miércoles, diciembre 08, 2010

CUBA, DE LA INDEPENDENCIA A LA EMANCIPACIÓN

Estimados compatriotas latinoamericanos y caribeños:
 “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”.[1]
 Eso dijo el moro Marx, a propósito de otros sucesos europeos, cuando las imberbes repúblicas latinoamericanas gateaban su primera mitad de siglo. Igual nos sirve para fijar un principio universal: no se puede vivir al margen de los acontecimientos históricos, aunque se les ignore.
 Fidel Castro lo reafirma a su modo: “Nosotros no podemos perdonarnos ignorar no ya nuestra historia, sino incluso la historia de América Latina; nosotros no nos podríamos perdonar ignorar siquiera la historia del mundo porque están asociadas. Seríamos incompletos, estaríamos mutilados desde el punto de vista cultural si ignoramos la historia del mundo. Esas tres historias tienen que estar muy presentes”.[2]
 ¿Qué habría sido de nosotros sin la independencia de las 13 colonias británicas, en 1776? ¿Cómo entendernos sin el levantamiento de Tupac Amaru en Perú y la insurrección de los hermanos Katari en lo que hoy conocemos como Bolivia? ¿Podemos evadir que cuando en París se asaltaba La Bastilla, Tiradentes, en Minas Gerais, ya ordenaba la conspiración antilusocolonial; o que en ese mismo tiempo Francisco de Miranda peregrinaba por Europa en busca de apoyos al proyecto independentista latinoamericano? ¿Qué sería de nosotros sin la revolución haitiana de 1790 y su triunfo heroico de 1804 –que la hace fuente de todo lo que después fue arroyo, río y mar? ¿Cómo entendernos sin Bolívar en Ayacucho y San Martín en el cruce de los Andes, sin Hidalgo dando el grito de Dolores y sin Morazán librando batallas y uniendo voluntades en el istmo centroamericano? De todas esas aguas bebimos. Bebemos. Beberemos siempre.
 Cuando el cubano tiene al fin noción de sí mismo y se propone hacerla valer, mira a ese entorno que se ha independizado, escucha el reclamo de quienes como Bolívar, creen incompleta la misión sin la independencia de las Antillas, y se lanza, como he dicho antes: soldado y ciudadano –es decir, con las armas y las leyes de su República ¡en armas!- a conquistar la redención. Pero Cuba no ha sido un pasajero más –el penúltimo, mientras falte Puerto Rico- montado al carro de la independencia.
 Cuba ha visto la fractura de la Gran Colombia, ha conocido la explosión de la República confederada de Centroamérica, ha visto a uruguayos, paraguayos y argentinos, chilenos, bolivianos y peruanos enfrentados por la instigación de las compañías petroleras y salitreras de Inglaterra y Estados Unidos. A ese cubano le quitaron su lengua arahuaco-taína, le prohibieron hablar yoruba y congo, y lo forzaron a hablar español. No quiere entonces que se extravíen las lenguas originales y mestizas de sus hermanos, avasalladas por otra nueva, invasora, la anglosajona
 Los cubanos no nos enteramos de toda esa dolorosa realidad por casualidad o por chismes: “Treinta y dos cubanos fueron generales en México. Uno fue acogido como yerno del Benemérito de la Américas, Benito Juárez, y a él le entregó sus documentos. En Centroamérica estuvieron y fueron maestros, con José María Izaguirre y con José Martí. En el norte americano estuvieron al cuidado de los más pobres, como Félix Varela enfrentado a la migración de los irlandeses. En Colombia, estuvieron presentes fundando la prensa, con Manuel del Socorro Rosario, extendiendo el ferrocarril con Manuel Hilario Cisneros. Estuvimos en Venezuela, y el nombre de un cubano está escrito comandando una división en Carabobo. Tres de nosotros están enterrados en el Panteón Nacional en el Perú, considerados héroes de la patria peruana. Uno de los nuestros dio su sangre y creó al héroe de Pichincha, Abdón Calderón. Su padre Francisco nació en La Habana Vieja. Y el secretario de Faustino Sarmiento fue liberado para luchar por la independencia de Cuba y se llamó Ramón Roa[3]. Así podría hacerse interminable esta relación.
