A partir de hoy, Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador, Voz de los sin Voz, martirizado con un disparo en el corazón ante el altar de la capilla del Hospital de la Divina Providencia, gozará del privilego de los altares oficiales, Beato como mártir in odium fidei (por odio a la fe). Treinta y cinco años meditó el Vaticano su decisión.
El pueblo creyente, el pueblo ateo y el pueblo agnóstico de El Salvador, los pueblos de Nuestra América, lo tienen hace rato en sus altares reverenciado como San Romero de América. No necesitaron más testimonios de su santidad que el eco de su voz inapagable a través del tiempo, apelando a la justicia, a la bondad, a la solidaridad el amor y la paz entre los salvadoreños y entre todos los seres humanos.
El 14 de octubre de 2009, día de mi llegada a El Salvador, designado como Embajador de Cuba en ese país, y fiel a las enseñanzas de Martí, acudí, antes de quitarme el polvo del camino, a colocar flores y rendir homenaje ante la tumba del difunto prelado (también lo hice ante el monumento del Apóstol, los panteones de los comunistas Farabundo Martí y Shafik Hándal y el busto del poeta Roque Dalton). Fue una peregrinación a las raíces de la historia salvadoreña y al respeto que siempre profesé hacia ese pueblo, de cuyos hijos recibí -en nombre de Cuba- muchos aprendizajes e infinita generosidad.
Volví muchas veces más, acompañando la ofrenda del General de Ejército Raúl Castro en ocasión del 30 aniversario del asesinato, las del entonces Presidente del Parlamento cubano Ricardo Alarcón y del canciller Bruno Rodríguez durante sus visitas. Cada 24 de marzo, en el aniversario del crimen, acudimos junto al pueblo salvadoreño los cubanos que vivíamos y trabajamos en El Salvador a depositar flores ante la cripta: diplomáticos, colaboradores y residentes. No era un simple acto protocolar.
Recuerdo que al principio sorprendió a los salvadoreños ver una cinta roja, azúl y blanca en la corona de flores blancas frescas. Sus ojos se inyectaban de ira porque asumían que se trataba de una ofensa del partido ARENA, cuya bandera tiene esos mismos colores, y cuyo líder -el tristemente recordado mayor Roberto D´Aubuisson- fue el autor intelectual del magnicidio. Pero ví también cómo esos mismos ojos se humedecían de ternura cuando leían atada a la cinta la tarjeta, donde según el hábito local, seidentificaba el homenaje de Cuba. Sé que muchos de los más humildes descubrieron entonces que esos eran los colores patrios que los cubanos reverenciábamos, acariciaron la tarjeta y la cinta, y odiaron más a la ultraderechista organización por "usurpar los símbolos de Cuba", según les oí afirmar.
La cripta de Monseñor Romero en la catedral metropolitana de San Salvador acogió, desde las navidades de 2010 una iniciativa del movimiento salvadoreño de solidaridad con Cuba y las organizaciones religiosas que lo integran, que por si sola, habla de la devoción cuscatleca hacia nosotros: una misa popular, generalmente oficiada por el sacerdote belga-salvadoreño Pedro Declerq, denominada "No más navidades sin los Cinco", para reclamar la liberación de los cinco luchadores antiterroristas cubanos que durante 16 años estuvieron prisioneros en cárceles de Estados Unidos, acusados de espionaje y crímenes que no cometieron y que jamás fueron probados. El reclamo desde devoción por la fe y la opción por la justicia y la vida, hecho bajo la tutela de los restos de Romero, se convirtió de año en año en una experiencia que contagió a comunidades cristianas y de emigrantes salvadoreños en México, Canadá, Estados Unidos, Guatemala y Suecia.
También recuerdo la tragedia del huracán Ida, en 2009, y cómo una
brigada médica cubana del contingente de emergencia contra catástrofes Henry Reeve, se unió con 53 médicos salvadoreños
graduados de la Escuela Latinoamericana de Medicina y 4 graduados de la
Universidad Nacional de El Salvador para escribir durante 11 meses una
de las más brillantes páginas de internacionalismo y humanismo que se
recordarán jamás bajo la bandera de "Brigada Médica Cubano-Salvadoreña
Monseñor Romero", estandarte que hoy está en nuestra Patria, en el museo
de recuerdos de la Unidad Central de Colaboración Médica del Ministerio de Salud Pública de Cuba.
Muchas vivencias del servicio prestado a Cuba en El Salvador se asocian con el nombre del religioso y profeta. En esos y otras experiencias tuve la oportunidad de conversar amplio y profundo sobre asuntos de la fe en El Salvador y Cuba y sobre la vida del propio arzobispo con sus colaboradores y su familia, con quienes lo conocieron o fueron sus contemporáneos. El propio Salvador Sánchez Cerén, comandante guerrillero y actual Presidente del país, tan radicalmente revolucionario como creyente, me explicó muchas veces cómo vivió aquellas misas del primado capitalino, que de un lado removían hasta los cimientos a la dictadura militar y a la oligarquía nacional, y del otro enardecían y llenaban de esperanzas y coraje al pueblo. También me narró cómo le llegó la noticia del asesinato, ya en la más absoluta clandestinidad y cómo el crimen fue la chispa que desató la revolución popular y antidictadorial en su país.
No hace falta discutir sobre Dios, lo divino y lo terrenal para inspirar, unir a una nación entera y guiarla espiritualmente a través de los derroteros del tiempo y la historia. Oscar Arnulfo Romero y Galdamez lo logró con su propio crecimiento humano y espiritual, desde el más elemental conservadurismo donde lo ubican unos, hasta asociarlo otros con la teología de la liberación en la que jamás comulgó. Lo único cierto es que el Obispo Mártir resucitó en la gente y está hoy en el cielo de América; en la cima y el fuego de sus volcanes, en la humedad y el misterio de sus selvas, en el caudal de sus ríos y las olas de sus mares, santificado por el pueblo todo: blancos, negros, indios, mestizos, creyentes, ateos, agnósticos, pobres, medios y hasta ricos. El habló por cada uno de ellos cuando estaba prohibido hablar, y ese puede ser un milagro mayor, sin códice y único.
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