Más bella es la naturaleza cuando la luz del mundo crece con la de la
libertad; y va como empañada y turbia, sin el sol elocuente de la
tierra redimida, ni el júbilo del campo, ni la salud del aire, allí
donde los hombres, al despertar cada mañana, ponen la frente al yugo, lo
mismo que los bueyes.
Guáimaro libre nunca estuvo más hermosa que en
los días en que iba a entrar en la gloria y en el sacrificio. Era mañana
y feria de almas Guáimaro, con sus casas de lujo, de calicanto todas, y
de grandes portales, que en calles rectas y anchas caían de la plaza
espaciosa a la pobreza pintoresca de los suburbios, y luego el bosque en
todo el rededor, y detrás, como un coro, las colinas vigilantes. Las
tiendas rebosaban. La calle era cabalgata. Las familias de los héroes,
anhelosas de verlos, venían adonde su heroísmo, por ponerse en la ley,
iba a ser mayor. Los caballos venían trenzados, y las carretas venían
enramadas. Como novias venían las esposas; y las criaturas, como cuando
les hablan de lo sobrenatural. De los estribos se saltaba a los brazos.
Los españoles, alegres, hacían buena venta. Era que el Oriente y las
Villas y el Centro, de las almas, locales perniciosas componían
espontánea el alma nacional, y entraba la revolución en la república. El
jefe del Gobierno provisional de Oriente acudía al abrazo de la
asamblea de representantes del Centro. El pabellón nuevo de Yara cedía,
por la antigüedad y la historia, al pabellón, saneado por la muerte, de
López y Agüero. Venía Céspedes, a detenerlo a la puerta de la Cámara, en
el caballo que le pidió al Camagüey permiso para ir por su territorio a
beber las aguas del Almendares. El que había sabido deponer, se
deponía. El sable que Céspedes regaló a Agramonte, en la visita en que
el Oriente quiso seguir hasta palacio con su ley, y el Centro quiso
poner a la guerra las formas de la república, esperaba impaciente antes
que desenvainarse mal, la carta de libertades que ha de poner por sobre
su cabeza, y ha de colgar del pecho de su caballo, todo militar de
honor. En los modos y en el ejercicio de la carta se enredó, y cayó tal
vez, el caballo libertador; y hubo yerro acaso en ponerles pesas a las
alas, en cuanto a formas y regulaciones, pero nunca en escribir en ellas
la palabra de luz. Ni Cuba ni la historia olvidarán jamás que el que
llegó a ser el primero en la guerra, comenzó siendo el primero en exigir
el respeto de la ley… Estaba Guáimaro más que nunca hermosa. Era el
pueblo señorial como familia en fiesta. Venían el Oriente, y el Centro, y
las Villas al abrazo de los fundadores.
¿A quién salen a ver, éstos, saltando el mostrador, las casas
saliéndose a los portales, las madres levantando en brazos a los hijos,
un tendero español sombrero en mano, un negro canoso echándose de
rodillas? Un hombre erguido y grave, trae a buen paso, alta la rienda,
el caballo poderoso; manda por el imperio natural, más que por la
estatura; lleva al sol la cabeza de largos cabellos; los ojos, claros y
firmes, ordenan, más que obedecen: es blanca la chamarreta, el sable de
puño de oro, las polainas pulcras.