 Es decir, los cubanos de entonces tenían muy claro que no venían ni de Rosseau ni de Washington, sino que procedían de una acumulación de luchas y procesos independistas regionales, a los cuales conocían desde su raíz y desde los entresijos del nuevo poder. La gran lección de las guerras por la independencia era que no bastaba con independizarse políticamente de España o Portugal, sino que había que emanciparse en lo político, en lo económico y lo cultural. Por eso, nuestros primeros actos de independencia son de ética y justicia: la liberación de los esclavos y la fundación de la República.
 Por eso también, cuando Céspedes en el 1868 de Yara, y José Martí en el 1895 de Playitas de Cajobabo, desatan sus respectivas etapas de la guerra necesaria, había madurado en ellos, sobre todo en el Apóstol, la necesidad de que a la descolonización sucediera una verdadera emancipación, en la que los grandes actores de las rebeliones: los ejércitos de mestizos, indios, negros y criollos que siguieron ebrios de fe a sus paladines bolivarianos en el sur y morazanistas en el istmo, no quedaran más al margen del cambio histórico; y su protagonismo no fuera suplantado por el del capital que con voracidad sin límites se extendía por toda la geografía de la región, devorando lo que los ibéricos derrotados abandonaban.
 Por ello Martí proclama la urgencia de una segunda independencia. Comprende el drama de pobreza y opresión de los pueblos que antes protagonizaron las campañas liberadoras y concluye –lo dice en 1880 ante los emigrados cubanos en Nueva York- que es ese pueblo, la masa dolorida, el verdadero jefe de las revoluciones, y que no podía existir independencia real con las miserias, los racismos y los divisionismos que sacudían a las repúblicas hermanas, como lo reitera más tarde, en 1889, durante la Conferencia Internacional Americana.
 Es el mismo Martí, o quizás uno aún mejor, que de ver las pugnas de partidos que dilapidan la unidad de las independencias, cree con toda su fuerza en la preeminencia de otro, diferente, no electoral, sino unitario, moral y revolucionario, y como tal lo nombra: Partido Revolucionario Cubano. O es ya el visionario continental de la unidad que pregunta: “¿A dónde va la América y quién la junta y guía?”, para responder: “Sola, y como un solo pueblo se levanta. Sola pelea. Vencerá, sola”[4]; es el mismo veedor del tiempo que con angustia denuncia la voracidad imperial estadounidense sobre nuestras tierras, esa que años más tarde, un dominicano ejemplar, Juan Bosh, nos ayudaría a entender mejor.
 Ese dilema de independencia y libertad, como de independencia y emancipación, está en el centro de la reflexión que quiero compartir con ustedes porque, además, hoy, 7 de diciembre, se cumple el 114 aniversario de la caída en combate del Lugarteniente general del Ejército Libertador cubano, el mayor general Antonio Maceo y Grajales, quien junto con Martí y el dominicano Máximo Gómez, capitaneó aquella última etapa de luchas anticoloniales en Cuba, y fue, precisamente, una de las figuras que con más claridad entendió el peligroso riesgo de dejar de ser colonia sin poder disfrutar de una libertad plena, sobre todo, si, como se percibía en nuestro caso, el destino manifiesto anunciaba sin pudor que, liberada de España, Cuba debía inclinarse “naturalmente” hacia la Unión Americana, único caso en que él, Maceo, se pondría del lado español.
 La historia le dio la razón al guerrero: año y medio después de su holocausto en Punta Brava, estallaba el acorazado Maine en la bahía de La Habana, en un episodio tan oscuro como los de Pearl Harbor, el golfo de Tonkin, el asesinato de Kennedy o la caída de las torres gemelas, y que ni Wikileaks ha podido desentrañar.  Los heroicos mambises que habían luchado treinta años por barrer al poder colonial eran impedidos de entrar a las ciudades que tomaban con sus armas, mientras que la prensa de Cuba y del mundo reportaba solo los desfiles de las “vencedoras” huestes invasoras. Así, en una breve guerra contra España –la primera imperialista de la historia, como la calificó Lenin- los Estados Unidos, ayudados de buena fe por los cubanos que los creyeron solidarios, completaron al fin el centenario sueño de apoderarse de Cuba.
 Nada se había logrado cuando tras treinta años de sangrienta lucha y cuatro de humillante ocupación, se le ofreció a la isla el 20 de mayo de 1902 un simulacro de independencia, con una Constitución dictada en Washington a una Asamblea Constituyente nombrada desde el Congreso de ese país, con un apéndice constitucional que enmendada el derecho soberano del nuevo Estado para conferir la entonces Isla de Pinos a la jurisdicción yanqui, ceder el control del país a las fuerzas armadas estadounidenses en caso que la Casa Blanca lo determinara, o arrendarle a esta en perpetuidad y bajo presión nuestro propio territorio nacional. ¡Y por si fuera poco, entronizar a un Presidente electo en su residencia en los Estados Unidos, que arribó a La Habana el día en que los ocupantes arriaban su bandera e izaban la cubana y se proclamaba la supuesta república.
 Farsa tardía, pues como se conoce, esa proclama había ocurrido 34 años antes, en los campos de Cuba libre e insurrecta, sin el menor ápice de sombra a la dignidad patria. Y lo habían hecho no patricios atrincherados en sus fortunas, sino patriarcas que ofrendaron todas sus riquezas y hasta su vida en el altar de la libertad. Eran estos últimos los que habían aprendido la lección sobre la necesidad de una emancipación verdadera, que emanaba de las luchas independentistas latinoamericanas, y no aquellos primeros, émulos de las oligarquías nacionales, que a posteriori cercenaron las ansias de los libertadores, dejaron de lado a los pueblos indios, negros, criollos ladinos, a las mujeres y a muchos otros, o se mantuvieron al margen del proceso independentista mismo para preservar los intereses económicos ya constituidos, muchas veces en alianza con capitales foráneos.
 De ahí que Cuba pasara de una colonialidad a otra, al habérsele privado de aquella emancipación que preconizaban Martí y Maceo, y que significaba librarse no solo del colonialismo, sino del despotismo, de la ignorancia, de la miseria, hasta llegar a la raíz. A la revolución martiana y maceísta, fundadora de la Patria, había sucedido la reforma contrarrevolucionaria, esa vieja fórmula de los mediocres y conservadores, enemigos perennes de lo radical, que ya fuera vestidos de autonomistas o anexionistas, habían impedido en el pasado y se aprestaban a hacerlo en lo inmediato el ascenso de las masas –“las turbas”- al poder.
 Uno de ellos, José María Gálvez, se encargó de escribirlo de forma lapidaria en una carta que se conserva como joya en la biblioteca del Congreso de Estados Unidos: “La independencia absoluta es la ilusión de día fomentada por los ´patrioteros´ y acariciada por una turba mulata. Conviene desvanecerla antes de emprender la demostración de que a la anexión ha de llegarse de todos modos”.[5]
 Desde entonces y a lo largo de todo el siglo XX, los cubanos tuvimos que lanzar nuestra definitiva batalla por la independencia plena y por la emancipación postergada. En esa ruta recibimos en la Isla los aires renovadores del pensamiento político que provenían de Europa, por medio de la revolución bolchevique, pero que también nos llegaban del México insurgente, o de aquella Argentina, donde la reforma universitaria de Córdoba estremecía el edificio continental de las ideas. De aquí y de allá los aires y los conceptos fueron interpretados, mestizados o asumidos en correspondencia con la misma forma en que se habían mesclado las sangres para crear un nuevo pueblo y una nueva cultura.
