...Un momento. Déjenme
aclararle algo a Antonio[1] y
a todos: no hay que pedirnos permiso a los cubanos para utilizar nuestro tiempo
y reclamar solidaridad para Venezuela. No creo que haya que pedir permiso para
ello tampoco a este auditorio. Venezuela merece todo nuestro apoyo, no solo por
identidad de ideales y empeños, sino porque es nuestro deber como
latinoamericanos.
La agresión que hoy se fragua contra Venezuela, como ha dicho mi Gobierno y
siente mi pueblo, es también una agresión contra Cuba. El Gobierno de los
Estados Unidos no tiene autoridad ni moral para sancionar por su cuenta a
empresas y países soberanos. Eso es una violación flagrante del derecho
internacional.
Si algo podemos hacer en esta hora los latinoamericanos patriotas es
unirnos a Venezuela en la defensa de su soberanía y libre determinación. El
Imperio tiene que saber que estamos juntos en esta batalla, que somos un solo
pueblo, bolivariano, morazanista, nuestroamericano, unido, dispuestos a
pararlo, y que no vamos a dejar sola a Venezuela en la defensa de su soberanía
y dignidad.
Aclarado esto,
quiero explicar algo sobre las ideas que vamos a compartir a continuación, que
fundamentan muy bien por qué tenemos que apoyar a Venezuela. Siempre me gusta
someter a la consideración de mis compañeros en la Embajada estas
intervenciones antes de venir a compartirlas con ustedes.
Nos preguntábamos si no eran demasiado complejas, si no estábamos cruzando
una línea que hiciera ininteligible nuestras palabras. Por ahí las teorías de
comunicación imperial enseñan a simplificar mensajes, a hablar breve y sencillo
para que la gente no piense, no se enrede, agarre fácil lo que quieren que sepa
y haga y se subordine. Nosotros no queremos pueblos que sean animalitos
amaestrados. Al menos no fue para eso para lo que hicimos una revolución tan
profunda en Cuba.
Por tanto, consideramos que sería una falta de respeto dirigirnos a los
alumnos de un diplomado de filosofía política con palabras hechas para tontos.
Quien quiere alzar un pueblo no le simplifica el conocimiento, sino que lo
empuja a elevarse sobre sus cumbres. Saber es crecer, decía para Martí. Así que
preparémonos para filosofar hoy sobre esos vitales temas que el compañero
Antonio nos ha recordado: la soberanía y autodeterminación de los pueblos.
Queridos amigos:
El 8 de enero de 1959, después de haber ingresado a La Habana con la
caravana de la libertad que había recorrido toda la Isla, Fidel Castro
anunciaba a los cubanos con un realismo que todavía hoy estremece: “…la tiranía
ha sido derrocada. La alegría es
inmensa. Y sin embargo, queda mucho por
hacer todavía. No nos engañamos creyendo
que en lo adelante todo será fácil; quizás en lo adelante todo sea más difícil.”[2]
Estas palabras las recuerdo siempre y las he debido recordar con frecuencia
en este país porque los pueblos, ebrios de felicidad por las victorias,
olvidamos con frecuencia que no basta con gritarlas y celebrarlas, sino que
estas se construyen día a día, casi siempre con el viento en contra y en medio
de crecientes e insospechadas dificultades generadas por fuerzas internas, por
fuerzas externas y por la misma pasión transformadora.
En uno de sus más lúcidos discursos, otro intelectual
latinoamericano, brillante político y guerrillero a la vez, Ernesto Guevara,
recordaba cómo durante siglos el poder político había estado en manos de
esclavistas, después de señores feudales y para facilitar la conducción de las
guerras contra los enemigos y contra las rebeliones de los oprimidos delegaban
sus prerrogativas en uno de ellos, el que nucleaba a todos, el más decidido, el
más cruel quizá, que pasaba a ser el rey, el soberano y el déspota que poco a
poco iba imponiendo su voluntad a través de épocas históricas para llegar en un
momento a hacerla absoluta[3].
