No tocar duro nuestras verdades
Estimado David:[1]
El Contrapunteo cubano del derrumbe soviético verá la luz en medio de acontecimientos tremendos que me recuerdan aquella borrachera triunfalista que siguió a la desaparición de la Unión Soviética y de los países socialistas europeos. En Argentina y mediante las urnas, llegó al poder una coalición de fuerzas derechistas neoliberales. En Brasil, los empresarios neoliberales corrompieron a políticos de todos los colores y después los chantajearon. En Bolivia armaron un falso escándalo folletinesco para derrotar una consulta popular. En Venezuela han hecho la guerra para cansar y rendir al mismo pueblo que no lograron vencer de modo lícito en dieciséis elecciones: violencia económica, violencia social, violencia política, violencia cultural, violencia mediática, violencia diplomática, violencia armada. Todo vale con tal de despojar a Venezuela de su orgullosa condición bolivariana.
En Cuba, se ha iniciado un desafiante proceso de restablecimiento de relaciones con el adversario histórico de la nación cubana (a mí no me gusta decir «normalización» —nunca han sido ni serán normales las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, como no lo son las relaciones de Estados Unidos con ningún país de este planeta—). Tendrían que renunciar a dominar de cualquier forma nuestro futuro, además de mantener relaciones diplomáticas, quitar el bloqueo y eliminar la base de Guantánamo. Por eso hay alguien que se afila los dientes y hace planes para sembrar las semillas del mal entre nuestro pueblo, hacerlas germinar en las elecciones generales de 2018, y que empiecen a dar flores y frutos venenosos en la Asamblea Nacional y en los comicios de 2023 o más tarde, sin apuro, como el cáncer…
Para celebrar por anticipado, una publicación de
cuyo nombre no quiero acordarme ha divulgado una repugnante caricatura de un
entierro, en el que los líderes de la izquierda latinoamericana cargan un ataúd
con la inscripción «Socialismo del siglo XXI», mientras que en Miami,
Washington y Madrid (dónde si no) se confabulan para promover el «concilio», el
«consenso» y el «cambio». El reformismo es ahora la realpolitik. Lo
revolucionario es contrarrevolucionario. Las derechas, incluidas las ultras,
son ahora el centro —que es, ¡nos dicen!, lo correcto, porque es sinónimo del equilibrio—.
Las izquierdas, nos explican, son extremistas. El conservadurismo ya no es la
antítesis del liberalismo, sino que es un sinónimo del socialismo, ¡y ay de
quien abra la boca para defenderse! Enseguida aparecen compungidos dolientes de
la libertad de expresión conculcada; enfáticos académicos postmodernos, ofendidos
reprimidos-seducidos-abandonados. Es la esquizofrenia artificial de la razón,
ese concepto con el que los psicólogos describieron las modificaciones y
reacciones de la conciencia de las masas a partir de la perestroika, de la que
tan bien se ha servido el imperialismo.
Todo esto ocurre en vísperas del centenario de la Revolución Socialista de Octubre, pretendiendo que la humanidad se olvide para siempre del 7 de noviembre de 1917; cuando Cuba vuelve a someter a debate el diseño de su futuro, cuando se escriben una nueva Ley electoral y una nueva Constitución que en algún momento irá a referéndum, cuando se preparan los comicios que en ese mencionado 2018 llevarán a la cima del poder político a los hijos de la Revolución Cubana, meses antes, también, de su sesenta cumpleaños. Para algunos, es el momento de articular ideología, economía y comunicación, como si fuera en un sistema de pensamiento lógico; cuestionar todo lo hecho, lo que se hace y se pueda hacer (desde el socialismo) y desatar la manipulación de toda la racionalidad cubana, separar a los hijos y a los nietos de los padres y los abuelos, convertir la diferencia generacional en ideológica, atomizar a la sociedad civil socialista cubana, sembrar la incertidumbre y a su más fiel acompañante: el conservadurismo, con el que algunas personas justifican la necesidad de estar de espaldas a lo evidente, adorar lo falso cautivador y colocarse en una zona de confort personal, a salvo del mundo real.
