En su Canción en harapos, Silvio Rodríguez cuenta cómo desde una mesa repleta cualquiera decide aplaudir la caravana en harapos de todos los pobres pues, al fin, desde un mantel importado y un vino añejado se lucha muy bien.
La cuestión viene al caso a razón de las reflexiones de aquellos que desde su razón, juzgan, prejuzgan, condenan, a veces con pinceladas izquierdosas, colados en los ciberespacios de la izquierda planetaria para asumirse creíbles, sobre las reformas del Consejo de Ministros en Cuba.
No voy a incursionar en el derecho ajeno a la palabra, que termina donde empieza el mío, y viceversa. Solo pretendo alertar sobre la ligereza de argumentos, la aplicación voluntarista de paradigmas políticos y comunicacionales ajenos a la realidad cubana y las descalificaciones conclusivas y a priori sobre hechos acerca de los cuales carecen de absoluta información.
No voy a presumir de saber lo que no sé. Yo también deseo y merezco saber. Pero aún así, el desconocimiento me otorga el beneficio de la duda, esa triquiñuela del derecho y la razón que suele funcionar para todo el mundo, pero que nunca le es concedida como gracia a la revolución cubana, hasta que ésta pueda revelar sus verdades, sin riesgo para el país y su pueblo, y entonces, nadie la glosa: la verdad de Cuba nace condenada al silencio.
Me atengo en cambio a otra verdad demostrada por la vida y la historia. Los revolucionarios cubanos hemos cometido errores –de otra forma no sería posible-, pero si algo no le ha faltado a la Revolución, es una autovigilancia perenne de aquello que es su médula y la principal razón de su supervivencia: la ética. En ella ha estado siempre la salvación y en olvidarla, el fracaso.
En política, lo esencial es lo que no se ve. Nadie que no sepa lo que significa vivir toda tu vida en un país en guerra, al que no se le ha permitido realizar sus propios sueños y se le han distorsionado hasta lo indecible los proyectos y los caminos, ya fuera por el bloqueo, por la beligerancia armada o la más brutal confrontación ideológica y cultural, puede acercarse a pensar objetivamente lo ocurrido la pasada semana en La Habana.
En el año 2003 ocurrió otro tanto. De pronto, como ahora, alzaron su voz muchos de esos “amigos solidarios”, para quienes la revolución debe ser un sinflictivo paseo de Riviera, y no el hecho contradictorio, conflictivo, doloroso que por momentos resulta, como todo parto, sobre todo si es histórico. Para ellos desempolvo lo que escribí entonces y les regalo ahora esas razones:
Nosotros, los dolidos, seguimos[1]
En la primavera de 1961 mi madre comenzaba a sentir crecer la panza en la que vendría al mundo mi hermano. Mi padre hacía días que había salido de la casa vestido de uniforme y con arma. Comenzaron los disparos, las ametralladoras y el ruido de los aviones. Ella no sabía que estaban un poco lejos de la casa, solo atinó a llamar a una vecina cuyo marido también andaba movilizado, y asustadas y solas ambas, con sus respectivos bebés y nuevo embarazo, agarraron dos almohadas para protegernos, y se metieron con nosotros bajo la cama, pensando que un buen colchón podría protegerlas de desgracias. En la prensa posterior a ese día, 15 de abril de 1961, pueden hallarse los detalles, los heridos, los muertos, la impunidad de los aviones agresores enmascarados con insignias cubanas. Decían que era una rebelión El miedo le duró años, hasta que ya hombres, dejó de contárnoslo.
A Carlos Alberto Cremata Malberti, el padre de esa casa de amor, cultura y paz que es La Colmenita, lo conocí de niño por la vieja amistad de nuestras familias. Primero jugamos, y luego aprendimos y estudiamos juntos en una escuela de natación; nos volvimos a empatar en los camilitos. Un día lo vinieron a buscar. Después leímos el periódico: a Carlos Cremata Trujillo, su padre, el tipo más seriamente jodedor que había conocido, le arrebataron la vida con una bomba en el avión de Barbados. Acudí a la Plaza, con mis compañeros, y no lloré porque tenía demasiada rabia y miedo: rabia por no poder devolverle el padre a mi amigo. Miedo porque también podía perder el mío en similares condiciones.
En 1981 realizaba mis prácticas como periodista. De pronto nos vinieron a avisar: se necesitaba sangre en los hospitales. La gente se enfermaba de algo extraño y se moría. Vi pasar por mi lado los pequeños cadáveres. Vi a los médicos abatidos y a las enfermeras arrasadas en llanto sin poder impedir los desenlaces. Vi a una madre desmayarse y a una abuela extraviar los sentidos. Después se supo: el dengue hemorrágico, introducido en Cuba por manos terroristas pagadas por la CIA, había cercenado la vida a más de cien niños.
En 1994 y hace unas semanas, ante el secuestro de las lanchas de cabotaje de pasajeros de la Bahía de La Habana, también volví a sentir la extraña cosquilla del peligro: mi padre vive en Casablanca, cruza varias veces al día el canal de la rada. ¿Estaría en la lancha secuestrada? ¿Lo estarían encañonando con pistola o le tendrían puesto un cuchillo en el cuello? Es de los que no se doblega. Se rebelaría. ¿Qué pasaría?
Así vivo yo y viven mis hermanos, mis amigos, mis compañeros, mis vecinos, mi pueblo. ¿A quién más le duele?
* * *
En 1985 la contra nicaragüense y el ejército salvadoreño masacraban campesinos. El presidente Reagan y el Congreso yanqui les daban los millones. Los criminales eran los luchadores de la libertad. Los que se defendían eran los procomunistas –es decir, los malos.
En Angola, al gobierno del MPLA –por promarxista, según se decía-, le hicieron la larga guerra: primero en los setentas, para que no se creyera mucho la independencia arrancada a puro coraje negro al imperio portugués; luego en los ochentas. Los acusaban por lo mismo que a los sandinistas: ser parte del eje del mal. La guerra la lideraban Ronald Reagan y George Bush padre. El vehículo era la racista Sudáfrica: un puñado de blancos con ilícitas armas de exterminio en masa y secretas conexiones con Washington y Tel Aviv, humillando a cuarenta millones de negros.
El 25 de diciembre de 1991 fue el día en que, según dicen los que hoy la escriben, la historia se acabó: ese día arriaron la bandera roja del Kremlin. El socialismo que se proclamaba como único real y totémico pagaba por sus pecados
En 1989 escribí mi primera investigación periodística sobre el bloqueo. Hasta entonces había leído las enérgicas denuncias de Fidel y la enjundiosa obra del colega Nicanor Cotayo. Los estudios políticos y militares que había desarrollado a esa altura me indicaban que el bloqueo era una guerra. Costó trabajo persuadir de esa tesis. El artículo durmió seis meses en un file de la redacción: “el lenguaje podía crear alarma”. Empecé a visitar empresas: Alimport, Medicuba... Nos pusimos a sacar cuentas. Mientras más investigábamos más aparecía. Había historias que no podían medirse sino en angustias, serenidad y coraje: la ciudad de La Habana, de 2,5 millones de habitantes, a punto de quedar sin agua potable por habérsele prohibido al país comprar cloro; el sistema de salud a punto de quedar sin reservas de aminofilina para asmáticos por ser comprada la empresa suministradora; las FAR enviando urgente un avión a Europa a cargarlo de medicina para evitar la catástrofe.
* * *
Una cosa es escribir sobre las revoluciones y otra cosa es hacerlas.
Una cosa es militar en el humanismo desde la palabra y otra es luchar todos los días por los seres humanos.
Una cosa es lo obvio, lo epidérmico, el golpe de vista, la sensibilidad que aflora en una lágrima, la filantropía vital, el fruto de la desinformación que hemos criticado sin pensar que puede mordernos a nosotros mismos. Otra cosa es lo que dicta la conciencia cuando está limpia. Que fácil es, diría el poeta, agitar un pañuelo a la tropa solar, del manifiesto marxista y la historia del hambre, que fácil es suspirar ante el gesto del hombre que cumple un deber, y regalarle ropita a la pobrecita hija del chofer. Que fácil de enmascarar sale la oportunidad... ¡Qué bien prepara su barricada el pequeñoburgués!
¡Ah!, la lección de la flor que nadie aprende: lo esencial sigue siendo invisible a los ojos.
Por eso, mientras unos se quejan, otros se bajan y terceros vociferan, Cuba, dolida de los dolores que le causan ajenos, y de los suyos propios, sigue erguida con su juramento.
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[1] En la primavera del 2003, con alevosa y premeditada intención, según se sabe hoy, se concertaron un conjunto de acciones de los mercenarios pagados por el gobierno de Estados Unidos y la Unión Europea con las de grupos de delincuentes –verdaderos terroristas- que secuestraron embarcaciones y aeronaves poniendo en riesgo las vidas de seres humanos. Las autoridades cubanas fueron forzadas a convocar y conducir sumarios juicios públicos a unos y otros, con severas sanciones y la aplicación ejemplarizante, excepcional y por primera vez en muchos años, de la pena capital a quienes pusieron en riesgo las vidas de niños y mujeres en altamar. Enemigos y amigos (sin confirmar ni preguntar los porqués de las informaciones que desde la isla distribuían los grandes medios globalizados y sin siquiera comprobar las leyes de sus propios países) se apresuraron en dolorosa coincidencia a condenar y castigar. Para los cubanos, el dolor tenía un sentido diferente… El artículo forma parte del libro en preparación Crónicas del derrumbe: el regreso.
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