A quienes
pretendían el poder, recordaba Che, les bastaba simplemente con que cierto
vecino poderoso les reconociera como presidente y que los oficiales de un
ejército lo acataran, es decir, los poseedores de las fuerzas físicas, de las
fuerzas materiales, de los instrumentos de matanza, que lo acataban y lo
apoyaban como el más fuerte entre ellos, como el más cruel o como el de mejores
amigos afuera del país. A esa mezcla de factores Che suma luego aquellos que
llama “reyes que no tienen corona”: los monopolios, los verdaderos amos de
países enteros y en ocasiones de continentes.
De este modo, nos conduce a una reflexión básica, según
la cual, la soberanía política y la independencia económica van unidas. Si no
hay economía propia –decía-, si se está
penetrado por un capital extranjero, no se puede estar libre de la tutela del
país del cual se depende, ni mucho menos se puede hacer la voluntad de ese país
si choca con los grandes intereses de aquel otro que la domina económicamente[4].
Sin embargo, nuestros pueblos no tienen clara esa idea.
Los engañan cada año, cada período electoral, cada mandato, con la ilusión de
la soberanía, sin decirles que su pilar –la independencia y, en particular la
económica- es apenas una quimera, disfrazada
con frecuencia de cierta visión sociológica, o no sé si teosófica, según la
cual, no es esa capacidad menguada de ser libres de veras, sino los componentes
violentos que perfilan nuestros mestizaje, los culpables de la pobreza, la
inestabilidad e incluso, del pensamiento “jacobino” vernáculo –el comunero, el político
rebelde, el guerrillero- que se resiste al Termidor eterno de los déspotas.
En doscientos años de proclamas y luchas independentistas nuestra América
ha visto un desfile inigualable de ideas por nuestras tierras. Cada quien
pretende su lectura, mas lo que no cambia es la crítica, la censura, el desprecio y la sanción a las ideas
verdaderamente renovadoras y, sobre todo, a quien libremente determina
abrazarlas, propagarlas y defenderlas. Hoy, por ejemplo, está de moda ser
antisocialista, ser antimarxista-leninista, no de manual, sino de verdad.
De esta
manera, al parto antiesclavista haitiano siguió el castigo infinito de quienes
vivían del tráfico humano y de las riquezas que proporcionaba esa mano de obra.
A la epopeya de Bolívar siguieron las andanzas de Santander con los oligarcas
tempranos de la Gran Colombia, hasta volarla en pedazos con todas sus inmensas
riquezas. A los empeños éticos de Sucre siguió su asesinato, por obstaculizar
el flujo impropio de la fortuna. A Morazán lo crucificaron los egoístas
enemigos del federalismo centroamericano, que se oponían a compartir
generosidad y peculio para todos sus hijos del Istmo. La fiebre del oro, del
petróleo y de muchos otros tesoros naturales dejó a México con solo la tercera
parte de su territorio original. Azuzados por las petroleras británicas,
Paraguay y Bolivia se desangraron y empobrecieron, mientras con el aliento de
Londres y Washington, Chile y Perú se fueron a la guerra contra Bolivia, por
salitre y otros minerales, privando a esa nación símbolo de todos de una parte
de su territorio, incluida su salida ancestral al mar.
