Prometí volver con una emoción del 70 aniversario de la victoria del pueblo soviético sobre el fascismo. Algunos me lo han reclamado. Ahí les va:
En el verano de 2006 visité el museo-memorial existente en lo que fue el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín, en Alemania. Había visitado otros similares en la antigua URSS, pero ninguno conservaba -fueron demolidos por los nazis en su estampida- las evidencias de aquella macabra maquinaria de anular y matar a los seres humanos. Hacía pocos días había leído unos versos de un religioso alemán: Friedrich Gustav Emil Martin Niemöller, o simplemente, Martin Niemöller, quien fue comandante de submarino durante la Primera Guerra Mundial y después mandó un batallón en la Región del Ruhr, para dedicarse finalmente a los estudios de Teología entre 1919 y 1923.
El caso es que Niemöller, quien al inicio de su actividad religiosa fue anticomunista, antisemita y nacionalista, se rebeló contra la disposición hitleriana que excluiría a todos los creyentes con antepasados judíos y fundó la llamada Iglesia Confesante, un grupo protestante que se opuso tajantemente a la nazificación de las iglesias alemanas. Por esas posiciones fue arrestado el 1 de julio de 1937, juzgado por un tribunal especial y no obstante haber servido en prisión preventiva su condena, fue internado en los campos de concentración de Sachsenhausen y de Dachau desde 1938 hasta 1945, en que este fue liberado por las tropas aliadas, cuando había llegado a ser la joya del exterminio nazi, con sus 94 subcampos de concentración subordinados. Para entonces, ya Sachsenhausen -no menos letal- había sido ocupado por los soviéticos.
Tras su redención, Niemöller se convirtió en un militante acérrimo de la paz -no del pacifismo, como algunos quisieron reducirlo. Un revolucionario -como a si mismo se autocalificó una vez- que exigía paz con justicia y dignidad, para todos, especialmente para las víctimas de las guerras.
Entre sus actos del período postbélico se cuentan la promoción de la Declaración de Culpabilidad de
Stuttgart, firmada por diversos líderes del protestantismo alemán, en la
que se reconocía que las iglesias no habían hecho lo suficiente para
combatir el nazismo. Cuando tuvo conocimiento de cómo con el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki se había humillado, más que derrotado, a Japón, no le temblaron los labios para denunciar a Harry Truman
como “el peor asesino del mundo después de Hitler”. En 1961, en plena Guerra Fría, fue elegido presidente del Consejo Mundial
de Iglesias, desarrollando una activa labor dentro de los movimientos europeos por la paz y denunciando a la explotación y a la avaricia por acumular riquezas como uno delos grandes obstáculos a la paz y a la fraternidad entre los seres humanos. En 1965 el entonces presidente de Estados Unidos,Lyndon B. Johnson, enfureció cuando en plena guerra de Vietnam, Niemöller se reunió en Hanói con el presidente Ho Chi Minh. Murió en 1984, a los 92 años de edad, legando toda una historia personal de crecimiento humano y de fe en la virtud de los hombres.
De él era el poema Cuando los nazis vinieron por los comunistas, escrito en 1946, con las heridas de la guerra a flor de piel, que había leído unas semanas antes de visitar Sachsenhausen, ese lugar terrible donde estaban enterradas las lágrimas, los sudores y la sangre de Niemöller, y que algunos han atribuido al dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht. Los versos narran las consecuencias de no ofrecer resistencia a la barbarie, tan pronto esta asoma la cabeza, y viene de anillo al dedo para aquellos que se entregan al servicio de los imperios en contra de su pueblo, sin percatarse de las consecuencias. Se discute mucho sobre el orden de las palabras y el propio Niemöller dijo en una ocasión que no se trataba originalmente de un poema, sino del sermón ¿Qué hubiera dicho Jesucristo?, pronunciado en la Semana Santa de aquel primer año de paz en su patria:
Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.
El poema parece muy claro. Pero todo se hace trasparente como luz cuando, como me ocurrió, se lee allí, en el campo del martirio, ante las vitrinas pobladas de zapatos, de ropa, de espejuelos, de prótesis dentales, ante el olor de un silencio pesado, húmedo, sombrío que brota de los crematorios abandonados y en cuyas manijas cuelgan flores. Se cuenta que grupos neonazis han atacado las edificaciones que quedan en pie y el museo. Los cubanos que hasta allí hemos podido llegar aprendimos hace tiempo a no callar y a no olvidar. Tenemos recetados tres días de licencia para matar patriotas. Cerca de allí, en la misma ruta, hay un cementerio memorial soviético. La unificación alemana lo respetó y protege, más alla del extremismo que exige su demolición. La memoria del horror no puede ser negociable. Las víctimas de Dachau y Sachsenhausen, el viacrucis de Niemöller son solo eso hoy, memoria, gracias también a los 27 millones de vidas soviéticas que salvaron al mundo y a la propia Alemania del fascismo, y de los cuales una mínima y simbólica parte yace allí. Puse una flor en silencio y nos abrazamos sobrecogidos ante la estatua de una madre con el hijo-soldado caído en sus brazos.
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