Después del silencio grosero y la burda manipulación
mediática de las maquinarias transnacionales y oligárquicas, comienza a abrirse
paso la verdad sobre lo que ocurre con el sistema electroenergético de
Venezuela. Bastó la orden
ejecutiva del presidente Trump que urge a la comunidad científico-militar
estadounidense a reforzar los sistemas defensivos en torno a las “tecnologías e
infraestructuras críticas” de Estados Unidos, en caso de ataques
electromagnéticos que podrían “interrumpirlas, degradarlas y dañarlas”.
Washington
trabaja desde hace años para desarrollar sistemas de apantallamiento de sus
mecanismos de defensa y seguridad e impedir a lo que ha denominado un “Pearl
Harbor” digital, en alusión al gran desastre del ejército yanqui en la Segunda
Guerra Mundial. En esa carrera, las fuerzas armadas no se
verían muy afectadas, pero la infraestructura civil sí podría quedar devastada.
Los programas de protección son demasiado costosos, por lo que no se han
extendido en la economía y la sociedad.
Sin
embargo, ni la “amenaza” ni el “arma” son tan “nuevas”. Desde la Segunda Guerra
Mundial las infraestructuras energéticas son un objetivo clave en las
contiendas. La informatización de la sociedad y la cuarta revolución industrial
han impulsado formas más sofisticadas como el ataque con virus,
troyanos y programas diseñados para actuar específicamente sobre los sistemas
de control empleados. Así, un apagón local, regional o total inesperado que
paralice además los sistemas de acuerdo y telecomunicaciones, impediría, por su
carácter asimétrico, las represalias ante la imposibilidad de determinar el
responsable.
Los primeros ensayos de uso de armas para hacer colapsar los
sistemas electroenergéticos de un país, paralizándolo, se desarrollaron a
partir del desarrollo del arma nuclear, utilizando los pulsos de radiación
electromagnética generados por la explosión capaces de afectar líneas
conductoras y otros elementos eléctricos a grandes distancias de hasta miles de
kilómetros, y provocando el bloqueo de las redes y la destrucción de sus componentes.
Se recuerda una anécdota de cómo una explosión nuclear de
prueba realizada en el Pacífico por Estados Unidos en 1962 inutilizó cientos de
farolas del alumbrado público y parte de la red telefónica de las islas Hawai,
a más de 1300 kilómetros de distancia de la explosión. Aquel experimento,
conocido como Starfish Prime, generó picos
de tensión 5 y 7,5 veces más intensos que los que causarían daños a los
componentes electrónicos del sistema.
Luego fueron empleadas armas similares por el ejército de
EE.UU. durante la guerra del Golfo, en 1991, aunque apenas el 4% de ellas eran
de precisión, sin embargo, además esparcir láminas conductoras sobre sistemas
energizados para estropearlos, generaron colapsos del sistema inmune en los
militares que participaron y el aumento exponencial e inexplicable de
malformaciones, abortos espontáneos y cánceres infantiles en sus descendientes,
lo que hasta hoy se conoce como “síndrome de la Tormenta del Desierto”.
Le siguieron las bombas de grafito, más inocuas respecto a
las fuerzas vivas, pero pensadas para atacar las redes eléctricas mediante la
dispersión de filamentos del mencionado mineral, desconectando la energía, sin
provocar la destrucción completa de los equipos o de las infraestructuras, ni
daños al personal. Fueron profusamente empleadas por la OTAN en 1999, durante
la guerra de los Balcanes, y se diseñaron para usarlas al inicio del ataque,
con el fin de caotizar las defensas yugoslavas y paralizar el país.
«El hecho de que el 70% del país se quedara a oscuras
demuestra que la OTAN tiene su dedo puesto en el interruptor de la luz en
Yugoslavia», afirmó en una ocasión el portavoz civil de las fuerzas de la OTAN,
Jamie Shea, y añadió: «Cortaremos la luz cuando lo necesitemos y cuando
queramos». Aquellos bombardeos provocaron serios cortocircuitos que
neutralizaron los sistemas de defensa del Ejército yugoslavo. Pocos años
después, nuevos y perfeccionados modelos de armas electromagnéticas fueron utilizados
en la guerra de Iraq, en 2003 para destruir sistemas de mando digitales.
Es el escenario del ‘Pearl Harbor digital’ que tanto
esgrimen algunos analistas y empresas, sobre todo las dedicadas a la seguridad
informática: un posible ataque que provoque un apagón local, regional o total
que resulte inesperado e imposibilite la represalia al resultar imposible
determinar quién es el responsable.
Según expertos militares como el español José Cervera, con ataques
como el que hackers internacionales lanzaron en 2010 con el gusano Stuxnet,
quedó demostrado que es posible destruir infraestructuras industriales físicas
con armas cibernéticas. “Desde entonces, dice Cervera, la posibilidad de un
ataque a la red de distribución eléctrica ha pasado del reino de la teoría a la
demostración práctica; en las navidades de 2015 las luces se apagaron en varias
regiones de Ucrania dejando a oscuras a más de 250.000 personas, mientras que
en la nochebuena de 2016 una quinta
parte de la generación de electricidad en la zona de Kiev quedó
fuera de servicio provocando apagones en la capital”.
“En ambas ocasiones, continúa el especialista, el análisis
posterior demostró que los responsables eran programas de ataque
específicamente diseñados que habían penetrado las redes de empresas eléctricas
ucranianas mediante ataques de ‘spear fishing’:
troyanos que se hacen pasar por correos ordinarios abiertos por empleados y no
detectados por software antivirus”.
El caso de Venezuela, denunciado por sus autoridades, añade
componentes novedosos adicionales, pues los ataques a las redes son
presuntamente híbridos: informáticos, electromagnéticos y físicos (con armas y
explosivos), y ocurren en un trasfondo de guerra no convencional que dura ya
varios años. A sus resultados han contribuido el deterioro de la
infraestructura, tanto por las acciones opositoras, como por los factores
económicos asociados a la caída de los ingresos petroleros y su impacto en la
industria, como en los ingresos del país para hacer frente a todas sus
necesidades, entre otros elementos.
Entonces volvamos a la orden ejecutiva de Trump. Estados
Unidos ha destapado la caja de Pandora a sabiendas que sus diabólicos inventos
pueden volverse en su contra. Saben perfectamente que nadie es suicida ni elige
autoflagelarse. Como país, no tienen un nivel de integración federal de red,
sino subsistemas heterogéneos estatales, muchas veces pobremente
interconectados, que dificultan las ayudas de emergencia interestatales en caso
de necesidad, como se comprobó en el gran apagón de 2003.
En consecuencia, Venezuela es hoy un gran laboratorio de las
nuevas armas para la guerra no convencional donde, además de los efectos, se
estudia la resiliencia y la resistencia del país afectado, las reacciones de su
población y de la comunidad internacional ante la barbarie: armas
convencionales, armas caseras, armas informáticas y electromagnéticas, armas
políticas, diplomáticas, económicas, comunicacionales, sicológicas…
De todo eso son cómplices la marioneta de Guaidó y el
poderoso lobby financiero y empresarial venezolano que reparte dinero entre las
oficinas del Congreso en Washington y del Parlamento Europeo en Estrasburgo.
Nada nuevo bajo el sol, solo cambian los métodos y los instrumentos. Pero son
suficientes evidencias para estar alertas, porque lo único que no cambia es
prepararse desde la paz.
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