Y qué decir
del siglo XX: ¿fue Emiliano Zapata violento per sé en su afán de hacer una reforma
agraria ejemplar, o lo fueron con creces sus asesinos, empeñados en
paralizarla? ¿Fue el Socorro Rojo Internacional el culpable del etnocidio
náhuat-pipil de 1932 en El Salvador, que todavía hoy provoca que muchos se
avergüencen de hablar esa lengua y vestir los atributos de esa cultura? ¿Sandino
ofendió a Sacaza cuando derrotó al filibustero Walker que quería partir a
Nicaragua en dos, o Walker, ofendido por la derrota, compró a Sacaza para que
asesinaran al héroe de las Segovias? ¿Fue la reforma agraria de Jacobo Arbenz o
la voracidad de la United Fruit Company quien inauguró la espiral de violencia
en Guatemala? ¿Será casualidad o pura coincidencia que todos los golpes de
Estado en Venezuela se asocian a los procesos de nacionalización del petróleo emprendidos
por gobiernos democráticos? ¿Fue solo el idealismo socialista de Salvador
Allende lo que llevó a Pinochet a asaltar el poder, o su nacionalización del
cobre y su afán bienhechor con los pobres de Chile? ¿Y si esa era la vía del
socialismo democrático en nuestro continente, porqué Henry Kissinger planeó su
destrucción de raíz? ¿A dónde reportaba su sangriento vuelo el cóndor de la CIA:
a Brasilia, Buenos Aires, Montevideo y Asunción, o a Langley? ¿Y las invasiones
militares de República Dominicana, de Granada, de Panamá, a quiénes castigaban?
¿Por qué se comerció con drogas y armas con Irán para financiar a los contras
en Nicaragua y a los militares y escuadrones de la muerte en Guatemala y El
Salvador? ¿Dónde está el mercado de los cárteles de la droga colombianos, y de
las armas que usan los paramilitares? ¿Bajo jurisdicción de quién han estado la
Escuela de las Américas y las muchas versiones de la ILEA, y a qué se han
dedicado sus selectos alumnos?
Tampoco se
me escapa el siglo XXI, pródigo ya en premios de este tipo al derecho soberano
de las naciones, a su independencia y libre determinación: ¿Si la guerra fría
se acabó, si las dictaduras militares cayeron y las democracias eligen, por qué
las bases militares yanquis siguen existiendo y multiplicándose en nuestra
región? ¿Por qué los golpes de Estado en Venezuela, en Bolivia, en Honduras, en
Ecuador, las invasiones de Haití, la Cuarta Flota, el Plan Mérida, el Plan
Colombia? ¿Cómo reeditan ahora contra PDVSA y la revolución bolivariana el
odioso y mundialmente condenado bloqueo económico con que durante cincuenta
años han querido ahogar a Cuba? ¿A qué viene la protección de terroristas
confesos y la sanción brutal a cinco luchadores contra estos? ¿Cuál es el lugar
de Moscú, o el de Beijing, incluso de La Habana, en toda esta zaga?
- II -
Nuestras constituciones son
de inspiración latina. Varias son modélicas para las escuelas de derecho en
todo el mundo. Todas proclaman entre sus primeros artículos que nuestras naciones son estados libres, independientes y
democráticos, constituidos en Repúblicas unitarias donde la soberanía reside en
el pueblo. Pero la independencia, la libertad y la soberanía no han andado
parejas de la mano, sino a la zaga de quienes han detentado el poder dentro y
desde fuera de las naciones.
Aunque hace 120 años José Martí quiso creer que dejábamos de ser una visión
con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de
Norteamérica y la montera de España, aún seguimos dejados de nosotros mismos. No
nos reconocemos en el indio, en el negro y en el mestizo que sobre todo somos. El
mundo nos deslumbra como niños: nuestros hombres quieren vestir Levy's y Armanis, las mujeres se tiñen y alisan sus cabellos con L'Oreal y a nuestros hijos los llevamos
a comprar los happy meals de Mc'Donalds. ¿Fuimos realmente
independientes en esa elección, o nos fue impuesta de mil modos distintos? ¿Y
si fue impuesta, dónde quedó nuestra libre determinación que nos habría permitido
el derecho soberano de elegir la camisa de lino basto, el pelo negro perfumado
de flores y la pupusa?
