Pisé Caracas por primera vez una noche de octubre de 1995. El periodista ya era, además, diplomático. Venía de San Carlos de Barriloche, donde el barbudo hidalgo verde olivo se había batido contra los gigantes neoliberales que pretendían persuadirlo de que todo estaba perdido y no tenía sentido insistir en las utopías; pero donde también había visto llegar a miles de peregrinos de todo el mundo para decirle que a los cubanos no nos estaba permitido cejar en el empeño, porque éramos su última esperanza.
lunes, marzo 11, 2013
MEMORIAS DE CARACAS Y JUAN CON TODO
Caracas apareció turbulenta en las noticias el 4 de febrero
de 1992, como una conjura inexplicable, que no podía entender cuando mi
horizonte inmediato se circunscribía a cumplir la decisión de cerrar la corresponsalía
de Granma en una Moscú derrotada por los errores, las traiciones y las
conspiraciones, y alistar mis maletas de regreso a la Patria, con una mezcla
pura de rabia y fe en que los cubanos no talaríamos nuestras propias palmas.
Estuve mucho tiempo concentrado en eso, como para percatarme en diciembre de
1994 de la trascendencia de la visita a Cuba y a Fidel del autor del golpe
cívico militar de aquel invierno.
Pisé Caracas por primera vez una noche de octubre de 1995. El periodista ya era, además, diplomático. Venía de San Carlos de Barriloche, donde el barbudo hidalgo verde olivo se había batido contra los gigantes neoliberales que pretendían persuadirlo de que todo estaba perdido y no tenía sentido insistir en las utopías; pero donde también había visto llegar a miles de peregrinos de todo el mundo para decirle que a los cubanos no nos estaba permitido cejar en el empeño, porque éramos su última esperanza.
Camino del aeropuerto de Maiquetía a la ciudad, exigí hasta
la pedantería a mi anfitriona y colega, la hoy embajadora Ileana Díaz
Arguelles, visitar la plaza Bolívar. Me complació en aquel momento, cuando casi
apagaban los faroles y el fantasma del Libertador se bajaba del caballo para
curar las heridas de los infelices que dormían bajo los laureles. Regresé con
el sol del siguiente día a ese espacio diminutamente inmenso donde el padre
Simón habita entre bandadas de niños y palomas, y se inclina afectuoso sobre
sus hijos que acuden a visitarlo, como lo hizo ante aquel viajero que llegó a
verlo sin quitarse el polvo del camino ni preguntar dónde se comía ni dormía.
Languidecía la IV República entre la opulencia de los
rascacielos y autos y los candiles de los cerros circundantes, donde titilaba
la fe viva de que en la oscuridad de aquellas largas noches, “los bravos
guerreros se preparaban”. El esposo de Ileana me llevó al balcón del
apartamento y me mostró aquella impresionante imagen: “Prada, cuando esa gente
decida bajarse de los cerros, será de nuevo Ayacucho”. En política y diplomacia
la metáfora es tan importante como en la poesía. El futuro estaba ante mis ojos
y no en las noticias de Miraflores.
Las elecciones de 1998 y la victoria del candidato
antisistema en Caracas se colaron también en las noticias, cuando debía prestar
toda mi atención a lo que estaba ocurriendo en los Balcanes, donde se caían al
fin todas las hojas de parra y los imperios –el norteamericano y el europeo- se
concertaban para destruir y desmembrar a una nación soberana que había
sobrevivido al Armagedón socialista del viejo continente. Hugo Chávez, con la
bravura del toro o la frescura de la garza llanera, del alazán enjaezado o sin
doma ni bridas, según el caso, irrumpió en nuestras vidas y recordé la
premonición de los cerros encandilados de la capital venezolana.
Volví a Caracas en 2007, cuando el sueño ya no lo era tanto;
cuando los golpes de Estado y los mayores riesgos habían quedado atrás de la
mano del pueblo; cuando el amanecer era algo más que un fenómeno astral y se
había convertido en una alternativa y una alianza que rescataba la promesa de
la Carta de Jamaica y del Congreso anfictiónico de Panamá y escribía los
párrafos inconclusos de la Carta a Manuel Mercado; cuando los candiles del
Ávila habían sido sustituidos por lámparas ahorradoras; cuando hasta en la
alcaldía majunchera de Chacao los carajitos olvidados sonreían rebosantes de
salud y letras, porque donde el alcalde no ponía obra, allá iba Chávez
multiplicador y multiplicado, con su séquito de pueblo y su torrente de
razones, con sus rezos y coplas, expresiones genuinas de un genio único. Yo,
“alemán del Caribe”, como cariñosamente se burlaban los venezolanos de nuestra
cubana puntualidad y organización, pude rescatar así la irreverencia de mis
ancestros, que habían asombrado casi medio siglo antes al mundo con una
revolución vertiginosa e inencasillable en manuales y teorías.
