sábado, agosto 01, 2020

PARA EUSEBIO LEAL

Mi primer recuerdo de Eusebio Leal está asociado a mi niñez. Alguna vez, a fines de los años sesentas y principios de los setentas, mi madre y mi padrastro, que trabajaban en el Ministerio de Educación recién mudado a La Habana Vieja, nos empujaron a mi hermano y a mí, a escuchar los emocionantes relatos de Cuba que un hombre joven y medio poseso hacía en el medio de la vecina Plaza de Armas a quienes quisieran escucharlo, especialmente si exhibía un viejo machete o un cañón de tiras de cuero.

Mi padrastro, lector como pocos y camagüeyano de pura cepa, devoto de Ignacio Agramonte, cuyo retrato le acompañó siempre como talismán de virtudes y centinela de su conducta, intercambiaba a veces preguntas con el joven y porfiaba con él sobre las respectivas visiones de hechos históricos. A veces se unían Juan Padrón y su esposa Bertica, compañera de mi madre, con Elpidio Valdés recién nacido.

Luego aquellas imágenes se desdibujaron entre becas y estudios superiores, lejos de Cuba. No fue sino hasta 1982 en que al retornar a La Habana y azarosamente a su centro histórico, el capitán de fragata Enildo González Pérez, historiador de la Marina de Guerra Revolucionaria, me propició el reencuentro, motivado por la imperiosa necesidad de entender y entenderme.

Ya a mediados de los ochentas, inmerso en mi profesión periodística, más de una vez lo escuché contar en diferentes escenarios las historias inverosímiles de nuestros patriotas y guerras, historias que animaban la narrativa de una Nación y su cultura, y la creación y sostén de una nueva doctrina militar: la guerra de todo el pueblo. Él, siempre en el podio, y yo, detrás del block de notas y la cámara.

En 1992, de vuelta de la Corresponsalía de Granma en Moscú, herido con los terribles desgarramientos del derrumbe soviético, fui a dar a la redacción nacional del diario. Quiso el azar que un día mi jefa, Susana Lee, me pusiera a prueba –y a cura- enviándome a hablar con Eusebio sobre la aparición y publicación del Diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes.

Aquel encuentro con Eusebio se extendió por largas horas que me costaron una dura reprimenda por retrasar el cierre del periódico. Salí de él con una copia del Diario. ¿Qué vio Eusebio en aquel periodista joven, al que faltaba tanto conocimiento de su historia propia? “Para Pedrito…”, lo dedicó, como un padre a un hijo. Eso determinó todo lo demás. Cómo había adquirido algún conocimiento en temas marineros y me atraían los históricos como fundamento de la política, otras muchas veces compartimos tertulias en excavaciones del puerto y en las visitas de destacamentos navales de países amigos.

Un año más tarde, yo no lo sabía, la arquitecta Gina Rey conspiraba con Eusebio para obligar a Conchita Fernández a contar la historia de su vida de secretaria al lado de Fernando Ortíz, de Eduardo Chibás y de Fidel Castro. No fuimos presentados hasta 1994 y no fui aceptado finalmente por ella hasta noviembre de 1995. A veces nos veíamos y Eusebio me preguntaba: “Cómo va lo de Conchita”. Yo le contaba que la visitaba, la sonsacaba, la enamoraba y ella terminaba evitándome o haciéndome la misma historia que había repetido miles de veces a cuantos la habían entrevistado en la vida. “Insiste, sedúcela, me decía. Recuerda que Fidel se lo pidió y ella hablará”.

Con ese aliento persistí en mis habilidades seductoras, en el estudio de la historia republicana y en los largos pedaleos desde la Cancillería, donde ya trabajaba, hasta su casa, y luego, en la madrugada a la mía, hasta aquella noche de apagón largo y profundo en que Conchita me anunció que había decidido “desclasificar” su vida, para lo cual invirtió tres años. A distancia, Leal observaba y apenas sugería el rumbo: “¿Cómo va el libro? Pregúntale, pregúntale”, insistía con enfebrecida vehemencia.

A principios del año 2000, La Secretaria de la República fue concluida. Leal estudió el borrador con solemnidad y paciencia, como quien espera más: “Necesitas profundizar en la razón de esto. ¿Por qué no le agregas apuntes históricos sobre los hechos y los protagonistas?”… “¿Qué te dijo sobre este personaje?, ¡busca en tus notas!”… Hay que ser cuidadoso al narrar la historia de Teté y Pablo (de la Torriente)… “Revisa los documentos originales de la expulsión de Mella del partido, porque es muy dolorosa”… “Una de las cosas que más me fascinó es la lista de lugares de La Habana que tenemos que encontrar y recuperar para la historia y memoria de la ciudad y del país”… “Escribe todo lo que ella dijo de Fidel y no te preocupes, que él sólo lo leerá cuando se publique”.

Un día le comenté que otros historiadores y sociólogos que habían revisado la historia de vida de Conchita me querían someter a un ejercicio académico para convertir la investigación en un doctorado, pues le reconocían determinados valores. Yo me justifiqué como periodista, sin presumir de lo que no era. Su respuesta fue tan lacónica como memorable: “Serás doctor”. Cuando el libro ya se preparaba para imprenta, él aceptó escribir su prólogo para el público y avalar la investigación para su defensa ante la academia como el primer doctorado en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de La Habana.

Con Eusebio compartimos complicidades. Fui emisario y gustoso ejecutor de esfuerzos por devolver la bandera nacional a los edificios públicos y plazas de la ciudad. Conspiramos para que su verbo fuera mucho más visible como voz de Cuba ante el mundo, sobre todo en Nuestra América. Coincidí con sus afinidades antiguas y caballerescas y con su “cordis” vocación de cordial. Aprendí de trasmano cuando mi hermana, historiadora, mereció integrar su privilegiado equipo. Acompañé sus angustias, humor, pataleos, reconocimientos, y escuché emocionado sus ardorosos discursos y confidencias. Vivo persuadido de que, como enseñaba Martí, “Los hombres necesitan quien les mueva a menudo la compasión en el pecho y las lágrimas en los ojos; y les haga el supremo bien de sentirse generosos”. Eusebio siempre lo logró.

Por eso duele Eusebio. Duele mucho el Leal a Cuba, a los cubanos y a su tiempo. Duelen sus clases de ética, historia y diplomacia. Duele, porque nunca me permitió decirle de estos afectos que callé y hoy tanto me duelen. Porque siempre estuve en últimas filas, desde mi aprendida posición de periodista, observando y viviendo la vida sin llamar la atención, para contarla con la emoción con que la he vivido; sin una sola foto que documente la cercanía, el respeto y el amor, más allá de estas imágenes grabadas en el recuerdo.

Me consuela saber que esta también puede ser una historia de gratitud de muchos cubanos.


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