¡Y qué cortejo el que viene con Carlos Manuel de Céspedes! Francisco
Vicente Aguilera, alto y tostado, y con la barba por el pecho, viene
hablando, a paso de hacienda, con un anciano florido, muy blanco y
canoso, con el abogado Ramón Céspedes. Van callados, del mucho amor el
uno, y el otro de su seriedad natural, José María Izaguirre, que en los
de Céspedes tiene sus ojos, y Eligio, el otro Izaguirre, rubio y
barbado. Corte a caballo parece Francisco del Castillo, que trae a la
guerra su fama y su fortuna, y en La Habana, cuando se enseñó, ganó
silla de prohombre: y le conversa, con su habla de seda, José Joaquín
Palma, muy mirado y celebrado, y muy arrogante en su retinto. El otro es
Manuel Peña, todo brío y libertad, hecho al sol y al combate, brava
alma en cuerpo nimio. Jesús Rodríguez es el otro, de más hechos que
palabras, y hombre que se da, o se quita. Van y vienen, caracoleando, el
ayudante Jorge Milanés, muy urbano y patricio; el gobernador Miguel
Luis Aguilera, criado al campo leal, y prendado del jefe, y un mozo de
ancha espalda, y mirada a la vez fogosa y tierna, que monta como quien
nació para mandar, y es Fernando Figueredo. –En silencio pasan unas
veces; y otras veces se oye un viva.
¿Por quién manda Céspedes que echen a vuelo las campanas, que
Guáimaro se conmueva y alegre, que salga entero a recibir a una modesta
comitiva? Entra Ignacio Agramonte, saliéndose del caballo, echando la
mano por el aire, queriendo poner sobre las campanas la mano. El rubor
le llena el rostro, y una angustia que tiene de cólera: «iQue se callen,
que se callen las campanas!». El bigote apenas sombrea el labio
belfoso: la nariz le afina el rostro puro: lleva en los ojos su augusto
sacrificio. Antonio Zambrana monta airoso, como clarín que va de silla,
seguro y enfrenado; el Marqués va caído, el ardiente Salvador Cisneros,
que es fuego todo bajo su marquesado, y cabalga como si llevara los
pedazos mal compuestos; Francisco Sánchez Betancourt le trae a la patria
lo que le queda aún del cuerpo pobre, y todos le preguntan, rodean y
respetan. Pasa Eduardo Agramonte, bello y bueno, llevándose las almas.
–¡Allá van, entre el polvo, los yareyes, y las crines, y las
chamarretas!
Los de las Villas llegaron más al paso, como quienes venían de
marchas muy forzadas, y a bala viva ganaron el camino al enemigo. Les
mandaba la escolta al polaco Roloff, noble jinete, que sabe acometer, y
sabe salvar, alto de frente, inquieto y franco de ojos, reñido con las
esperas, e hijo fanático y errante de la libertad. Doctores y maestros y
poetas y hacendados vienen con él; ¡y esto fue lo singular y sublime de
la guerra en Cuba: que los ricos, que en todas partes se le oponen, en
Cuba la hicieron! Por el valer y por los años hacía como de cabeza
Miguel Jerónimo Gutiérrez, que se trajo a pelear el juicio cauteloso, el
simple corazón, la cabeza inclinada, la lánguida poesía, el lento
hablar: y su hijo. Honorato Castillo venía a levantar la ley sin la que
las guerras paran en abuso, o derrota, o deshonor, –y a volverse al
combate, austero e impetuoso, bello por dentro, corto de figura, de alma
clara y sobria. Manso, «como una dama», en la conversación, peinadas
las barbas de oro, y todo él consejo y cortesía cabalgaba Eduardo
Machado, ya comentando y midiendo; y con él Antonio Lorda, en quien el
obstáculo de la obesidad hacía más admirable la bravura, y la constancia
era igual a la llaneza; las patillas negras se las echaba por el
hombro: clavaba sus ojos claros. Arcadio García venía con ellos, natural
y amistoso; y patria todo, y buena voluntad; y Antonio Alcalá, popular y
querido, y cabeza en su región; y Tranquilino Valdés, de voto que pesa,
hombre de arraigo y calma. Iba la cabalgata, fatigada y gloriosa: se
disputaban a los valientes villareños las casas amigas: ¿no venían bajo
un toldo de balas?