Se mueven aún entre nosotros esos espíritus que los mexicanos llaman
“malinchistas”, los suramericanos “realistas” y los caribeños “anexionistas”,
propios todos de cada época, como expresiones del Otro que hemos sido: esclavo,
encomendero, obrero y, ahora, clase media de la era cibernética, cyborgs dóciles de la aldea global, que
prefieren gastar en teléfonos celulares lo que debíamos invertir en vivir
sanos, educados, responsables y en armonía con la Madre Tierra.
A sangre y fuego nos enseñaron a andar de rodillas, a olvidarnos de
Quetzaltcoatl, a besar la cruz, a pedir perdón primero y sorry después. A nuestras tierras mandaron al principio al clero
respondón de Madrid, y cuando de sus pecados nacieron los nuevos heraldos del
Señor, que por su sangre mestiza creyeron que Dios también les bendecía a ellos
y a sus semejantes, no tardaron en mandarlos al castigo, como el presbítero
cubano Félix Varela: se creyó hijo de un pueblo nuevo. Lo bendijo y le enseñó a
pensar como tal. Incomodó a la Corona. Lo enviaron a las Cortes madrileñas, a
ver si entre inviernos y oropeles le enfriaban el cerebro. Murió “asignado” a
la Florida, predicando el amor a la Patria y la palabra divina sin poder
regresar a su tierra natal. Hizo el milagro inaudito de darle identidad propia
a un pueblo entero, pero –excepto sus fieles cubanos- nadie ha encontrado un
lugar para él en los altares, porque en su tiempo desafió al Rey, a los
aristócratas y a Roma, como en el suyo lo hizo Monseñor Romero.
Consumados los gritos y
las proclamas del siglo XIX, los latinoamericanos y caribeños, que con pasión
bolivariana pelearon por alcanzarlos, sin tiempo para aprender dignidad y
autodeterminación, procedieron a imitar las poses y los ritos de los
derrotados, incluidos los de explotar a los muchos para el bien de los pocos.
Cuando en su horizonte
norte se alzó el gigante de las botas de siete leguas –como lo llamó José
Martí- se deslumbraron como sus tatarabuelos por sus baratijas y miserias,
vendidas, al decir de Simón Bolívar, en nombre de la libertad. Muchos quisieron
parecérsele, y de deseos, no escasearon quienes aspiraron a convertirse en una
estrella más de su bandera. Y no faltaron ni faltarán quienes por decir esto,
me tachen de jacobino, radical y marxista, como si fuera pecado serlo.
En verdad, inspiradas
por Robespierre se hicieron todas las revoluciones en América, desde el norte
hasta la Nuestra. Jefferson, Hamilton, Madison, Adams y Monroe vivieron e
hicieron sus tropelías antes que Carlos Marx. Antes que Engels, y mucho más
temprano que Lenin retratara qué cosa era el imperialismo, declararon que
América, Nuestra América, era para ellos, que sus pueblos seríamos jugosas
adiciones a la Unión, o caeríamos en sus manos como el inexorable desplome al
suelo de la manzana de Newton –manzana, señores, ni naranja, ni plátano, ni
marañón.
José Martí, que del
autor del Capital apenas supo que se había puesto del lado de los humildes y
que por ello merecía honor, advirtió de forma premonitoria los peligros todos: “…Sobre algunas repúblicas está
durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar,
a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que
Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una
pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre
liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico
de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra
rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro
corroe, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de
orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la
hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo
emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos
viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo
aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que
acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del
Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición
de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los
ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y
discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de
república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo,
un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa
o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra
América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un
pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la
pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros
dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor
de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino
la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por el respeto, luego
que la conociese, sacaría de ella las manos.”[5].
Pero, ¡ay de nosotros! No creímos al hijo pobre de nuestras tierras y dimos
crédito al nuevo invasor que nos llevaba a un convite de dólares donde apenas
recogeríamos y todavía no recogemos los centavos. Las academias trataron de
ponerle nombre al fenómeno. Acudieron los europeos a estudiarnos –nuevamente- y
no faltaron hijos propios que bien educados en colegios del viejo mundo y del
Norte, fabricaron teorías de profundo sentido “deontológico”, como se dice en
las universidades, para explicar la dependencia con que vivíamos.
