Estimados compatriotas
latinoamericanos y caribeños:
“Los hombres hacen su propia
historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas
por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”.
Eso dijo el moro Marx, a propósito
de otros sucesos europeos, cuando las imberbes repúblicas latinoamericanas
gateaban su primera mitad de siglo. Igual nos sirve para fijar un principio
universal: no se puede vivir al margen de los acontecimientos históricos,
aunque se les ignore.
Fidel Castro lo reafirma a su
modo: “Nosotros no podemos perdonarnos ignorar no ya nuestra historia, sino
incluso la historia de América Latina; nosotros no nos podríamos perdonar
ignorar siquiera la historia del mundo porque están asociadas. Seríamos
incompletos, estaríamos mutilados desde el punto de vista cultural si ignoramos
la historia del mundo. Esas tres historias tienen que estar muy presentes”.
¿Qué habría sido de nosotros sin
la independencia de las 13 colonias británicas, en 1776? ¿Cómo entendernos sin el
levantamiento de Tupac Amaru en Perú y la insurrección de los hermanos Katari
en lo que hoy conocemos como Bolivia? ¿Podemos evadir que cuando en París se
asaltaba La Bastilla, Tiradentes, en Minas Gerais, ya ordenaba la conspiración
antilusocolonial; o que en ese mismo tiempo Francisco de Miranda peregrinaba
por Europa en busca de apoyos al proyecto independentista latinoamericano? ¿Qué
sería de nosotros sin la revolución haitiana de 1790 y su triunfo heroico de
1804 –que la hace fuente de todo lo que después fue arroyo, río y mar? ¿Cómo
entendernos sin Bolívar en Ayacucho y San Martín en el cruce de los Andes, sin
Hidalgo dando el grito de Dolores y sin Morazán librando batallas y uniendo
voluntades en el istmo centroamericano? De todas esas aguas bebimos. Bebemos. Beberemos
siempre.
Cuando el cubano tiene al fin
noción de sí mismo y se propone hacerla valer, mira a ese entorno que se ha
independizado, escucha el reclamo de quienes como Bolívar, creen incompleta la
misión sin la independencia de las Antillas, y se lanza, como he dicho antes:
soldado y ciudadano –es decir, con las armas y las leyes de su República ¡en
armas!- a conquistar la redención. Pero Cuba no ha sido un pasajero más –el
penúltimo, mientras falte Puerto Rico- montado al carro de la independencia.
Cuba ha visto la fractura de la
Gran Colombia, ha conocido la explosión de la República confederada de
Centroamérica, ha visto a uruguayos, paraguayos y argentinos, chilenos,
bolivianos y peruanos enfrentados por la instigación de las compañías
petroleras y salitreras de Inglaterra y Estados Unidos. A ese cubano le
quitaron su lengua arahuaco-taína, le prohibieron hablar yoruba y congo, y lo
forzaron a hablar español. No quiere entonces que se extravíen las lenguas
originales y mestizas de sus hermanos, avasalladas por otra nueva, invasora, la
anglosajona
Los cubanos no nos
enteramos de toda esa dolorosa realidad por casualidad o por chismes: “Treinta y dos cubanos fueron generales en México. Uno fue
acogido como yerno del Benemérito de la Américas, Benito Juárez, y a él le
entregó sus documentos. En Centroamérica estuvieron y fueron maestros, con José
María Izaguirre y con José Martí. En el norte americano estuvieron al cuidado
de los más pobres, como Félix Varela enfrentado a la migración de los
irlandeses. En Colombia, estuvieron presentes fundando la prensa, con Manuel
del Socorro Rosario, extendiendo el ferrocarril con Manuel Hilario Cisneros.
Estuvimos en Venezuela, y el nombre de un cubano está escrito comandando una
división en Carabobo. Tres de nosotros están enterrados en el Panteón Nacional
en el Perú, considerados héroes de la patria peruana. Uno de los nuestros dio
su sangre y creó al héroe de Pichincha, Abdón Calderón. Su padre Francisco
nació en La Habana Vieja. Y el secretario de Faustino Sarmiento fue liberado
para luchar por la independencia de Cuba y se llamó Ramón Roa. Así
podría hacerse interminable esta relación.
Es decir, los
cubanos de entonces tenían muy claro que no venían ni de Rosseau ni de
Washington, sino que procedían de una acumulación de luchas y procesos
independistas regionales, a los cuales conocían desde su raíz y desde los
entresijos del nuevo poder. La gran lección de las guerras por la independencia
era que no bastaba con independizarse políticamente de España o Portugal, sino
que había que emanciparse en lo político, en lo económico y lo cultural. Por eso, nuestros primeros actos de independencia son de
ética y justicia: la liberación de los esclavos y la fundación de la República.
Por eso también, cuando Céspedes
en el 1868 de Yara, y José Martí en el 1895 de Playitas de Cajobabo, desatan
sus respectivas etapas de la guerra necesaria, había madurado en ellos, sobre
todo en el Apóstol, la necesidad de que a la descolonización sucediera una
verdadera emancipación, en la que los grandes actores de las rebeliones: los
ejércitos de mestizos, indios, negros y criollos que siguieron ebrios de fe a
sus paladines bolivarianos en el sur y morazanistas en el istmo, no quedaran
más al margen del cambio histórico; y su protagonismo no fuera suplantado por
el del capital que con voracidad sin límites se extendía por toda la geografía
de la región, devorando lo que los ibéricos derrotados abandonaban.
Por ello Martí
proclama la urgencia de una segunda independencia. Comprende el drama de
pobreza y opresión de los pueblos que antes protagonizaron las campañas
liberadoras y concluye –lo dice en 1880 ante los emigrados cubanos en Nueva
York- que es ese pueblo, la masa dolorida, el verdadero jefe de las revoluciones,
y que no podía existir independencia real con las miserias, los racismos y los divisionismos
que sacudían a las repúblicas hermanas, como lo reitera más tarde, en 1889,
durante la Conferencia Internacional Americana.
Es el mismo
Martí, o quizás uno aún mejor, que de ver las pugnas de partidos que dilapidan
la unidad de las independencias, cree con toda su fuerza en la preeminencia de otro,
diferente, no electoral, sino unitario, moral y revolucionario, y como tal lo
nombra: Partido Revolucionario Cubano. O es ya el visionario continental de la
unidad que pregunta: “¿A dónde va la América y quién la junta y guía?”, para
responder: “Sola, y como un solo pueblo se levanta. Sola pelea. Vencerá, sola”;
es el mismo veedor del tiempo que con angustia denuncia la voracidad imperial
estadounidense sobre nuestras tierras, esa que años más tarde, un dominicano
ejemplar, Juan Bosh, nos ayudaría a entender mejor.
Ese dilema de
independencia y libertad, como de independencia y emancipación, está en el
centro de la reflexión que quiero compartir con ustedes porque, además, hoy, 7
de diciembre, se cumple el 114 aniversario de la caída en combate del
Lugarteniente general del Ejército Libertador cubano, el mayor general Antonio
Maceo y Grajales, quien junto con Martí y el dominicano Máximo Gómez, capitaneó
aquella última etapa de luchas anticoloniales en Cuba, y fue, precisamente, una
de las figuras que con más claridad entendió el peligroso riesgo de dejar de
ser colonia sin poder disfrutar de una libertad plena, sobre todo, si, como se
percibía en nuestro caso, el destino manifiesto anunciaba sin pudor que,
liberada de España, Cuba debía inclinarse “naturalmente” hacia la Unión
Americana, único caso en que él, Maceo, se pondría del lado español.
La historia
le dio la razón al guerrero: año y medio después de su holocausto en Punta
Brava, estallaba el acorazado Maine en la bahía de La Habana, en un episodio
tan oscuro como los de Pearl Harbor, el golfo de Tonkin, el asesinato de
Kennedy o la caída de las torres gemelas, y que ni Wikileaks ha podido
desentrañar. Los heroicos mambises que
habían luchado treinta años por barrer al poder colonial eran impedidos de
entrar a las ciudades que tomaban con sus armas, mientras que la prensa de Cuba
y del mundo reportaba solo los desfiles de las “vencedoras” huestes invasoras.
Así, en una breve guerra contra España –la primera imperialista de la historia,
como la calificó Lenin- los Estados Unidos, ayudados de buena fe por los
cubanos que los creyeron solidarios, completaron al fin el centenario sueño de
apoderarse de Cuba.
Nada se había
logrado cuando tras treinta años de sangrienta lucha y cuatro de humillante ocupación,
se le ofreció a la isla el 20 de mayo de 1902 un simulacro de independencia,
con una Constitución dictada en Washington a una Asamblea Constituyente
nombrada desde el Congreso de ese país, con un apéndice constitucional que
enmendada el derecho soberano del nuevo Estado para conferir la entonces Isla
de Pinos a la jurisdicción yanqui, ceder el control del país a las fuerzas
armadas estadounidenses en caso que la Casa Blanca lo determinara, o arrendarle
a esta en perpetuidad y bajo presión nuestro propio territorio nacional. ¡Y por
si fuera poco, entronizar a un Presidente electo en su residencia en los
Estados Unidos, que arribó a La Habana el día en que los ocupantes arriaban su
bandera e izaban la cubana y se proclamaba la supuesta república.
Farsa tardía,
pues como se conoce, esa proclama había ocurrido 34 años antes, en los campos
de Cuba libre e insurrecta, sin el menor ápice de sombra a la dignidad patria.
Y lo habían hecho no patricios atrincherados en sus fortunas, sino patriarcas
que ofrendaron todas sus riquezas y hasta su vida en el altar de la libertad.
Eran estos últimos los que habían aprendido la lección sobre la necesidad de una
emancipación verdadera, que emanaba de las luchas independentistas
latinoamericanas, y no aquellos primeros, émulos de las oligarquías nacionales,
que a posteriori cercenaron las ansias de los libertadores, dejaron de lado a
los pueblos indios, negros, criollos ladinos, a las mujeres y a muchos otros, o
se mantuvieron al margen del proceso independentista mismo para preservar los
intereses económicos ya constituidos, muchas veces en alianza con capitales
foráneos.
De ahí que
Cuba pasara de una colonialidad a otra, al habérsele privado de aquella
emancipación que preconizaban Martí y Maceo, y que significaba librarse no solo
del colonialismo, sino del despotismo, de la ignorancia, de la miseria, hasta
llegar a la raíz. A la revolución martiana y maceísta, fundadora de la Patria,
había sucedido la reforma contrarrevolucionaria, esa vieja fórmula de los
mediocres y conservadores, enemigos perennes de lo radical, que ya fuera
vestidos de autonomistas o anexionistas, habían impedido en el pasado y se
aprestaban a hacerlo en lo inmediato el ascenso de las masas –“las turbas”- al
poder.
Uno de ellos,
José María Gálvez, se encargó de escribirlo de forma lapidaria en una carta que
se conserva como joya en la biblioteca del Congreso de Estados Unidos: “La
independencia absoluta es la ilusión de día fomentada por los ´patrioteros´ y
acariciada por una turba mulata. Conviene desvanecerla antes de emprender la
demostración de que a la anexión ha de llegarse de todos modos”.