Hace poco releí Diez días que estremecieron al mundo. En uno de los capítulos finales, el periodista estadounidense John Reed resume con agudeza la naturaleza del cambio histórico del que fue testigo excepcional:
Los bolcheviques no habían conquistado el poder mediante una transacción de las clases poseedoras o los diversos jefes políticos, ni llegando a una conciliación con el antiguo aparato gubernamental. Tampoco por la violencia organizada de una pequeña camarilla. […] La única razón de la victoria de los bolcheviques es que comenzaron a dar realidad a las amplias y elementales aspiraciones de las capas más profundas del pueblo, llamándolo a la obra de destruir el pasado y cooperando con él para edificar, sobre sus ruinas, humeantes todavía, un mundo nuevo…
Reed llevaba razón. El crecimiento económico de Estados Unidos y Europa desde fines del siglo XIX y principios del XX, que impulsó las contradicciones capitalistas, alentó al mismo tiempo a los peores nacionalismos chovinistas, al militarismo y al imperialismo, que para entonces había librado su primera guerra de rapiña. Innegables avances políticos, especialmente en materia de lucha electoral y de clases, nacidos de grandes contradicciones, pronto comenzaron a desvirtuarse. Los parlamentos y las élites políticas convirtieron en una conducta natural el reformismo político. Muertos Marx y Engels, sus intérpretes «marxistas» se apresuraron a vender a los trabajadores una versión light de su ciencia que impidiera el surgimiento, establecimiento y avance de movimientos revolucionarios. En su lugar, proponían la avenencia, el pacto, la alianza con la burguesía, la cultura de la indiferencia y resignación que moderaran los reclamos políticos y sociales…, y a fin de cuentas, la traición a los trabajadores, a los ideales socialistas y comunistas.
Fue en esas condiciones que cobró vida una polémica cuya centralidad en la historia de los movimientos sociales a lo largo del tiempo ha sido determinante para el avance o el retroceso de los grandes procesos de emancipación y liberación nacional verdaderos, incluidos los de América Latina y el Caribe, y el nuestro propio, cubano. Me refiero a la polémica entre reforma y revolución. En nuestro caso, ese debate venía desde el proceso de forja de la independencia, por lo cual muchos esfuerzos se malograron, no pocas cabezas rodaron, y solo el gesto libertario y viril de Carlos Manuel de Céspedes nos salvó de la ruta errada. Esta polémica fue visible en el caso del movimiento socialdemócrata ruso, desde 1905 —es decir, muchos años después de la muerte de José Martí, un antirreformista radical—, y especialmente se hizo visible antes de producirse la Revolución de Octubre. Nacía del descontento sordo que generaban las confrontaciones imperialistas: EE.UU. y España; Rusia y Japón; Alemania y la Entente.
Como sus predecesores cubanos, los reformistas rusos argüían la falta de maduración de condiciones objetivas y subjetivas para generar el cambio, la necesidad de desarrollar fuerzas productivas y fortalecer a los proletarios, cada vez más esquilmados. Los aventureros, como se calificaba a los partidarios de la revolución, no esperaban a una maduración, sino que le ponían combustible a la situación; planteaban eliminar las concepciones reformistas de la burguesía y de los socialdemócratas y entregar el poder a la clase revolucionaria trabajadora. En esas polémicas andaba Lenin a principios de abril de 1917, cuando se aprestaba a regresar a Petrogrado desde Suiza, donde recibió las noticias de la rebelión antizarista y democrático-burguesa de febrero.
Un controversial pero lúcido compañero de Lenin en esa gesta, León Trotski —que nunca fue trotskista—, había planteado antes, con una brillantez conceptual que Vladimir Ilich abrazaría sin sonrojo, que la única manera de realizar las tareas de una verdadera revolución democrática era provocando una profunda transformación revolucionaria de la sociedad de clases, enlazándola con el socialismo; y que una chispa —en Rusia— echaría a andar el motor de la lucha de los trabajadores por la conquista del poder.
Para lograrlo, era necesario liberar al marxismo de dogmáticos y revisionistas, y despojar a las nuevas protoformas de poder socialista surgidas de los sucesos de febrero —los sóviets de obreros, campesinos y soldados— de la tutela de la burguesía y de los terratenientes. Asimismo, era necesario provocar un cambio de mentalidad en los cuadros dirigentes del bolchevismo y promover entre ellos y las bases de la organización debates genuinos que, lejos de desmoralizar, enriquecieran al partido y a la revolución misma.
Es en ese contexto que Lenin entiende que al movimiento revolucionario, que tiene una estrategia de lucha en la teoría marxista, le falta un diseño táctico revolucionario que lo haga avanzar hacia su objetivo definitivo: la conquista del poder político y el derrocamiento del régimen burgués. Esa táctica de lucha por el poder es la que recogen sus Tesis de abril de 1917, en particular la segunda, que describe la peculiaridad de aquel momento en que se debía gestar el traspaso del poder de la burguesía a los trabajadores y para lo cual el líder ruso identifica un conjunto de requerimientos que incluyen la creación de una fuerte conciencia de clase y organización entre los trabajadores; la formación de una voluntad férrea entre estos para luchar por el poder, asumirlo con responsabilidad, ejercerlo con prudencia y justicia y defenderlo con dignidad; la conducción del proceso en un marco de legalidad (que quizás es lo más contradictorio en la táctica leninista, porque la revolución misma, como fuente de derecho, quiebra el derecho precedente para engendrar una nueva legalidad); la ausencia de violencia contra las masas, como camino de ruptura con la guerra imperialista que había estallado con el atentado de Belgrado en 1916 y con la confianza inconsciente de las masas en sus adversarios históricos, ganada por sus trampas políticas, el clientelismo, la propaganda y hasta por la miseria y el hambre.
A estas condiciones debía adaptarse con habilidad y flexibilidad el partido para encabezar la lucha de los trabajadores por la conquista del poder en Rusia. Y persuadir a sus formas de organización —los sóviets— de que en esas condiciones ellos eran «la única forma posible de gobierno revolucionario». John Reed también da fe en 1917 del ascenso al poder de los trabajadores en Rusia y del auge del conservadurismo en las clases poseedoras. Reed reconoce que entonces los bolcheviques «no eran más que un pequeño grupo político» que tuvo la audacia de lanzar un programa de acción dirigido a «satisfacer las reivindicaciones más elementales y evidentes de los obreros, soldados y campesinos».
Reed lo había advertido en las calles de Petrogrado y lo había leído en los escritos firmados por Nikolai Lenin, donde el líder comunista advertía que «El problema fundamental de la Revolución… es el problema del poder… las revoluciones demuestran a cada paso cómo se vela el problema de saber dónde reside el verdadero poder, ponen de manifiesto la discrepancia entre el poder formal y el poder efectivo…». Y que «los obreros conscientes enfoquen serenamente el problema central de la revolución: el de saber en manos de quién se halla en los momentos actuales el poder del Estado».
En realidad, estas afirmaciones no expresaban más que el resultado de las profundas reflexiones del líder revolucionario sobre el proceso de degeneración reformista que había tenido lugar en su país y en Europa en el marco de la Primera Guerra Mundial, y la urgencia de que los protagonistas del próximo capítulo de la historia se reconocieran como tales, para poder asaltar el poder. Por cierto, el grupo que condujo la perestroika en la URSS se olvidó, ignoró, o peor aún, censuró y manipuló a su antojo todas estas incómodas ideas, traspasando poco a poco el poder a manos de los nuevos ricos, de mercenarios políticos y de transnacionales. Era obvio que para dar el salto atrás propuesto, Gorbachov y su equipo se habían hecho unas ideas muy peculiares acerca de la lucha por el poder, de las tácticas para su conquista, del balance interno y mundial de fuerzas, y nunca se detuvieron en la conciencia de los trabajadores acerca de su papel revolucionario ante la historia porque ello, además, había sido dejado de lado hacía años por el socialismo soviético.
Se atribuyen al líder soviético unas declaraciones presuntamente realizadas en la universidad americana de Ankara, en Turquía, en el año 1999, que revelan la esencia de esta estrategia. Era la época en que Gorbachov recorría el mundo dando costosas conferencias sobre el derrumbe. Según el texto publicado por medios checos, eslovacos, canadienses y por el diario ruso Soviétskaya Rossía, Gorbachov reconoce sin ambages que el objetivo de toda su vida fue la destrucción del comunismo, de la soportable dictadura sobre la gente.
[…] Cuando yo conocí personalmente a Occidente, yo comprendí que no podía retroceder del objetivo que me había propuesto. Para alcanzarlo debía cambiar a toda la dirección del PCUS y de la URSS, así como a toda la dirección de los demás países socialistas. Mis ideales en aquel momento iban por el camino de los países socialdemócratas. La economía planificada no permitía desatar el potencial que poseían los pueblos del campo socialista. Solo el tránsito hacia la economía de mercado podía dar a nuestros países la posibilidad de desarrollarse de forma dinámica. Tuve la suerte de encontrar aliados para la realización de estos objetivos. Entre ellos, un lugar especial ocupan Alexánder Nikolaievich Yákovlev y Eduard Amvrósiyevich Shevardnadze, cuyos méritos en nuestra lucha común fueron sencillamente invaluables. El mundo sin el comunismo se verá mejor. Después del año 2000 vendrá una época de paz y bienestar general […].