 Nuestra visión de la emancipación comenzaba a enrutarse por los caminos que señalaba Julio Antonio Mella a contrapelo y contracorriente del dictado de Moscú y de los pactos de la Komintern. Esa visión emancipadora barría con todo atisbo de mezquindad o egoísmos  cuando miles de cubanos se movilizaron en defensa de la república española, o cuando acogieron a miles de judíos perseguidos por los nazis. De un lado, una vanguardia revolucionaria avanzaba hacia su futuro, mientras que del otro, una contrarrevolución elitista, entreguista y antinacional empujaba el país a la dependencia más inimaginable. Y mientras, crecía en nosotros la convicción martiana de que nuestra Patria era toda la humanidad.
 Un documento de 1957, elaborado por el Council on Foreign Relations, y convenientemente silenciado por muchos historiadores, políticos y periodistas, retrata la época. Cito: “Cuba ha sido probablemente en toda América el país donde la explotación de nuestros monopolios y la intervención política y militar de nuestro gobierno han sido más intensas y donde el pueblo ha sido más humillado”[6].
 Debido a ello, una revolución en Cuba no podía estar completa hasta conquistar la libertad y emancipación de todos los cubanos, y ello no implicaba en sus orígenes la proclamación de filiaciones ideológicas, sino soluciones prácticas. El programa del Moncada era preciso en sus objetivos: resolver “El problema de la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo; he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado resueltamente nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política”[7]
 Pero lo que los patriotas cubanos no conocían aún era que ese programa subvertía el orden que Washington había impuesto a las Américas, primero a partir de tratados comerciales y de supuesta reciprocidad comercial (versiones adelantadas de los actuales TLC), de los llamados tratados de asistencia recíproca que enmascaraban las intervenciones militares, y luego, por medio del sistema de control político organizado a través de las conferencias panamericanas y, finalmente, a través de la Organización de Estados Americanos. Al amanecer del 1 de enero de 1959, en Cuba celebrábamos sin saber que habíamos sido condenados a morir desde mucho antes.
 ¿Por qué era malo emanciparse políticamente? ¿Por qué era indebido emanciparse en lo cultural? ¿Por qué no se podía aspirar a la emancipación económica y social?
¿Acaso no nos habían enseñado que no había un don mayor que la libertad? ¿Por qué la nuestra debía ser sesgada? ¿Por qué no podríamos elegir y construir un modelo político propio, ni importado, ni impuesto? ¿Por qué no defender una cultura nacional que fuera síntesis de lo mejor del mundo integrado al tronco patrio, haciendo de lo vernáculo universal? ¿Por qué seguir encadenados a la monoproducción y al monocultivo, a la monoindustria y, sobre todo, a que nuestros capitales, nuestras finanzas y nuestras riquezas se esfumaran de nuestros bancos para ir a parar a otros, extranjeros? A los cubanos, por lo tanto, no nos bastaba con la redención, con izar y cantar sin mengua la bandera y el himno. No, no eran suficientes un día de fiesta patria y 364 de tragedia.
 Ya, en 1934, el sabio cubano y preceptor de muchos de los más grandes líderes políticos de la primera mitad del siglo XX, Don Fernando Ortiz, hastiado de la corruptela y desilusión de su tiempo, había demandado una Asamblea constituyente que prescribiera la refundación de la nación mediante una república unitaria y democrática, donde imperaran la igualdad, la dignidad y la justicia para todos los seres humanos. Según Ortiz, en esa república la propiedad dominante debía ser de bien público, y el Estado debía ser representado no por partidos políticos electorales que en corto tiempo demostraron su inviabilidad para Cuba, sino por un órgano electivo unicameral al que se accediera por compromiso cívico y méritos de servicio al pueblo. En su idea, ese órgano –Asamblea Nacional lo llamó- propiciaría una legitimidad democrática funcional, equilibrada, donde el poder público, constituido sobre una amplia base consensual, tendría derechos pero, sobre todo, enormes responsabilidades[8].