Tienen los pueblos, como los hombres, horas de heroica virtud, que
suelen ser cuando el alma pública, en la niñez de la esperanza, cree
hallar en sus héroes, sublimados con el ejemplo unánime, la fuerza y el
amor que han de sacarlos de agonía; o cuando la pureza continua de un
alma esencial despierta, a la hora misteriosa del deber, las raíces del
alma pública. Son entonces los corazones como la flor de la maravilla de
nuestras sabanas, todos sensibles y de color rico; y hay guirnaldas de
almas, lo mismo que de flores. Dejan caer la pasión los pechos más
mezquinos, y la porfía es por vencer en la virtud. Manos heladas, del
poco uso, se dan con vehemencia: los hombres no se murmuran los méritos,
ni se los picotean: miran de frente los ojos resbaladizos. Guáimaro
vivió así, de casa en casa, de junta en junta, de banquete en banquete.
Hoy Céspedes convidó a su mesa larga, y entre rústica y rica, con
ochenta cubiertos, y manteles y vinos: y en la mirada ceremoniosa, y
siempre suya, se le veía la felicidad: ¡qué arranques conmovedores, de
jóvenes y de viejos, y qué mezcla de pompa aprendida y de grandeza
natural en los discursos! Luego el Centro invitó a Oriente y a las
Villas. Y las Villas invitaron después. Y después Manuel Quesada,
General del Centro entonces, la palabra entre melosa y altanera, el
vestido ejemplar y de campaña, alta y calzada la estatura. No había
casas con puertas, ni asambleas sin concordia, ni dudas del triunfo. La
crónica no era de la que infama y empequeñece, sobre mundanidades y
chismes; sino de las victorias más bellas de los héroes, que son las que
alcanzan sobre sí propios. Las conversaciones de la noche eran
gloriosos boletines.
Que Céspedes, convencido de la urgencia de arremeter, cedía a la
traba de la Cámara. Que Agramonte y Zambrana, porque no se les tuviera
la idea de la Cámara por aspiración personal, ponían, en el proyecto de
constitución que la junta de representantes les encargó, lejos de su
alcance por algunos años la edad de la presidencia. Que Céspedes cedía
la bandera nueva que echó al mundo en Yara, para que imperase la bandera
de Narciso López, con que se echó a morir con los Agüeros el Camagüey.
Que el estandarte de Yara y de Bayamo se conservaría en el salón de
sesiones de la Cámara, y sería considerado como parte del tesoro de la
República. Que aunque suene, por parte de los unos a amenaza o
reticencia, los otros consentirán en que la Cámara quede con el derecho
de juzgar y de deponer a los funcionarios que puede nombrar. Que la
Cámara pueda nombrar al Presidente de la República.
Y mientras concertaban los jóvenes ilustres, en el proyecto del
código de la guerra, las entidades reales y activas del país y sus
pasiones y razones criollas, con sus recuerdos más literarios que
naturales, e históricos que útiles, de la Constitución extraña y
diversa, de los Estados Unidos; mientras en junta amigable componían, en
el trato de su romántica juventud con lo que la prudencia ajena pudiera
añadir a la suya, un código donde puede haber una forma que sobre, pero
donde no hay una libertad que falte, crecía en Guáimaro, con el afecto
íntimo, la cordialidad que dio aquellos días inolvidable hermosura. Era
ya la cabalgata tempranera, por fatigar el caballo o por lucirlo, a la
fonda del chocolate del país, con las roscas de catibía servidas entre
risas, y el buen queso fresco. Era el pasear de brazo, admirándose y
señalándose; y contando unos, si regatear, el mérito de los otros. Era
el visitar la casa hospitalaria de Francisco Sánchez Betancourt, donde
tenían estrado Amelia y Luisa o la de Manuel Quesada, con Ana y Caridad;
o la de Céspedes siempre afable y ameno. Era el enseñarse en el paseo
del portal a Rafael Morales, de viril etiqueta, empinado y vivaz,
verboso de pensamiento, y todo acero y fulgor, como tallado en una
espada; a Julio Sanguily, amigo universal, llano y feliz, oyendo más que