Uno de los personajes nombrados, Alexánder Yákovlev, llegó más lejos al diseñar toda una política de «desplazamiento tectónico», como la llamó, para destruir el núcleo cultural de la sociedad soviética —entendida la cultura en su noción antropológica, como siempre digo, y no solo artística y literaria— y, por esa vía, minar la hegemonía del Estado soviético a sabiendas de que existía un hábito maldito de actuar y decidir de espaldas al pueblo, y de caminar por las ramas y mirar a las apariencias, y nunca atacar los problemas en sus esencias y origen, en particular si concernían a la esfera de las relaciones de producción y de poder.
Serguei Kara-Murza, testigo y estudioso excepcional de aquellos años, describe sus efectos así: «la perestroika logró apartar la conciencia de la ciudadanía de la URSS del sentido común y de la sabiduría de la vida, obligó a creer en quimeras que con frecuencia entraban en contradicción con hechos evidentes y con el conocimiento elemental». Y la gente optó por el placer desconocido antes de seguir sufriendo de forma masiva, odió su estilo de vida y envidió el modo de vida capitalista, codició cosas en vez de seguir practicando la solidaridad, imponiéndose un darwinismo social que cobró millones de vidas entre los muertos de las guerras, del terror y de conflictos civiles, de enfermedades, hambre, frío y accidentes.
Así, la parálisis económica y su fuerte impacto social, las contradicciones y viejas prácticas soviéticas, y la manipulación de la conciencia colectiva condujeron a la demanda de reformas innecesarias, conducidas desde arriba, según los métodos de ordeno y mando que también reproducía Gorbachov. Fueron los nuevos ricos sus ideólogos: Gaidar, Yavlinski, los señores de las mafias del caviar y del petróleo, del hachís y la madera. Tal parecía que los líderes de la perestroika, mediocres hasta en el conocimiento de las doctrinas capitalistas, no se leyeron el epílogo de Adam Smith a su obra La riqueza de las naciones: «Cualquier propuesta de una nueva ley que provenga de esta clase de personas deberá recibirse con extrema desconfianza… pues esa proposición viene de una clase de gente cuyos intereses nunca podrán coincidir con los intereses de toda la población; esa proposición es solo una treta para engañar y abrumar la sociedad, como lo han logrado cada vez que sea posible».
Los soviéticos no se percataron de esa inmensa manipulación de que eran víctimas, y mucho menos los que militaban en las filas del PCUS porque, en la práctica, su Secretario General no dirigía, ni se preocupaba realmente por el partido, que pudo ser el arma transformadora principal del país. Pero los cubanos sí la advertimos, porque habíamos sido educados en la lealtad, la sinceridad, la entrega y el respeto de Fidel Castro, de los demás líderes de la revolución y de nuestro partido hacia el pueblo, al que siempre se habían dirigido con valentía y vergüenza, «la vergüenza [como dijo en una ocasión Fidel] de que alguien pudiera tener siquiera una sombra de duda o de sospecha de que estuviéramos disimulando la realidad para que la gente no se desanimara». La idea de usar la seducción en lugar de la fuerza contra la Revolución Cubana, de cambiar el discurso político por el discurso de la economía y el bienestar ya nos había rondado antes de que Obama llegara a la Casa Blanca, pero no se había convertido en política de Estado.
Una semana después de las elecciones presidenciales de 2008, George Walker Bush hospedó una crítica Cumbre del G-20 en medio de los estremecimientos de la crisis financiera y económica internacional que había estallado con el escándalo de las hipotecas, las pirámides monetarias y los quiebres de bancos. Los cubanos observamos la tenacidad con la que el emperador Bush defendía lo indefendible: «La respuesta no debe ser reinventar el sistema, sino solucionar los problemas y hacer las reformas necesarias». Bush, como en todos los ocho años de su mandato, escapaba del problema hacia adelante. Su receta, apegada a la doctrina del shock, apelaba a explotar la crisis para dinamitar la economía mundial y recoger sus pedazos, mientras los países y las empresas se recuperaban del anonadamiento. Con esa visión se empoderaron y derrumbaron durante toda esa primera década del siglo XXI una larga lista de gobiernos neoliberales en una región que anunciaba la gran derrama del bienestar opulento de los escasos ricos entre los misérrimos millones de pobres. Con esa visión le habían encomendado en 2003 sus tareas a Collin Powell y a Caleb McCarry, este último designado de antemano como Administrador General del Plan de la transición a la Cuba post-Castro.
Por eso, cuando Barack Obama comenzó a trabajar ya
de forma pública y abierta en su nueva visión para Cuba, lo primero que hizo
fue engavetar el Plan para una Cuba libre y, sin renunciar a los fines, cambiar
el discurso y el lenguaje, reconocer los yerros de la política estadounidense
hacia Cuba y el fracaso del prolongado bloqueo que, contrario al pronóstico de
Mallory, no logró rendir por hambre y enfermedades a los cubanos, ni sublevar
al pueblo contra el gobierno que se había dado en épica lucha y soberana elección.
Eso fue a pocas semanas de llegar a la Casa Blanca, en abril de 2009, durante
la V Cumbre de las Américas que tenía lugar en Trinidad y Tobago, en medio de
una rebelión latinoamericana y caribeña por la exclusión y agresión a que se
nos sometía. Pero los bloqueos generan crisis y penurias. Y Obama, no lo olvidamos,
proviene de Chicago, cuna de la escuela neoliberal de Milton Friedman.
En julio de 1991 reporté para Granma la visita a Moscú del presidente de Estados Unidos George Herbert Bush, el padre del otro. Lo escuché referirse a Adam Smith, a Theodore Roosevelt y a León Tolstoi; lo vi cortejar a Mijaíl Gorbachov y a los presidentes ruso Borís Yeltsin y al ucraniano Leonid Kravchuk. Aunque sus palabras fueron criticadas en algunos sectores del establishment yanqui, Bush y su severa esposa, sin la elocuencia ni la ciencia de Obama, ni la juventud de Michelle, encantaban como abuelitos adorables a las multitudes soviéticas que escuchaban enternecidas y esperanzadas el discurso celebrador del fin de la Guerra Fría y de la firma de los tratados START y las promesas de créditos, cooperación, alianzas. Los taxistas, los choferes de ómnibus, los estanquillos de prensa, las vidrieras y las cajas de los comercios, todos querían tener una banderita de Estados Unidos. No hacerlo podía ser visto como extremismo, conservadurismo y hasta un acto fuera de moda. Veinticinco años después me espantan similares conductas en La Habana, consciente, además, de la gran industria que hay detrás de ellas, exportándonos no solo banderitas, sino lycras, camisetas, pulóveres, chores, pañuelos, bolsos, sombrillas, corbatas, postales, plegables instructivos y manuales digitales de cuanta basura pueda producir la industria de la subversión y del marketing político.
Algunos tontos soviéticos, como algunos tontos cubanos, se sienten así «realizados» y hasta «empoderados». Dios libre a quien los critique, o los ofenda, tachándolos de anexionistas o miméticos. Para ellos, los beneficios sociales que la colectividad comparte dejaron de ser relevantes, como dejaron de serlo las organizaciones que están detrás de ellos y los símbolos que los representan. Es tal vez el precio ingrato de la generosidad desmedida. Su actitud, mezcla de disidencia, de ingenuidad y de sumisión, fue descrita hace mucho por el filósofo español José Ortega y Gasset, cuando dijo que «las masas mimadas son tan ingenuas que consideran toda nuestra organización material y social a su disposición como si fuera el aire, algo tan natural como el aire, siempre en su lugar y casi tan perfecta como la naturaleza». De ello se han nutrido en abundancia el anticomunismo y la contrarrevolución anticubana, desarrollando aversión hacia el modelo de Estado, hacia los dirigentes, asociándolos automáticamente con la corrupción, la indolencia y los insuficientes resultados económicos, y silenciando, o relativizando, el peso de factores objetivos como pueden serlo el carácter subdesarrollado original de la economía cubana y la política sostenida de bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos. De ello se nutrieron las atrevidas palabras de Obama a los «emprendedores» cubanos en el encuentro sostenido en la cervecería del Almacén del Tabaco y la Madera del puerto habanero.
En términos contemporáneos la ciencia política define esta actitud de desafiar lo establecido como una expresión simbólica del empoderamiento; es decir, el proceso mediante el cual las personas se apropian de imágenes y de un imaginario, y fortalecen sus capacidades, confianza, visión y protagonismo en cuanto que forman parte de un grupo social, para impulsar pequeños cambios —piezas de un gran rompecabezas— de las situaciones en que viven. El empoderamiento busca propiciar que esos grupos incrementen su autoconciencia y poder, que accedan al uso y control de los recursos materiales y simbólicos del mismo (sobre todo si su uso resulta desafiante, como es el empleo de la bandera imperial), que ganen influencia y participen en el cambio social; que reconozcan sus derechos, capacidades e intereses, su interrelación con otras personas y cómo influyen o participan en la toma de decisiones sobre su futuro.
Nunca perdemos de vista aquello que dijo John F. Kennedy cuando, aleccionado por sus fracasos políticos, armados y punitivos contra Cuba —la invasión de Playa Girón, la Crisis de Octubre, la Operación Mangosta, el bloqueo económico, comercial y financiero y el cerco diplomático desde la OEA—, se aprestaba a optar por un camino diferente: «Hay otro tipo de guerra —nueva por su intensidad pero tan antigua por su origen como lo es la de guerrillas, la de la subversión, la de los asesinatos—: es la guerra de las emboscadas, en vez del combate abierto; la de infiltrarse en vez de agredir, la de buscar la victoria erosionando y cansando al enemigo en vez de confrontarlo. Esa guerra se basa en la desestabilización». Hoy, para llevar a cabo esas ideas, nuestros adversarios cuentan no solo con sus inmensos recursos, sino con un cuerpo doctrinal meticulosamente elaborado y recogido en documentos como la Circular de entrenamiento 18-01 sobre la guerra no convencional; El rostro cambiante de la guerra: hacia la cuarta generación, de William Lind; o De la dictadura a la democracia, de Gene Sharp, con sus cinco pasos para provocar golpes suaves: ablandamiento, deslegitimación, calentamiento de calle, combinación de formas de lucha y fractura institucional (brillantemente instrumentados por estos días en Venezuela), por solo mencionar algunos de los muchos que existen.
Todo lo precedente intenta traer al presente la vigencia de las lecciones de las centenarias Tesis de abril, de Lenin, en el diseño táctico del actual escenario de lucha que enfrenta la Revolución Cubana, cuando el nuevo curso de la política de Estados Unidos hacia nuestro país se ha movido a su versión más cínica para, como afirman los documentos oficiales de ese gobierno, «apoyar la capacidad del pueblo cubano de tener mayor control sobre sus propias vidas y determinar el porvenir de su país», «fomentar y respaldar las reformas» y «promover un cambio más efectivo que apoye a los cubanos y nuestros intereses de seguridad nacional». O mejor aún, como quedó esbozado en lapidaria frase de Barack Obama en el Gran Teatro de La Habana, cuando dejó de mirar los teleprompter que le guiaban en la lectura de su discurso y, dirigiéndose a nuestro Presidente, afirmó con rotundidad: «mi visita demuestra que usted] no tiene por qué temer una amenaza de los Estados Unidos. Teniendo en cuenta su compromiso con la soberanía y la autodeterminación de Cuba, también estoy seguro de que no tiene que temer las diferentes voces del pueblo cubano —y su capacidad para hablar, y reunirse, y votar por sus líderes—. De hecho, tengo esperanza en el futuro porque confío en que el pueblo cubano tomará las decisiones correctas». Obama no podía ser más cínico. No faltaron en ese instante algunos compatriotas míos a cuyos ojos asomaron lágrimas de emoción y se creyeron el play, de su sincera renuncia a ser una amenaza, sin percatarse de que al mismo tiempo que Obama exaltaba el compromiso de Raúl Castro con la soberanía y la autodeterminación de Cuba, le decía que esa no era la decisión correcta y que la correcta debía ser otra, la que él nos vendía.
Los documentos que el propio Obama aprobó y suscribió en la Casa Blanca no se cohíben en declarar que «El Congreso de EE.UU. financia la programación de la democracia en Cuba para promocionar asistencia humanitaria, promocionar derechos humanos y libertades fundamentales y apoyar la libre circulación de información en lugares en donde está restringida y censurada. La administración continuará implementando programas de EE.UU. enfocados en promover el cambio positivo en Cuba, y fomentará reformas… Al final, los cubanos conducirán las reformas económicas y políticas». Según esa visión, los cubanos mismos, despojados de nuestros valores, de nuestra voluntad y de nuestro carácter, nos haríamos cargo de organizar nuestro suicidio; o lo que es lo mismo: aplicar el ajuste táctico estadounidense contra Cuba mediante:
- La creación entre los trabajadores de otra conciencia social, individualista, y otra organización, alimentadas por la peor vanidad humana y basadas en relaciones de producción y sociales y en expectativas de vida quiméricas, diferentes a las existentes, que han sido autóctonas.