 Ortiz no era marxista, pero alimentó en sus mejores discípulos el conocimiento, estudio, reflexión y debate sobre esas ideas. De ahí que cuando el pensamiento socialista comienza a abrirse camino en Cuba, no lo hace desde la academia o el dogma, sino desde la vida. Ello explica por qué aquellas ideas que algunos se empeñan en hacer “orientales”, se imbrican con lo mejor de sus similares occidentales –desde Robespierre hasta Marx-, contando entre ellas, también, con las de José Martí y Antonio Maceo, y más tarde, con las de Fidel Castro y el Che Guevara.
Así llegamos a nuestro tiempo y a la inclaudicable vocación de los cubanos por mantener la independencia y emancipación conquistadas, que a eso es lo que nombramos “nuestro socialismo”. Cualquier simplificación que nos tacha de fundamentalistas, fanáticos y locos por persistir en ideas supuestamente derrotadas, como no se cansan de proclamar los medios de comunicación oligárquicos, ignora el duro aprendizaje cubano de Maceo, resumido en aquella hombrada suya de 1878, en el sitio de Mangos de Baraguá, cuando en medio de un alto al fuego, el general español Arsenio Martínez Campos le propone una paz a medias, sin independencia, y Maceo le devuelve la oferta, que no acepta.
 Baraguá es también, por lo tanto, la ruta de nuestra emancipación: la conciencia de que en Cuba no tienen futuro los pactos con el enemigo, que no incluyan independencia verdadera, libertad definitiva y emancipación radical. Por eso, cuando acosados por el derrumbe soviético y del este europeo y por la larga guerra económica, comercial, financiera, política e informativa con que los Estados Unidos quisieron ponernos de rodillas y tumbarnos como ficha del domino que se caía en secuencia en otras geografías, los cubanos nos citamos en aquel mismo lugar de Baraguá y, como refería Marx en el Dieciocho Brumario, invocamos a nuestros muertos, en este caso, no para representar una mascarada de la historia, sino para salvarnos de la muerte. Lo hacíamos convencidos de que si la revolución cubana tenía un error grande que superar, era el de haber creído que sabíamos cómo se construía el socialismo.
 El Juramento de Baraguá fue preciso en fijar la ruta: “Cuba se descubre a sí misma, su geografía, su historia, sus inteligencias cultivadas, sus niños, sus jóvenes, sus maestros, sus médicos, sus profesionales, su enorme obra humana producto de 40 años de lucha heroica frente a la potencia más poderosa que ha existido jamás; confía más que nunca en sí misma; comprende su modesto pero fructífero y prometedor papel en el mundo de hoy. Sus armas invencibles son sus ideas revolucionarias, humanistas y universales. Contra ellas nada pueden las armas nucleares, la tecnología militar o científica, el monopolio de los medios masivos de divulgación, el poder político y económico del imperio, ante un mundo cada vez más explotado, más insubordinado y más rebelde, que más que nunca pierde el miedo y se arma con ideas…[9]
 Fíjense en este detalle: en el peor de los momentos, cuando los supuestos paradigmas se desplomaban ante nuestros ojos, la revolución cubana disponía de las reservas morales suficientes para hacer lo que siempre había dado sentido a su razón de existir: como en 1960, como en 1969, y como en 1986, en 1992, en medio de la peor crisis económica de nuestra historia, convocaba a una reforma constitucional, y en 1993, a parlamentos obreros y populares para pensar todos en las medidas que debía el gobierno adoptar para sacar al país de la crisis, salvaguardar las principales conquistas del socialismo y avanzar hacia el futuro posible.