hablando, saliéndose del grupo en cuanto le trataban de sus proezas; a
Manuel Sanguily, siempre de cara al enemigo y al debate, y con la
palabra, como la cabellera, de oro; a Francisco la Rua, fino y sencillo,
con aquella rectitud de su alma militar que ya anunciaba en él el
flagelo de los que quieren alzarse sobre la república por la fama ganada
en su servicio; a Luis Ayestarán, velada por la cultura su tristeza, y
bueno y silencioso, como un enamorado; a Luis Victoriano Betancourt, que
veía las entrañas de las cosas, y las del hombre, con sus espejuelos de
oro; a Tomás Mendoza, austero y cabeceador con chistes que eran
sentencias, y autoridad que le alzaba la estatura; a Cristóbal Mendoza,
con el alma en los labios chispeantes y la cabeza llena de letras y de
lenguas; Domingo Guiral, más notorio por el brío con que condenó a
Napoleón Arango, que por la frase social y el esmero inmaculado del
vestido; a Francisco Diago, jubiloso y menudo, valiente como cien,
siempre al pie de una dama; a Ramón Pérez Trujillo, disputando, negando,
flagelando, arguyendo; a Federico Betancourt, de burla amiga y suave, y
con los brazos siempre abiertos. Al caer la noche, cuando el entusiasmo
no cabe ya en las casas, en la plaza es la cita, y una mesa la tribuna:
toda es amor y fuerza la palabra; se aspira a lo mayor, y se sienten
bríos para asegurarlo; la elocuencia es arenga: y en el noble tumulto,
una mujer de oratoria vibrante, Ana Betancourt, anuncia que el fuego de
la libertad y el ansia del martirio no calientan con más viveza el alma
del hombre que la de la mujer cubana. Del brazo andan las gentes, y el
día entra en la noche. Así, hombro a hombro, se acercaba el día diez.
Era la casa de la Asamblea vasta y hermosa, a una esquina de la plaza
del pueblo: casa de calicanto, de ancho portal de horcones y las rejas
de la madera del país. Adentro, en dos hileras a los lados aguardaban,
al centro del salón, los asientos de rejilla de los representantes, y de
cabecera estaba la mesa presidencial, y a ambos cabos las dos sillas de
la secretaría. Suele el hombre en los grandes momentos, cuando lo pone
por las alturas la nobleza ajena o propia, perder, con la visión de lo
porvenir, la memoria minuciosa de lo presente. Sombra es el hombre, y su
palabra como espuma, y la idea es la única realidad. Aquel tesoro de
pureza que busca en vano el hombre se viene a la mano, y sólo a él se
ve, y todo lo del rededor se olvida, como sólo ve la luz de un rostro la
mujer de repente enamorada. Sí: Céspedes presidió, ceremonioso y culto:
Agramonte y Zambrana presentaron el proyecto: Zambrana, como águilas
domesticadas, echaba a cernirse las imágenes grandiosas: Agramonte, con
fuego y poder, ponía la majestad en el ajuste de la palabra sumisa y el
pensamiento republicano; tomaba al vuelo, y recogía, cuando le parecía
brida suelta, o pasión de hombre; ni idólatras quiso, ni ídolos; y tuvo
la viveza que descubre el plan tortuoso del contrario, y la cordura que
corrige sin ofender; tajaba, al hablar, el aire con la mano ancha. Acaso
habló Machado, que era más asesor que tribuno. Y Céspedes, si hablaba,
era con el acero debajo de la palabra, y mesurado y prolijo. En conjunto
aprobaron el proyecto los representantes, y luego por artículos, «con
ligeras enmiendas». El golpe de la gente en las ventanas, y la
muchedumbre, no muy numerosas, de los bancos del salón, más con el
corazón encogido que con los vítores saludaron en la república nueva el
poder de someter la ambición noble a la voluntad general y, acallar ante
el veto de la patria la convicción misma, fanática o previsora, del
modo de salvarla. Un tierno apego se notó a la salida, de la multitud
confusa, a los jóvenes triunfantes, y había algo de regio de una parte,
qué se envuelve en el armiño y desaparece, y algo por la otra del placer
de la batalla.