- El desmontaje de la voluntad de los trabajadores cubanos para luchar por el poder real conquistado y dejar de ejercerlo y defenderlo. El dinero, que casi todo lo puede, determinaría el poder de los nuevos líderes, capaces, por ejemplo, de arreglar el bache de la esquina o el farol del parque que un administrador público malo, la carencia de recursos o los efectos del bloqueo no lo han permitido; o capaces de perdonarle a un nuevo rico los lujos más increíbles, a la vez que critican al directivo público al que por funciones de su cargo le es asignado un auto con gasolina financiada por el gobierno.
- La conducción del proceso en un marco de legalidad, la reforma de la revolución desde adentro, para corroerla, desfigurarla, negándose a sí misma mediante la construcción de otra nueva legalidad contrarrevolucionaria, y sometiendo a una crítica despiadada y brutal a las nuevas autoridades, que «no tienen ni la historia, ni la sabiduría, ni la experiencia» de las precedentes, evidenciando al Partido y a sus órganos como unos incapaces.
- La ausencia de violencia contra las masas, presentándose como el vecino generoso que ha puesto fin a la confrontación y ofrece la paz, ¡la rosa blanca!, como vía para quebrantar la resistencia cubana frente a una política que reconocen obsoleta y fallida, desarmándonos y dejándonos la carne fláccida para que, como alertaba Martí, entren los gusanos a corroerla.
- La confianza inconsciente de las masas en su adversario histórico, mediante los recursos del poder inteligente, el uso de las tecnologías de la informática, las comunicaciones y las redes sociales, la psicología social, los manuales de autoayuda, la diplomacia pública y la comunicación política y social (también los desfiles de flamantes almendrones, las pasarelas de modas, los paseos de celebridades y mucha finca y timbiriche florecientes para turistas y nacionales que puedan pagarlos); en todo lo cual las escuelas de pensamiento estadounidenses acumulan una profusa producción teórica sometida a constante praxis en las más diversas latitudes y escenarios.
Por eso, al discurso importado del «empoderamiento de los cubanos» debemos contraponer nuestras propias experiencias y nuestra genuina y excepcional visión del cubano en el poder, orgulloso de su nación, de sí mismo y de la obra que ha contribuido a edificar; una visión del poder nacida del pacto y la confianza entre dirigentes altruistas y dirigidos responsables, que conviven en diálogo y negociación permanentes acerca de las mejores ideas para llevar adelante el país soñado. Una percepción del cubano en el poder que brota de la resistencia heroica y la resiliencia organizada y consciente a que nos impulsó la revolución socialista, y que, por lo cual, no se puede donar, no se puede obtener con manuales de autoayuda, ni cursitos de embajadas, ni de agencias de cooperación, no se alcanza con masa de cuentapropistas; sino que se adquiere con inversiones colosales, medianas y pequeñas, extranjeras, públicas y privadas, en lucha y debate constantes, sin criticismos ácidos que destruyen, pero con crítica honesta y oportuna, y con amor y esfuerzos propios, laboriosos, cotidianos y renovadores.
El empoderamiento que requerimos hoy debe conducirnos a derrotar esas ideas importadas de abandonar el proyecto común por el personal, a despertar a los dormidos del sueño del éxito individual y de las competencias adictivas, que alientan también las nuevas tendencias económicas, que fragmentan el trabajo y dividen la sociedad, y debe educarnos en el respeto y el placer —y no solo en la utilidad y el deber— del trabajo y del desarrollo humano.
Empoderarnos, en nuestro caso, significa, además, derrotar el lastre burocrático heredado del capitalismo español y estadounidense, el copiado de los socialistas soviéticos que creían haber alcanzado el comunismo, y el creado por nosotros mismos, y mantenerlo confinado a los mínimos espacios imprescindibles de un gobierno eficaz y eficiente de servidores públicos consagrados. Implica, también, fortalecer y ampliar los incontables espacios que la revolución abrió y ofrece a los cubanos para que puedan acceder a la esfera pública, lo cual constituyó, desde los años sesenta, fuente de formación educativa y cultural, de organización, participación, emancipación, autoestima, dignidad y reconocimiento de una identidad, aprendizaje y autorrealización personal y colectiva que es, aún hoy, el sello que nos identifica ante el mundo.
Empoderarnos es asumir sin miedo ni complejos lo que para mí es la cuestión central del socialismo: la reapropiación de los individuos para ellos mismos, la construcción de esos mujeres y hombres nuevos a los que se refería el Che Guevara; justos (no imparciales), solidarios (no caritativos), diferentes, realmente humanos, libres de hacer avanzar la sociedad tan lejos como sea posible, pero anclados a las raíces e historia que dan sentido a todo adelanto humano, y para los cuales el trabajo sea, ante todo, una virtud pública.