 Ese proceso tuvo episodios olvidados por otros, pero no para los cubanos, que convocados a otra gran reflexión colectiva en 1997, vísperas del V congreso comunista, entendimos las complejidades de aquel nuevo momento político y económico, y los límites extraordinarios que se interponían en nuestras ansias de lucha y redención. En esa ruta, durante el año 1999, los adversarios cometieron la torpeza de secuestrar a un niño, que como en los mitos antiguos, obró el milagro de reunir al pueblo cuando comenzaban a desgajarse algunas esperanzas, y que nos las devolvió refundidas. Estábamos de nuevo juntos, decidiendo los destinos de la Patria en el gran consenso y la unidad nacional. Esa fue la hora de volver a Maceo y de renovar aquel Juramento de Baraguá al que me referí, que también proclamaba:
 “Tenemos derecho a la paz, al respeto de nuestra soberanía y nuestros intereses más sagrados. Cuarenta años de infamia no han podido doblegar nuestra voluntad de lucha. No nos hemos cansado, ni nos cansaremos…
 “Los pretextos para un conflicto armado entre Estados Unidos y Cuba es lo que más desean los traidores anexionistas. Esa superpotencia solo es poderosa en el campo de las armas. En el de las ideas es huérfanas y esta indefensa. Con inteligencias y con ideas lograremos nuestros objetivos...
“Vamos a pulverizar su asquerosa hipocresía, sus groseras mentiras, sus repugnantes y egoístas doctrinas imperialistas, con las que pretenden gobernar el mundo. No les quedara ni la mínima credibilidad necesaria para engañar a alguien en este país o en el resto del planeta…
 “…En medio de esa lucha pacífica de ideas, nuestra vida seguirá adelante, continuaremos nuestro épico esfuerzo por vencer las dificultades, por el desarrollo económico y social de nuestra patria, excepto que se pretenda un día la imposible y loca tarea de destruirnos por la fuerza, interrumpiendo la vida normal de nuestro país. En ese caso, no habrá para los agresores un día de tregua ni calma, y nada volverá a ser normal para ellos…
 “A nuestros niños y adolescentes no les faltarán los espacios de recreación sana y alegre, a la vez que enriquecedora de sus inteligencias y sus vidas. Todo nuestro pueblo tendrá igual derecho y espacio para la alegría y a la vez el constante incremento de sus valores morales y espirituales, con los cuales sabremos garantizar el indispensable bienestar material que podremos conquistar con nuestra inteligencia y nuestro trabajo... [10]
Y es entonces que arribamos a este otro momento, en que consecuentes con esa proclama, decidimos continuar el proceso de reflexión y construcción socialista, tarea que en los años noventas fue de salvación y hoy es de actualización, y nos lanzamos contra todo riesgo a la autocrítica descarnada y al mejoramiento nacional. A partir del 26 de julio de 2007, millones de cubanos reunidos en asambleas laborales, estudiantiles y de vecinos produjeron siete millones de planteamientos sobre los desafíos del socialismo en Cuba y sus ideas sobre cómo hacerlo mejor, ¡siete millones! La mayoría de esas reflexiones fueron encaminadas, pues atenían a dificultades solubles de forma inmediata en el marco institucional vigente. Con el resto, se inició un nuevo debate, pero auxiliado por la academia: economistas, politólogos, sociólogos… que son también parte del inmenso capital humano forjado por la Revolución. Y ahora, ese conocimiento procesado, sistematizado, concentrado, retorna a su fuente, al pueblo, para que liderado por su vanguardia política, vuelva a debatirlo, a polemizarlo, y proponerle al VI congreso de ese mismo partido, cuál será el curso de acción futuro. Aquí sí no habrá paquetazos, ni campañas de promesas, ni decisiones unipersonales. Así es como concebimos la democracia los cubanos.
 Podemos entonces decir que Cuba, libre e independiente, logró completar su emancipación política, su emancipación cultural, y que hoy libra una batalla inmensa por completar la emancipación económica. Lo hace de nuevo en condiciones adversas: en medio de un bloqueo recrudecido que ha convertido la persecución de los activos cubanos en el mundo en verdaderas operaciones mafiosas; lo hace a pesar de las consecuencias negativas que a lo interno generaron en lo social las medidas de supervivencia decretadas en los primeros años de lo que llamamos “período especial” y, como si todo ello fuera poco, lo hacemos a contrapelo de la peor crisis económica y financiera que azota al mundo globalizado.
