Pensé, brevemente, que aquel escenario me redimía de la angustia, pero mi pecho se agitaba con lo vivido minutos antes. Al salir de la Plaza Roja, donde había tenido lugar un desfile magro, al que la gente asistía por invitación y escasa convicción, y en el que al final, tras el paso de la infantería y las armas, ingresó el pueblo con reclamos políticos, económicos y sociales de toda índole, caminé contra corriente por el Kremlevskiy proyezd, del lado de la muralla, con las aspiración de llegar a Petrovka, casi frente al TSUM, donde radicaba la corresponsalía de Prensa Latina. Al pasar por las verjas abiertas del jardín de Alexánder, percibí una gran agitación de gente. Me acerqué y entré: ante la tumba del soldado desconocido se producía un hecho insólito: un coronel soviético -o un individuo disfrazado de coronel soviético (con todo lo luego conocido, cabe también esa conjetura)- con
el pecho cubierto por las medallas que habría ganado en los campos
de batalla de la Gran Guerra Patria, se acercó portando una bandera de Estados Unidos, se arrodilló ante el fuego eterno y la besó. Muchas veces me pregunté: "¿De dónde había salido? ¿Era real, era un
actor, un provocador, o un montaje cuidadosamente planificado
por aquellos que se iniciaban entonces en la aventura de los reality
shows? ¿Qué hacía esa bandera allí? Una anciana que contemplaba
la escena exclamó como para ser oída: «¡Dios, dónde está el honor
de nuestros militares!».
En el tránsito entre la Plaza Roja, la Tumba del Soldado desconocido y la fiesta ulterior frente al Bolshoi, se instaló en mi mente la convicción profunda de que aquel país que había conocido de este a oeste y de norte sur; cuya gente, historia y cultura me resultaba entrañable; en el que me había hecho hombre y profesional, y al que agradecía profundamente habernos salvado cuando estuvimos a punto de desaparecer, ese país, la URSS, se venía abajo irremediablemente. Treinta y cuatro años después, gracias a los adelantos de las comunicaciones, he desandado virtualmente el mismo camino. Hay menos veteranos en la Plaza, en el desfile y en la fiesta de la Plaza del Teatro. El poderío recobrado no solo es militar y político. Tiene un sólido sustento económico, y un aún más fuerte basamento cultural. Hoy la sede de Prensa Latina está en otro lugar de Moscú y el viejo edifico de Petrovka fue reemplazado por nuevas y lujosas edificaciones. Ya no están las puertas que guardaron mi desasosiego ante la constatación de la pérdida irremediable. Pero la capital rusa, que no cree en lágrimas, como dice el refrán, está erguida frente a la nueva embestida fascista. De nuevo a Rusia la cercaron, de nuevo arrasaron con sus hijos, de nuevo un eje de conjurados intentó arrodillarla, descuartizarla y poseerla. En vano. Como en los tiempos de la Rus de Kíev, de Alexander Nevski, de las invasiones de Napoléon y de Hitler, el ruso ha mostrado aquel filo incontrastable de su carácter que José Martí adivinó en los cuadros de Vasili Vereshaguin: "renovará", ¡y vaya que ha renovado y aún renovará más!
Quienes ingresaron este 9 de mayo de 2025, en el 80 aniversario de la victoria, a la Tumba del soldado desconocido, tuvieron una confirmación muy diferente de la que aquel aciago 1991, cuando muchos creían que el mundo y la historia se acababan. Rusia, acompañada por una representación suficientemente amplia del mundo multipolar que puja por nacer, rendía honores a los suyos y a todos los caídos en todos los escenarios de la gran conflagración, en los deberes internacionalistas y a los que se sacrificaron en la nueva contienda impuesta. Fidel Castro lo advirtió en fecha tan temprana como 2014, que sería un error para el imperialismo cercar al gigante eslavo. Un adversario inteligente, Henry Kissinger, también predijo la catástrofe. La soberbia del Imperio y sus siervos fascistas les impidió justipreciar el aviso. Los rusos -y su presidente, Vladimir Putin- lo han dicho con palabras sencillas y actos contundentes: no renuncian a la memoria, no renuncian a sus muertos, no renuncian a su orgullo, no renuncian a su Patria, no renuncian a la paz, a la solidaridad y a la justicia entre los seres humanos.
Al ver al presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, depositar flores ante el fuego eterno en compañía de Putin y sus colegas de otras partes del mundo, ratifiqué que la historia son ciclos, que no hay derrota para quien nunca se arrodilla, y que siempre está la opción de volver y salvar. Este 9 de mayo ha sido una nueva jornada de renovación de la fe salvada.
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