Los gritos de rebelión permanecieron acallados, más bien censurados, a
pesar de que voces nuevas y luminosas los proclamaban: un
cubano-dominicano-irlandés desafiaba al Imperio y al Comintern proponiendo como
solución a los males una visión martiana del socialismo; un descendiente de
incas llamado José Carlos ratificaba ese camino en nuestras tierras, pero solo
como creación viva; en esa caprichosa islita del Caribe un joven abogado
conocido simplemente como Fidel, juraba hacer libre a su tierra y cumplir un
programa digno de su maestro Martí; desde un paisito del sur, un tal Galeano
nos mostraba con honestidad de forense las venas abiertas de una América Latina
exhausta por sus explotadores; allá por el Pichincha, un indio de nombre
Guayasamín retrataba los sufrimientos sobre lienzos; un guanaco pensante y no
solo poeta bohemio e irreverente, describía sin daltonismo alguno las bases de
la explotación y el origen de los procesos revolucionarios en Centroamérica;
mientras que más al sur, junto a los Andes, el gordo Don Pablo explicaba las
frustraciones y anhelos con versos, porque esas, y no las letras asépticas de
las academias, son las lenguas que hablamos en Nuestra América.
Bajo el pretexto de la guerra fría y de la división del mundo al oriente y
occidente de algún meridiano que no fue el de Greenwich, también nos dividieron
a nosotros, que éramos una sola familia, y que nuestra única frontera era un
río que nos distanciaba del Norte, que con los años muchos cruzaron para llegar
a esas tierras, y que ahora se ha convertido en paso de muerte.
Juzgaron y prejuzgaron además. En parte con razón, cuando algunos imitadores
quisieron asumir la pompa y el rito de Moscú, donde tras ensayar una verdadera
epopeya redentora, sus artífices y líderes posteriores la fueron matando poco a
poco hasta enterrarla a fines del siglo que llenó de tantas esperanzas. Y ahí
de nuevo, quienes no quisieron asumir las diferentes poses del títere, según
mutaba el titiritero, fueron acusados de idealistas, de rebeldes y, luego, de
fracasados.
¡Qué difícil es vivir sin tener precio!
- III -
Por circunstancias de nuestro complejo destino, los cubanos nos fuimos a
los hechos y escribimos la teoría después. Es una teoría radical porque viene
de y va hacia la raíz de las cosas. No se anda con poses fingidas, porque ha
sido precedida de una lucha ejemplar de casi 150 años, acaso la más tardía en
iniciarse, pero la primera en llegar a buen puerto –y esto último lo digo con
sano y noble orgullo.
No me cansaré de repetirlo: fuimos el primer territorio colonizado en
América por España y el último en redimirse de su espinosa corona. Libramos
treinta años de guerra heroica en la que los independentistas desafiaron a
esclavistas, reformistas y anexionistas. Con la misma furia con que se desató
la revolución, echamos a andar el carro de la República civil, unitaria y
democrática. Cuando desde Madrid nos instaban a dividirnos en Liberales y
Conservadores, a competir en desgastantes piñatas de promesas acompañadas de
mucho dinero y matones, optamos por unirnos en
un solo movimiento político: un partido que no fuese electoral, sino
bandera del sueño de la verdadera emancipación. Cuando nos invadieron para
frustrar el triunfo y nos regalaron, para contentarnos como infantes ingenuos,
un día de independencia, un Presidente designado por Teddy Roosevelt y una
constitución enmendada en el capitolio de Washington, seguimos en la pelea.