Desde
entonces y a lo largo de todo el siglo XX, los cubanos tuvimos que lanzar
nuestra definitiva batalla por la independencia plena y por la emancipación
postergada. En esa ruta recibimos en la Isla los aires renovadores del
pensamiento político que provenían de Europa, por medio de la revolución
bolchevique, pero que también nos llegaban del México insurgente, o de aquella
Argentina, donde la reforma universitaria de Córdoba estremecía el edificio
continental de las ideas. De aquí y de allá los aires y los conceptos fueron
interpretados, mestizados o asumidos en correspondencia con la misma forma en
que se habían mesclado las sangres para crear un nuevo pueblo y una nueva
cultura.
Nuestra
visión de la emancipación comenzaba a enrutarse por los caminos que señalaba
Julio Antonio Mella a contrapelo y contracorriente del dictado de Moscú y de los
pactos de la Komintern. Esa visión emancipadora barría con todo atisbo de
mezquindad o egoísmos cuando miles de
cubanos se movilizaron en defensa de la república española, o cuando acogieron
a miles de judíos perseguidos por los nazis. De un lado, una vanguardia
revolucionaria avanzaba hacia su futuro, mientras que del otro, una
contrarrevolución elitista, entreguista y antinacional empujaba el país a la
dependencia más inimaginable. Y mientras, crecía en nosotros la convicción
martiana de que nuestra Patria era toda la humanidad.
Un documento
de 1957, elaborado por el Council on Foreign Relations, y convenientemente
silenciado por muchos historiadores, políticos y periodistas, retrata la época.
Cito: “Cuba ha sido probablemente en toda América el país donde la explotación
de nuestros monopolios y la intervención política y militar de nuestro gobierno
han sido más intensas y donde el pueblo ha sido más humillado”.
Debido a ello,
una revolución en Cuba no podía estar completa hasta conquistar la libertad y
emancipación de todos los cubanos, y ello no implicaba en sus orígenes la
proclamación de filiaciones ideológicas, sino soluciones prácticas. El programa
del Moncada era preciso en sus objetivos: resolver “El problema de la
tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el
problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud
del pueblo; he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran
encaminado resueltamente nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las
libertades públicas y la democracia política”
Pero lo que los patriotas cubanos no conocían aún era que ese programa
subvertía el orden que Washington había impuesto a las Américas, primero a
partir de tratados comerciales y de supuesta reciprocidad comercial (versiones
adelantadas de los actuales TLC), de los llamados tratados de asistencia
recíproca que enmascaraban las intervenciones militares, y luego, por medio del
sistema de control político organizado a través de las conferencias
panamericanas y, finalmente, a través de la Organización de Estados Americanos.
Al amanecer del 1 de enero de 1959, en Cuba celebrábamos sin saber que habíamos
sido condenados a morir desde mucho antes.
¿Por qué era malo emanciparse políticamente? ¿Por qué era indebido
emanciparse en lo cultural? ¿Por qué no se podía aspirar a la emancipación
económica y social?
¿Acaso no nos habían enseñado que no había un don mayor que la libertad?
¿Por qué la nuestra debía ser sesgada? ¿Por qué no podríamos elegir y construir
un modelo político propio, ni importado, ni impuesto? ¿Por qué no defender una
cultura nacional que fuera síntesis de lo mejor del mundo integrado al tronco
patrio, haciendo de lo vernáculo universal? ¿Por qué seguir encadenados a la
monoproducción y al monocultivo, a la monoindustria y, sobre todo, a que
nuestros capitales, nuestras finanzas y nuestras riquezas se esfumaran de
nuestros bancos para ir a parar a otros, extranjeros? A los cubanos, por lo
tanto, no nos bastaba con la redención, con izar y cantar sin mengua la bandera
y el himno. No, no eran suficientes un día de fiesta patria y 364 de tragedia.