Momentos después iba de mano en mano la despedida del general en jefe
del ejército de Cuba, y jefe de su gobierno provisional. «El curso de
los acontecimientos le conduce dócil de la mano ante la república
local»: «La Cámara de Representantes es la única y suprema autoridad
para los cubanos todos»: «El Destino le deparó ser el primero» en
levantar en Yara el estandarte de la independencia: «Al Destino le place
dejar terminada la misión del caudillo» de Yara y de Bayamo:
«Vanguardia de los soldados de nuestra libertad» llama a los cubanos de
Oriente: jura «dar mil veces la vida en el sostenimiento de la república
proclamada en Guáimaro».
El once, a la misma mesa, se sentaban, ya en Cámara, los diputados, y
por la autoridad del artículo séptimo de la constitución eligieron
presidente del poder ejecutivo a quien fue el primero en ejecutar, a
Carlos Manuel de Céspedes; presidente de la Cámara, al que presidía la
Asamblea de representantes del Centro, de que la Cámara era ensanche y
hechura, a Salvador Cisneros Betancourt; y general en jefe de las
fuerzas de la república al general de las del Centro, a Manuel Quesada.
Era luz plena el día 12 cuando, con aquel respeto que los sucesos y
lugares extraordinarios ponen en la voz, con aquella emoción, no sujeta
ni disimulada, que los actos heroicos inspiran en los que son capaces de
ellos, fueron, rodeados del poder y juventud de la guerra, de almas en
quienes la virtud patriótica sofocaba la emulación, tomando asiento en
sus sillas poco menos que campestres los que, con sus manos novicias
habían levantado a nivel del mundo un hato de almas presas. Juró
Salvador Cisneros Betancourt, más alto de lo usual, y con el discurso en
los ojos, la presidencia de la Cámara. De pie juró la ley de la
República el presidente Carlos Manuel de Céspedes, con acentos de
entrañable resignación, y el dejo sublime de quien ama a la patria de
manera que ante ella depone los que estimó decretos del destino:
aquellos juveniles corazones, tocados apenas del veneno del mundo,
palpitaron aceleradamente. Y sobre la espada de honor que le tendieron,
juró Manuel Quesada no rendirla sino en el capitolio de los libres, o en
el campo de batalla, al lado de su cadáver. Afuera, en el gentío, le
caían a uno las lágrimas: otro apretaba la mano a su compañero: otro oró
con fervor. Apiñadas las cabezas ansiosas, las cabezas de hacendados y
de abogados y de coroneles, las cabezas quemadas del campo y las rubias
de la universidad, vieron salir, a la alegría del pueblo, los que de una
aventura de gloria entraban en el decoro y obligación de la república,
los que llevaban ya en sí aquella majestad, y como súbita estatura, que
pone en los hombres la confianza de sus conciudadanos.
Un mes después, se ordenó, con veinticuatro horas de plazo para la
devastación, salvar del enemigo, por el fuego, al pueblo sagrado, y
darle ruinas donde esperaba fortalezas. Ni las madres lloraron, ni los
hombres vacilaron, ni el flojo corazón se puso a ver cómo caían aquellos
cedros y caobas. Con sus manos prendieron la corona de hogueras a la
santa ciudad, y cuando cerró la noche, se reflejaba en el cielo el
sacrificio. Ardía, rugía, silbaba el fuego grande y puro; en la casa de
la Constitución ardía más alto y bello. Sobre la ola de las llamas, en
la torre de la iglesia, colgaba la campana encendida. Al bosque se fue
el pueblo, al Derrocal. Y en la tierra escondió una mano buena el acta
de la Constitución ¡Es necesario ir a buscarla!
José Martí. Publicado en el periódico Patria, 10 de abril de 1892.
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