 Si lo podemos hacer es porque demostramos antes que nuestra única opción era resistir; que someternos nuevamente a los poderes hegemónicos no era nuestro futuro, y que esa resistencia, junto con la unidad, habían sido la garantía de que todos los pronósticos y cábalas sobre nuestra supervivencia hubieran fracasado.
 Estamos conscientes de la relevancia de librar esta batalla por la economía, por lo que lograrla, como ha dicho el presidente Raúl Castro, “…constituye hoy más que nunca, la tarea principal y el centro del trabajo ideológico de los cuadros, porque de ella depende la sostenibilidad y preservación de nuestro sistema social”[11], y debemos hacerlo, como enseña Fidel, “por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos”[12]. Cualquier vulgarización de las ideas y posibles medidas que se adopten en los próximos meses y años en Cuba no tiene sentido: en economía las categorías productividad, eficiencia, rentabilidad, ahorro, eficacia no tienen ideología política. Una empresa no es buena o mala porque sea socialista o capitalista, sino porque genere riquezas y no pérdidas. Lo que hace a la ideología es la prevalencia de una u otra forma de propiedad y una u otra forma de redistribución de la riqueza social; y en eso, que no quepan dudas, no andamos extraviados.
 No corremos tras el posneoliberalismo o el neocapitalismo. No propiciaremos la estabilización del capital transnacional mediante un reciclado de la explotación territorial. No cambiaremos la cultura libertaria y de derechos por otra mendicante. Tampoco esperamos a que el desarrollo se derrame un día sobre nuestros bolsillos. El país trabajará más, tendrá mucho más, pero no será jamás una sociedad de consumo. ¡Habrá más socialismo!
 Desde esa perspectiva nos sumamos a la conmemoración de los bicentenarios latinoamericanos, convencidos que así como hemos recibido tanta generosidad y ternura de nuestros hermanos compatriotas de la región, el fruto de nuestra pasión y esfuerzos abonará a esa aspiración de completar la segunda y definitiva independencia de nuestra América. Sabemos que no se puede hacer una segunda independencia sin escuchar al pueblo y que nunca más estaremos solos, porque nunca más los pueblos de América lo permitirán.
 Lo enseñaba Martí: “Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes![13]
 Como en Baraguá, ante la gloria inmortal de Maceo, hoy, día del 114 aniversario de su caída en combate, ¡lo juramos!
 Muchas gracias

Conferencia dictada dentro del ciclo de charlas del Bicentenario de América Latina y el Caribe, organizadas por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la República. Museo Nacional de Antropología Dr. David J. Guzmán, San Salvador, 7 de diciembre de 2010


[1] Marx, C. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. En C. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú 1981, Tomo I, páginas 404 a 498. En Internet: http://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm
[2] Castro, F. Discurso en la clausura del encuentro 20 años después de la creación del Destacamento Pedagógico "Manuel Ascunce Domenech", La Habana, 30 de mayo de 1992. En Internet: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1992/esp/f300592e.html
[3] Leal E. Contra toda estadística, supervivimos. En Internet: http://www.cubadebate.cu/opinion/2010/11/14/contra-toda-estadistica-supervivimos/
[4] Martí, J. Nuestra América. En Obras completas, tomo VI. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1976.
[6] Matthews, H. The situation in Cuba. Council on Foreign Relations, Nueva York, 1957
[7] Castro, F. La historia me absolverá. Editora Política, La Habana, 1973.
[8] Ortiz, F. Una nueva forma de gobierno para Cuba. Imprenta P. Fernández, La Habana, 1934.
[9] Castro, F. Juramento de Baraguá. Editora Política, La Habana, 2000.
[10] Castro, F. Idem.
[11] Castro, R. Discurso en la clausura del IX congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas, 4 de abril de 2010. En periódico Granma, La Habana, 4 de abril de 2010.
[12] Castro, F. Discurso en el acto por el Día Internacional de los Trabajadores, 1 de mayo de 2000. En periódico Granma, La Habana, 2 de mayo de 2000.
[13] Martí, J. Nuestra América. Obras completas, tomo VI. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1976.


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