Ya, en 1934, el sabio cubano y preceptor de muchos de los más grandes
líderes políticos de la primera mitad del siglo XX, Don Fernando Ortiz, hastiado
de la corruptela y desilusión de su tiempo, había demandado una Asamblea
constituyente que prescribiera la refundación de la nación mediante una
república unitaria y democrática, donde imperaran la igualdad, la dignidad y la
justicia para todos los seres humanos. Según Ortiz, en esa república la
propiedad dominante debía ser de bien público, y el Estado debía ser
representado no por partidos políticos electorales que en corto tiempo demostraron
su inviabilidad para Cuba, sino por un órgano electivo unicameral al que se
accediera por compromiso cívico y méritos de servicio al pueblo. En su idea,
ese órgano –Asamblea Nacional lo llamó- propiciaría una legitimidad democrática
funcional, equilibrada, donde el poder público, constituido sobre una amplia
base consensual, tendría derechos pero, sobre todo, enormes responsabilidades.
Ortiz no era marxista, pero alimentó en sus mejores discípulos el
conocimiento, estudio, reflexión y debate sobre esas ideas. De ahí que cuando
el pensamiento socialista comienza a abrirse camino en Cuba, no lo hace desde la
academia o el dogma, sino desde la vida. Ello explica por qué aquellas ideas
que algunos se empeñan en hacer “orientales”, se imbrican con lo mejor de sus
similares occidentales –desde Robespierre hasta Marx-, contando entre ellas,
también, con las de José Martí y Antonio Maceo, y más tarde, con las de Fidel
Castro y el Che Guevara.
Así llegamos a nuestro tiempo y a la inclaudicable vocación de los
cubanos por mantener la independencia y emancipación conquistadas, que a eso es
lo que nombramos “nuestro socialismo”. Cualquier simplificación que nos tacha
de fundamentalistas, fanáticos y locos por persistir en ideas supuestamente
derrotadas, como no se cansan de proclamar los medios de comunicación
oligárquicos, ignora el duro aprendizaje cubano de Maceo, resumido en aquella
hombrada suya de 1878, en el sitio de Mangos de Baraguá, cuando en medio de un
alto al fuego, el general español Arsenio Martínez Campos le propone una paz a
medias, sin independencia, y Maceo le devuelve la oferta, que no acepta.
Baraguá es también, por lo tanto, la ruta de nuestra emancipación: la
conciencia de que en Cuba no tienen futuro los pactos con el enemigo, que no
incluyan independencia verdadera, libertad definitiva y emancipación radical.
Por eso, cuando acosados por el derrumbe soviético y del este europeo y por la
larga guerra económica, comercial, financiera, política e informativa con que
los Estados Unidos quisieron ponernos de rodillas y tumbarnos como ficha del
domino que se caía en secuencia en otras geografías, los cubanos nos citamos en
aquel mismo lugar de Baraguá y, como refería Marx en el Dieciocho Brumario,
invocamos a nuestros muertos, en este caso, no para representar una mascarada
de la historia, sino para salvarnos de la muerte. Lo hacíamos convencidos de
que si la revolución cubana tenía un error grande que superar, era el de haber
creído que sabíamos cómo se construía el socialismo.
El Juramento de Baraguá fue preciso en fijar la ruta: “Cuba se descubre a
sí misma, su geografía, su historia, sus inteligencias cultivadas, sus niños,
sus jóvenes, sus maestros, sus médicos, sus profesionales, su enorme obra
humana producto de 40 años de lucha heroica frente a la potencia más poderosa
que ha existido jamás; confía más que nunca en sí misma; comprende su modesto
pero fructífero y prometedor papel en el mundo de hoy. Sus armas invencibles
son sus ideas revolucionarias, humanistas y universales. Contra ellas nada
pueden las armas nucleares, la tecnología militar o científica, el monopolio de
los medios masivos de divulgación, el poder político y económico del imperio,
ante un mundo cada vez más explotado, más insubordinado y más rebelde, que más
que nunca pierde el miedo y se arma con ideas…
Fíjense en este detalle: en el peor de los momentos, cuando los supuestos
paradigmas se desplomaban ante nuestros ojos, la revolución cubana disponía de
las reservas morales suficientes para hacer lo que siempre había dado sentido a
su razón de existir: como en 1960, como en 1969, y como en 1986, en 1992, en
medio de la peor crisis económica de nuestra historia, convocaba a una reforma
constitucional, y en 1993, a parlamentos obreros y populares para pensar todos
en las medidas que debía el gobierno adoptar para sacar al país de la crisis,
salvaguardar las principales conquistas del socialismo y avanzar hacia el
futuro posible.