Cinco veces nos invadieron y ocuparon militarmente. Imagínense ustedes a los rangers controlando los accesos de Casa
presidencial, a senadores y empresarios indicando las leyes que debe aprobar la
Asamblea Legislativa, a los marines soliviantando a sus mujeres, aliviando sus
vejigas borrachas sobre la estatua de un prócer, creídos de la inmunidad
permisiva que muchos gobiernos les conceden por dejarnos jugar a la democracia.
Un día decidimos unirnos, que es el único modo de vencer a los poderosos, y
arrancarnos para siempre estos estigmas. Fue cuando todos los caminos
democráticos habían sido cercenados y todas las voluntades compradas. El 95 por
ciento de la tierra estaba en manos de latifundistas y empresas extranjeras.
Todas las minas, casi todas las industrias, los bancos, las carreteras, el
transporte, la electricidad, las comunicaciones. ¡Hasta se llamaban en inglés, Cuban telephone, Cuban electric, Cuba Sugar,
Cuba minning, Cuban Railroads, Cuban telegraph… Para sostener esos modos,
la constitución fue sepultada y el país militarizado. Las cárceles rebozaban de
jóvenes que amanecían torturados y muertos en callejones oscuros, cunetas de
carreteras y líneas de ferrocarril. Toda actividad de resistencia civil y
política fue considerada engendro del comunismo internacional. Nos fuimos a la
guerra. Sí, a la guerra, que es la opción que tienen los pueblos cuando se les
cierran todos los caminos, y barrimos del mapa a los explotadores, sin piedad,
aunque sin saña.
¿Por qué se nos condenó y aún sataniza? ¿Por qué se nos bloquea de forma
genocida? ¿Por qué se amenaza para que no cunda el ejemplo de la isla
indomable? Si el ejercicio de nuestro derecho de autodeterminación es una
acción justa y emancipadora conforme el derecho internacional, por qué no se
acepta como voluntad del soberano. O es que existe miedo de que se le vea tal
cual es: un acto contracorriente de afirmación y defensa de una humanidad de
identidad heterogénea y no de su negación, en el que la búsqueda de la
identidad propia es parte del camino hacia otra universal y antihegemónica[6].
De tal suerte, “mientras el concepto de soberanía exista como prerrogativa
de las naciones y de los pueblos independientes; como derecho de todos los
pueblos, nosotros no aceptamos la exclusión de nuestro pueblo de ese derecho.
Mientras el mundo se rija por esos principios, mientras el mundo se rija por
esos conceptos que tengan validez universal, porque son universalmente
aceptados y consagrados por los pueblos, nosotros no aceptaremos que se nos
prive de ninguno de esos derechos, nosotros no renunciaremos a ninguno de esos
derechos”[7].
Y no tenemos, como no tuvimos, miedo a ejercer la violencia serena y
responsable para defenderlos, porque, ¿quién engendró al fin y al cabo nuestra
violencia? Pudiera responsabilizarse a José Martí. A fin de cuentas, él,
tribuno, pacífico, constitucionalista, republicano, libertario como pocos tuvo
el valor de señalar que la libertad no se mendigaba ni se pedía de rodillas ¿Aplicamos
la ley del Talión a quienes nos alentaron a o nos impusieron la violencia, o ella
fue originada por todo aquello que limitaba nuestro desarrollo pleno
–individual y colectivo- y que, como enseñan Strachey (1956) y Milliband (1992)[8] no
nos dejaba ser verdaderamente independientes, libres y vivir en democracia? O
actuamos con vergüenza soberana cuando miles de nosotros, que agradecían a los
soviéticos su infinita bondadosa solidaridad, le gritaban a la vez a su dirigente:
“Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”, cuando pactó con el Imperio a
espaldas de Cuba, durante la crisis de los misiles de 1962.