Regresé a Caracas otras veces. Siempre repetía el rito de
visitar la santa estatua de Bolívar y pararme ante él en silencio, como el
primer viajero. Pero el Libertador ya no fantasmeaba. Sonreía severo y
malicioso, así, de lado, como hubo de estarlo cuando comprobó que su hueste
mestiza y desigual en armas y ropas, había quebrado la corona del águila
ibérica en Carabobo. Las carcajadas iban y venían a ambos lados del Caribe. Y hasta
parecía que José Martí, quien de sufrir por Cuba y su América guardó con pudor
todas sus sonrisas, se desbocaba ahora también en algazaras.
Pero a veces resultó al revés. Caracas se iba a La Habana,
con toda Venezuela sembrada en la voz y la vida de Chávez, que sufría como
propias nuestras angustias de país bloqueado y en crisis, nuestras flaquezas
naturales y nuestros errores humanos, y que como Miranda el pionero, quería dar
todo de sí por nosotros y por los demás; y Fidel debía contenerlo, Raúl debía
explicarle, y la gente nuestra debía demostrarle que podíamos resistir, porque
para eso habíamos sido hechos, pero que él nos necesitaba más a nosotros para
subir la escarpada cuesta de los Andes con todos nuestros pueblos a cuestas,
porque ese y no otro era el destino de Venezuela… y el de Cuba.
El día que llegó la primera noticia de su enfermedad,
resurgió ante nosotros la letra menuda del Che en su despedida, advirtiendo de
la inevitabilidad de las emboscadas mortales en el camino revolucionario hacia
la victoria. Y junto con la inquietud por el futuro vimos irse juntando, como
las piezas de un rompecabezas que a simple vista parecía desparramado, la
formidable obra del Comandante-Presidente. Entonces hubo certeza de que cuando
llegara la hora de la inevitable partida, la obra estaría hecha y los pueblos
no serían ya nunca más un racimo, como quedaron una vez al pie del lecho
postrero de Santa Marta, sino un haz de luz nuevo y luminoso, que marcaba la
ruta de una nueva época, aquí y en el mundo. A fin de cuentas, como en 1967,
cuando partió el comandante amigo, el comandante presidente ya estaba en todas partes: “…En el indio / hecho de sueño y cobre. Y en
el negro / revuelto en espumosa muchedumbre, / y en el ser petrolero y
salitrero, / y en el terrible desamparo / de la banana, y en la gran pampa de
las pieles, / y en el azúcar y en la sal y en los cafetos…”.
Y hoy, que dicen que no está, que se ha ido, que la
incertidumbre y el temor a Dios deben reinar, que es la oportunidad para
regresar a lo vencido, para transitar a no se sabe dónde, y hasta aparecen
compañías y consejeros funerarios como aves carroñeras, la gente llora y ríe,
grita y canta, reza y blasfema, y no hay coros luctuosos sino joropos e himnos
inundando el aire, y no se entiende. Y oligarcas, grandes medios y emperadores
quieren dictar el futuro, y se dan cuenta que no tienen las claves de la humana
marea roja, porque las perdieron al paso resplandeciente del Presidente de los
pobres, de San Chávez, del Libertador del Siglo XXI, de mi coronel, mi
comandante, mi presidente; de ¡mi corazón de pueblo! Y nos dicen Cubazuela o
Venecuba, como si fuera ofensa. Y nosotros elevamos la parada y decimos:
¡Patria grande! Y el barbudo hidalgo verde olivo que nunca ha tenido frenos en
la palabra, calla, y acogemos su silencio como señal, convertimos las lágrimas
en letras, en ideas, en actos, y entre hombres, sin remilgos, nos mandamos un
beso, porque amor con amor se paga, o se premia. Y aquellos versos de Guillén
que casi se nos habían desdibujado, vuelven a tener sentido, porque también,
gracias a Hugo, nos hemos vuelto a sentir Juan con todo, plenos del gusto de
andar por nuestro país y nuestra región, dueños de cuanto hay en ellos, mirando
bien de cerca lo que antes no tuvimos ni podíamos tener, podemos decir zafra,
monte, ciudad, ejército, pero también salud, educación, ciencia, fábrica,
petróleo, ¡patria!, ya nuestros para
siempre “…y un ancho resplandor de rayo, estrella, flor”.
Pisé Caracas por primera vez una noche de octubre de 1995. El periodista ya era, además, diplomático. Venía de San Carlos de Barriloche, donde el barbudo hidalgo verde olivo se había batido contra los gigantes neoliberales que pretendían persuadirlo de que todo estaba perdido y no tenía sentido insistir en las utopías; pero donde también había visto llegar a miles de peregrinos de todo el mundo para decirle que a los cubanos no nos estaba permitido cejar en el empeño, porque éramos su última esperanza.
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