonia el proceso de establecimiento de la misión estatal de nuestro país  la izada de la Bandera de la estrella solitaria, el canto del Himno de Bayamo, la firma del Código de Ética por parte de los compañeros. Hasta ahí todo debió ser un acto íntimo, de compromiso con la patria y el pueblo, que tenía solo de testigos a una representación de la brigada médica que trabaja en este país desde el pasado mes de noviembre, tras el azote de la tormenta Ida.

Los salvadoreños se encargarían de hacer la jornada especialmente significativa: primero fue la fuerte insistencia en ser testigos de la ceremonia. Llegaron el canciller Hugo Martínez, todos los viceministros de Relaciones Exteriores, representantes del FMLN, de la Asamblea Legislativa, de la Coordinadora de solidaridad con Cuba, de los médicos y familiares de estudiantes de la ELAM. Algunos se trajeron a sus cónyuges cubanos. Sin embargo, se guardaban algo más:
De entre los invitados surgió entonces el compañero Atilio Montalvo, el veterano combatiente del FMLN conocido como “Chambita Guerra”, quien desenfundó, ante la emoción y sorpresa de todos, el escudo que, hasta el cierre y la expulsión de sus diplomáticos en marzo de 1961, identificó a la misión de Cuba en El Salvador. Nuestro entonces embajador Roberto Lassale del Amo y su esposa, que habían llegado a la capital salvadoreña el mismo día en que ocurría un golpe militar, no pudieron y no quisieron presentar credenciales ante los golpistas, salvaron milagrosamente sus vidas por una foto en los periódicos, fueron acosados por los militares, y pocas semanas después de su llegada fueron forzados a dejar la plaza.
La secretaria de la misión, una joven estudiante y comunista salvadoreña, que ya andaba en tareas clandestinas y respondía al seudónimo de Elisa Meza (el cual hoy lleva con orgullo como nombre oficial), fue forzada a exiliarse, logrando rescatar antes algunos papeles que devolvió tan pronto pudo al MINREX en nuestro país, donde el Canciller Roa la acogió como empleada de Protocolo. Ella logró volver una noche al apartamento del edificio San Carlos, hoy demolido por un terremoto, y encontró la puerta rota y todo saqueado adentro.
Lo que Elisa no conocía era que en aquel año terrible, cuando el golpe y la oligarquía se subordinaban a los vergonzosos designios yanquis de romper con Cuba, Pablo Ortega, un cubano exdiplomático, casado con una salvadoreña y que a esa altura de su vida había estado trabajando ad honoren, es decir, sin remuneración, para ayudar a la legación (así se le denominaba a la sede), logró rescatar del saqueo de los cuerpos represivos y de seguridad el escudo de la misión para reintegrarlo un día a sus legítimos representantes. Ortega murió en los años setentas y su hijo Carlos Mauricio guardó el secreto ¡y el escudo!
A partir de ahí el simbólico emblema fue pasando de mano en mano, escondido en maletas, clósets, bodegas, desvanes, ¡hasta bajo tierra! Un pacto de silencio lo acompañaba, por aquello que Martí había logrado resumir: “hay cosas que para lograrse han de andar ocultas”. Solo podían saber de su existencia el que lo entregaba y el que lo recibía. Nadie más. Así, si capturaban a alguien de la cadena, no podrían dar fácil con la adarga. Incluso, durante los últimos veinte años, ya bajo otras condiciones políticas, el escudo siguió viajando silenciosamente de centinela en centinela. Solo se conocen los dos últimos: José María Monterrey y el propio Atilio. Ni los más altos jefes de la Comandancia, y luego de la Coordinación nacional del FMLN, que tanto y tan cerca han estado de Cuba y de Fidel a lo largo de años, supieron nunca de su existencia.
No se trataba de un acto de desconfianza. Salvador Sánchez Cerén, el mítico Leonel de la insurrección y hoy Vicepresidente de la República, razonaba al conocer después la noticia: “esa es nuestra gente y el amor y lealtad que siente por Cuba”. Esa lealtad brota desde las guerras de independencias, cuando patriotas salvadoreños escoltaron a Antonio Maceo en su paso por tierras centroamericanas. Se extiende en la ayuda que brindaron al Che los campesinos de la frontera de Atiquizaya, en Ahuachapán, cuando transitaba hacia la Guatemala de Jacobo Arbenz en 1953. Se manifestó en la protección y amor que los cuzcatlecos brindaron a los exiliados cubanos que luchaban contra Batista, de la que quedó como símbolo la figura del comandante Feliciano, hijo salvadoreño de uno de ellos. Se expresó en los versos desafiantes de Roque Dalton y su estrofa lapidaria: “dos patrias tengo yo, Cuba y la mía”.
Por la primera inspección ocular, a través de lo que muestran las capas de pintura, el escudo parece ser el mismo que en los años treinta del siglo XX identificó al Consulado de Cuba en San Salvador, convertido, desde fines de los años cuarentas en Legación de Cuba en El Salvador, hasta su cierre. El esmalte se ha cristalizado y en muchos lugares, como en el gorro frigio, saltó totalmente, dejando visible la chapa galvanizada. En algunos lugares, al simple tacto, pequeñas escamitas se pegan en los dedos. Quizás las particularidades del clima local ayudaron a su preservación después de tantos años, impidiendo la corrosión del metal, que habría dañado aún más a la pintura. Requiere un cuidadoso trabajo de restauración y conservación.
Al agradecer el gesto, el Embajador de Cuba en El Salvador, tocado por la emoción, evocó la historia de los espartanos, que volvían de la guerra con el escudo o sobre este, pero hacía una salvedad: el escudo que salvadoreños y cubanos reintegraban a la República de Cuba, lo hacía en alto y en sus brazos, y sobre él, reposaban orgullosamente en paz, todos los muertos de las batallas que ambos pueblos han librado.

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