Ese proceso tuvo episodios olvidados por otros, pero no para los cubanos,
que convocados a otra gran reflexión colectiva en 1997, vísperas del V congreso
comunista, entendimos las complejidades de aquel nuevo momento político y
económico, y los límites extraordinarios que se interponían en nuestras ansias
de lucha y redención. En esa ruta, durante el año 1999, los adversarios
cometieron la torpeza de secuestrar a un niño, que como en los mitos antiguos,
obró el milagro de reunir al pueblo cuando comenzaban a desgajarse algunas
esperanzas, y que nos las devolvió refundidas. Estábamos de nuevo juntos,
decidiendo los destinos de la Patria en el gran consenso y la unidad nacional.
Esa fue la hora de volver a Maceo y de renovar aquel Juramento de Baraguá al
que me referí, que también proclamaba:
“Tenemos derecho a la paz, al respeto de nuestra soberanía y nuestros
intereses más sagrados. Cuarenta años de infamia no han podido doblegar nuestra
voluntad de lucha. No nos hemos cansado, ni nos cansaremos…
“Los pretextos para un conflicto armado entre
Estados Unidos y Cuba es lo que más desean los traidores anexionistas. Esa
superpotencia solo es poderosa en el campo de las armas. En el de las ideas es
huérfanas y esta indefensa. Con inteligencias y con ideas lograremos nuestros
objetivos...
“Vamos a pulverizar su asquerosa hipocresía, sus groseras mentiras, sus
repugnantes y egoístas doctrinas imperialistas, con las que pretenden gobernar
el mundo. No les quedara ni la mínima credibilidad necesaria para engañar a
alguien en este país o en el resto del planeta…
“…En medio de esa lucha pacífica de ideas, nuestra vida seguirá adelante,
continuaremos nuestro épico esfuerzo por vencer las dificultades, por el
desarrollo económico y social de nuestra patria, excepto que se pretenda un día
la imposible y loca tarea de destruirnos por la fuerza, interrumpiendo la vida
normal de nuestro país. En ese caso, no habrá para los agresores un día de
tregua ni calma, y nada volverá a ser normal para ellos…
“A nuestros niños y adolescentes no les faltarán los espacios de recreación
sana y alegre, a la vez que enriquecedora de sus inteligencias y sus vidas.
Todo nuestro pueblo tendrá igual derecho y espacio para la alegría y a la vez
el constante incremento de sus valores morales y espirituales, con los cuales
sabremos garantizar el indispensable bienestar material que podremos conquistar
con nuestra inteligencia y nuestro trabajo...
Y es entonces que arribamos a este otro momento, en que consecuentes con esa proclama, decidimos continuar el proceso de reflexión
y construcción socialista, tarea que en los años noventas fue de salvación y
hoy es de actualización, y nos lanzamos contra todo riesgo a la autocrítica descarnada y al
mejoramiento nacional. A partir del 26 de julio de 2007, millones de cubanos
reunidos en asambleas laborales, estudiantiles y de vecinos produjeron siete
millones de planteamientos sobre los desafíos del socialismo en Cuba y sus
ideas sobre cómo hacerlo mejor, ¡siete millones! La mayoría de esas reflexiones
fueron encaminadas, pues atenían a dificultades solubles de forma inmediata en
el marco institucional vigente. Con el resto, se inició un nuevo debate, pero
auxiliado por la academia: economistas, politólogos, sociólogos… que son
también parte del inmenso capital humano forjado por la Revolución. Y ahora,
ese conocimiento procesado, sistematizado, concentrado, retorna a su fuente, al
pueblo, para que liderado por su vanguardia política, vuelva a debatirlo, a
polemizarlo, y proponerle al VI congreso de ese mismo partido, cuál será el
curso de acción futuro. Aquí sí no habrá paquetazos, ni campañas de promesas,
ni decisiones unipersonales. Así es como concebimos la democracia los cubanos.
