Mi primer recuerdo de nuestro encuentro de niños, fue cuando su padre y el mío nos llevaban a aprender natación en las piscinas del parque Martí. En realidad la amistad familiar venía de antes, cuando nuestras madres fueron compañeras de aula en la Escuela Normal de Maestros de La Habana, o quizás desde tiempos anteriores, cuando nuestras respectivas abuelas maternas compartían taquilla y acomodación en el cine Alameda.
Era chiquito, flaco y cabezón como un fósforo. Arrastró una banqueta de madera y explicó que haría una representación teatral de un tal Marcos Behmaras, llamada “La taza de oro”, pero que como era de un solo actor, era un “monólogo”. Aquello era fuerte de digerir, porque con doce años recién cumplidos, aunque a uno lo devoraran las ansias de leer, todavía se pensaba más en jugar. Sin embargo, el “fósforo” nos embrujó y nos dejó pensando.
Compartimos más años de estudio que los imaginables: secundaria, preuniversitario y universidad. De la beca en Baracoa a la beca en la URSS. Fueron años de exámenes y de concursos de conocimientos, de competencias deportivas, de fiestas sabatinas, novias, y siempre de burlas, porque por mucho que maduró, sigue siendo un niño que juega.
En el medio, el desgarramiento brutal del que más de una vez he contado y que sacó mis rabias y definió de una vez y por todas, mi militancia y mi compromiso, cuando a él, mi amigo, le arrancaron al padre en el atentado terrorista de Barbados.
Entre cada página de esa primera vida, lo acompañó el teatro: El premio flaco, El asesinato de X, Dios te salve comisario, Contigo pan y cebolla, y alguna que otra improvisación dramatúrgica como la teatralización de West Indies Ltd., de Nicolás Guillén, o la vida del Che Guevara, contada para los soviéticos. En algunos de ellos actué bajo sus órdenes, lo suficiente como para convencerme de que lo mío era el periodismo y la prosa, y no el teatro.
Pero sí lo acompañé en cada debut escénico. Discípulo de la laboriosidad incansable que en su casa le enseñaron como culto a la dignidad humana, él convirtió la creación en un derroche infinito y solidario de todo el amor recibido y necesitado. Un amor reflexivo, pensante, que conmueve. Y cuando uno se levanta de la butaca, sale a la calle a cambiar el mundo, para hacerlo mejor. Su obra mayor es la colmena, hoy multiplicada por toda Cuba y por el mundo; y su hueste de abejitas repartidoras de miel.
Le dicen Tin, porque así le decía su padre, y así le dicen su madre y sus hermanos, y los niños y sus familias, sus compañeros de trabajo, algunos amigos y admiradores. ¡Hasta sus hijas, cuando comparten con él las tablas! Pero nunca he podido decirle así. En cambio, me persigue aquella imagen del fósforo que ardía, mientras repartía miel con una taza, una noche de invierno en los camilitos.
Uno tiene consciencia de lo trascendente de su vida al verlo reconocido como Héroe del Trabajo. En realidad, él, Carlos Alberto Cremata Malberti, ya era hace rato para muchos de nosotros “el Crema”. Simplemente, “Crema”. No hay otro apelativo que nos devuelva el heroísmo de su entrega que esa apócope de su apellido –expresión muy cubana de lo mucho bueno que es este ser humano, nacido para verter en los demás toda la miel de su taza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario