Mi primer recuerdo de Eusebio Leal está asociado a mi niñez. Alguna vez, a fines de los años sesentas y principios de los setentas, mi madre y mi padrastro, que trabajaban en el Ministerio de Educación recién mudado a La Habana Vieja, nos empujaron a mi hermano y a mí, a escuchar los emocionantes relatos de Cuba que un hombre joven y medio poseso hacía en el medio de la vecina Plaza de Armas a quienes quisieran escucharlo, especialmente si exhibía un viejo machete o un cañón de tiras de cuero.
Mi padrastro, lector
como pocos y camagüeyano de pura cepa, devoto de Ignacio Agramonte, cuyo
retrato le acompañó siempre como talismán de virtudes y centinela de su
conducta, intercambiaba a veces preguntas con el joven y porfiaba con él sobre
las respectivas visiones de hechos históricos. A veces se unían Juan Padrón y
su esposa Bertica, compañera de mi madre, con Elpidio Valdés recién nacido.