Los cubanos podemos decirlo sin miedos ni ambages porque todo lo hemos
afrontado: fue el capitalismo servil y dependiente impuesto, con su “tendencia
innata a una desigualdad extrema cada vez mayor” contra la que nada han podido
las reformas cosméticas, populistas e igualitaristas de los sistemas, que solo
han conducido a la entronización de un Imperio global con cientos de súbditos
sobre los que jamás se ha derramado ningún fruto, son las sobras de sus
banquetes. Y fue también la enajenación de la actividad y esencia humanas a que
nos conduce ese régimen salarial capitalista, según lo descubrió Marx en 1844.
Luego, nuestras luchas por actuar independientes, por ejercer el derecho a
autodeterminar o decidir libremente, que
es el eje de lo soberano, no fueron actos de arbitrariedad o de empecinamiento,
sino de la razón y la necesidad. Ni nuestras ideas han obsolecido por
preposmodernas. Sencillamente, lo decidimos y nos desprendimos de la cadena de
dominación.
Cuando las nuevas formas de modernidad no hacen sino travestir las formas
de control mediante cambios culturales y sociales, y una globalización
económica y financiera transnacional nos
ecualiza mediante formas de consumo de bienes, de información y de cultura
convirtiéndonos en Internautas hedonistas. Cuando el control del Estado sobre
los individuos es suplantado por el de los oligopolios como Time Warner,
Verizone o Microsoft. Cuando la razón emancipadora autónoma es sustituida por
la razón instrumental, tecnológica, despiadadamente egoísta e individualista,
el apocalipsis que prometían los antiguos adquiere fecha de caducidad y el
marxismo, ese que muchos tratan todos los días de denostar y disminuir, y no la
caricatura derrotada en Europa, esparce su influencia quemante y redentora
sobre la humanidad.
Así nos encuentra en Nuestra América esta conmemoración de los
bicentenarios: afligidos los unos por lo que pudo ser y no fue, como en aquel
viejo tango, con la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser; los otros –casi
todos adulones, genuflexos, intelectuales de coctel y oligarcas regordetes-
esperanzados de que el Imperio, en su crisis brutal, derrame algunas moneditas
como alpiste para ilusos –la expresión es de Fidel Castro- y les haga, como
dice el poeta, un sitio en sus altares y en su parnaso; convencidos terceros de
ver crecer ante sus ojos aquella ola de estremecido rencor, de justicia
reclamada, de derecho pisoteado, que se empieza a levantar por entre las
tierras de Latinoamérica y que no parará más, a la que se refirió la Segunda
Declaración de La Habana[9].
Donde está el máximo peligro, afirmaba Holderlín[10],
está la salvación. Idea que Fidel traduce en esta otra sentencia: solo de las grandes crisis han salido las grandes
soluciones [11]. Y esto quizás incluya hoy también
a El Salvador, como ya lo hizo antes con Cuba, Nicaragua, Venezuela, Bolivia y Ecuador;
porque esa máxima –dice Duñaiturria (2006)[12]- es
un aliento moral para cambiar el caprichoso curso de los acontecimientos e
imponer la reivindicación de los independientes, de los demócratas y de los
soberanos.
El nuevo colonialismo está en las empresas, pero también está en los
estados oligarcas y clientes, en el Imperio militarista que a bombazos y
amenazas nos condena a la paz de los sepulcros. Está en los organismos internacionales
como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización
Mundial de Comercio, y hasta en la ONU y en la OEA, empeñados todos en borrar
fronteras e identidades, en desintegrar los estados nacionales y suplantarlos
por poderes hegemónicos, manteniendo la pax, limitando las soberanías o
exportando las democratzias. El libre comercio, la libre empresa, la libre
iniciativa, el libre pensamiento, la libre prensa, el discurso políticamente
correcto y el pensamiento desideologizado son apenas máscaras de las nuevas
divisiones del poder, que encubren con eufemismos los mismos males acumulados que
revientan en las calles de Gaza, el Cairo, El Aaiún y Túnez, vuelven a Paris
(siempre nostálgico de aquel frustrado mayo de 1968) en las voces de los
indignados que reclaman en la madrileña Puerta del Sol y la plaza Catalunya,
alentados a su vez por los jóvenes rebelados de Atenas y de Reikjavik, y
repercuten con una brutalidad insospechada en nuestros pobres campos y ciudades
latinoamericanas, donde se nos sigue imponiendo la compra de semillas
transgénicas a Monsanto, franquicias para supermarkets y aún se enseña a
nuestros niños a poner la otra mejilla.