Podemos entonces decir que Cuba, libre e
independiente, logró completar su emancipación política, su emancipación
cultural, y que hoy libra una batalla inmensa por completar la emancipación
económica. Lo hace de nuevo en condiciones adversas: en medio de un bloqueo
recrudecido que ha convertido la persecución de los activos cubanos en el mundo
en verdaderas operaciones mafiosas; lo hace a pesar de las consecuencias
negativas que a lo interno generaron en lo social las medidas de supervivencia
decretadas en los primeros años de lo que llamamos “período especial” y, como
si todo ello fuera poco, lo hacemos a contrapelo de la peor crisis económica y
financiera que azota al mundo globalizado.
Si lo podemos hacer es porque demostramos antes que
nuestra única opción era resistir; que someternos nuevamente a los poderes
hegemónicos no era nuestro futuro, y que esa resistencia, junto con la unidad,
habían sido la garantía de que todos los pronósticos y cábalas sobre nuestra
supervivencia hubieran fracasado.
Estamos conscientes de la relevancia de librar esta
batalla por la economía, por lo que lograrla, como ha dicho el presidente Raúl
Castro, “…constituye hoy más que nunca, la tarea principal y el centro del
trabajo ideológico de los cuadros, porque de ella depende la sostenibilidad y
preservación de nuestro sistema social”, y
debemos hacerlo, como enseña Fidel, “por nosotros mismos y con nuestros propios
esfuerzos”. Cualquier vulgarización
de las ideas y posibles medidas que se adopten en los próximos meses y años en
Cuba no tiene sentido: en economía las categorías productividad, eficiencia,
rentabilidad, ahorro, eficacia no tienen ideología política. Una empresa no es
buena o mala porque sea socialista o capitalista, sino porque genere riquezas y
no pérdidas. Lo que hace a la ideología es la prevalencia de una u otra forma
de propiedad y una u otra forma de redistribución de la riqueza social; y en
eso, que no quepan dudas, no andamos extraviados.
No corremos tras el posneoliberalismo o el
neocapitalismo. No propiciaremos la estabilización del capital transnacional
mediante un reciclado de la explotación territorial. No cambiaremos la cultura libertaria
y de derechos por otra mendicante. Tampoco esperamos a que el desarrollo se
derrame un día sobre nuestros bolsillos. El país trabajará más, tendrá mucho
más, pero no será jamás una sociedad de consumo. ¡Habrá más socialismo!
Desde esa perspectiva nos sumamos a la
conmemoración de los bicentenarios latinoamericanos, convencidos que así como
hemos recibido tanta generosidad y ternura de nuestros hermanos compatriotas de
la región, el fruto de nuestra pasión y esfuerzos abonará a esa aspiración de
completar la segunda y definitiva independencia de nuestra América. Sabemos que
no se puede hacer una segunda independencia sin escuchar al pueblo y que nunca
más estaremos solos, porque nunca más los pueblos de América lo permitirán.
Lo enseñaba Martí: “Ya no podemos ser el pueblo de
hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o
zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las
tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante
de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de
andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes!
Como en
Baraguá, ante la gloria inmortal de Maceo, hoy, día del 114 aniversario de su
caída en combate, ¡lo juramos!
Muchas
gracias
Conferencia dictada dentro del ciclo de charlas del Bicentenario de América Latina y el Caribe, organizadas por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la República. Museo Nacional de Antropología Dr. David J. Guzmán, San Salvador, 7 de diciembre de 2010
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