¡No queremos soportar un día más como víctimas y mucho menos seguir
administrando este desastre de sociedad capitalista, ni esta pantomima de
libertad castrada y derechos burlados!, acaba de de indicarnos el Foro Social
de Sao Paulo desde una Managua renovadamente sandinista.
Dicho esto, añado una admonición dictada por la fecha, cuando se cumplen
dos años de un cambio que está transformando a ojos vistos este país ya
entrañable, y que permitió, después de larga brega, el reencuentro de nuestros
gobiernos con nuestros pueblos jamás apartados: por experiencia y convicción
les digo a los colegas, a los estudiantes, a todos los hermanos, que el camino
de cambiar todo lo que debe ser cambiado es largo, complejo, contradictorio,
exige sacrificio y heroísmo. Los deseos y los sueños viajan con alas y las
obras andan lentas y descalzas por la tierra. Se puede caer, pero lo que vale
es saber levantarse. Hay que aprender a prever. Estar en guardia y no
descuidarse jamás. Y cuando las fuerzas fallen, cuando algunos decepcionen o
deserten, cuando el camino parezca demasiado largo y la paciencia escasa, crean
en aquellos versos de Ho Chi Minh, escritos cuando los colonialistas franceses
lo tenían castigado en cuclillas dentro de una jaula de tigre: “…nunca el amanecer estuvo más cercano que
cuando la noche fue más oscura”.
Muchas gracias.
Conferencia magistral dictada en la clausura de la Cátedra de Filosofía Política de la Universidad de El Salvador. 2 de junio de 2011.
[1] Antonio Núñez, consejero cultural de la Embajada de Venezuela en El
Salvador. Había pedido permiso para antes que comenzara la conferencia,
dirigirse al auditorio para denunciar las sanciones contra PDVSA y Venezuela
impuestas por el Gobierno de los Estados Unidos y, a la vez que reclamó
solidaridad para su patria, dio a conocer el repudio de los trabajadores de la
empresa, del pueblo y de todas las instituciones venezolanas a una acción
hostil, violatoria del derecho internacional.
[2] Castro, F. Discurso pronunciado a su llegada a La Habana en Ciudad
Libertad, el 8 de enero de 1959. En Internet: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1959/esp/f080159e.html
[3] Guevara, E. Soberanía e independencia económica. En Che Guevara presente:
una antología mínima. Ocean Sur, 2007.
[4] Guevara, E. o.c.
[5] Martí, J. Nuestra América. Edición de la Oficina del Historiador de la
ciudad de La Habana, 1998.
[6] Duñaiturria, S. El contravirus de la razón tecnológica-hegemónica. En
Pensar a contracorriente II, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2006.
[7] Castro, F. citado por E. Guevara en Discurso en las Naciones Unidas. En Che
Guevara presente: una antología mínima. Ocean Sur, 2007
[8] Strachey, J. y Milliband, R. citados por Mario A. Solano en Capitalismo y
violencia. En Pensar a contracorriente II, Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana, 2006.
[9] Castro, F. Segunda Declaración de La Habana.
[10] Holderlín, F. En Hiparión o el eremita de Grecia.
Editorial Hiperión. Madrid, 2005
[11]
Castro, F. Discurso pronunciado en la
Sesión Plenaria de la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación
Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, Durban, Sudáfrica,
1ro de septiembre del 2001. En Internet: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/2001/esp/f010901e.html
[12] Duñaiturria, S. o.c.
No hay comentarios:
Publicar un comentario