Ya lo sabes: de distintos modos y en diferentes momentos he contado mis vivencias y reflexiones de lo vivido entre 1990 y 1992 cuando fui testigo, como corresponsal del diario Granma en la URSS, del derrumbe del socialismo soviético. Comencé a escribir los contrapunteos recogidos en este libro porque vi funcionar en la práctica la renuncia al poder de los sóviets, servida en los errores y traiciones de sus líderes, y cómo era empoderada en la mente de los ciudadanos y en sus prácticas económicas y sociales una nueva visión del país mediante los inmensos recursos del sistema imperialista mundial, que todo lo puso en función de arrodillar y domar al «oso».
Era evidente que para Gorbachov y su cuadrilla habían perdido todo sentido las tesis sobre táctica revolucionaria escritas por Lenin en abril de 1917. También era visible la renuncia a los ideales revolucionarios y el giro a la socialdemocracia (ese fue el sueño ingenuo del presidente soviético y el signo del último congreso convocado del PCUS) y al mercado como santas, infalibles, únicas verdades. Los reformistas eran los buenos. Los revolucionarios eran los reaccionarios. Ese discurso se repetía y se creía, no porque lo dijeran adentro, sino porque provenía de afuera. Gorbachov y su grupo habían cambiado de estrategia. Ese plan hoy no ha acabado. Sin embargo, el fantasma de la URSS revolotea como una maldición entre sus pueblos. Una encuesta reciente entre personas mayores de treinta y cinco años en once antiguas repúblicas soviéticas evidenció nostalgia por aquella vida que todos califican mayormente mejor, empezando por Rusia, donde un 64% de los encuestados la extraña. Hay repúblicas donde los porcientos se acercan al 90. Se recuerda la alimentación abundante, barata; el transporte colectivo suficiente, confortable, seguro, puntual; los bienes de consumo demasiado vanguardistas, fuera de moda o simpáticamente toscos, pero siempre al alcance. Celebran que aún rueden los viejos e invictos Ladas, siempre fáciles de reparar; cuidan sus refrigeradores Zil, sus lavadoras Viatka y sus aspiradoras Chaika, que un cuarto de siglo después siguen trabajando sin fallar: «una técnica hecha para durar un siglo», advierten, y miran al cielo en la noche, buscando el tintinear de la estación espacial Mir, que resume la magia de toda una época. Como las viejas industrias desaparecieron, cada quien cuida ese patrimonio material sobreviviente.
Rusia ha sido invadida por las transnacionales y su filosofía de producir para usar, gastar, botar y comprar de nuevo. Solo el complejo militar industrial parece resistirse. La economía en su conjunto sigue siendo primaria y altamente dependiente del mercado de hidrocarburos, como ha evidenciado la última crisis. El país fue rodeado por decenas de bases militares, tratan de arrastrarlo a una nueva carrera armamentista para quebrarlo una vez más, y su comercio exterior está bloqueado. El mito de su amenaza, como en la Guerra Fría, no desaparece de los discursos políticos de los países imperialistas y su órbita, ni de los medios de comunicación transnacionales y oligárquicos que todos los días acusan al actual gobierno de revivir la Guerra Fría y el autoritarismo solo porque ha hecho valer la dignidad nacional del pueblo y la nación rusos.
Si bien provocó críticas despiadadas de uno y otro lado, la perestroika no fue en aquel momento la opción de la Revolución Cubana, como no lo había sido antes, ni lo es ahora, en el marco de las definiciones políticas dejadas por los aún incompletos debates del VII congreso del Partido Comunista de Cuba que en estos días se reaniman, como ocurrió hace cinco años, cuando debatíamos los lineamientos económicos y sociales. Ahora polemizamos sobre el concepto del país que queremos y el plan para lograrlo en un par de decenios. Me cuentan que el primer borrador no fue escrito «arriba», sino en el «medio», por científicos y profesores universitarios cubanos, de los que chocan y aprenden cotidianamente con una parte de nuestra pensante juventud. Ese texto sufrió más de seiscientas modificaciones y durante el propio VII Congreso se le hicieron otras tantas. Ahora son millones los cubanos que le han puesto corazón y mente. ¿Alguien podrá dudar del democratismo, sinceridad y legitimidad de estos documentos una vez sean adoptados?
En los debates se escucha con fuerza la palabra «agilidad». La sociedad apremia, pero la prisa casi siempre castiga. No debemos cometer los mismos errores, pero ¿acaso no habrá errores nuevos, resultantes de andar caminos inéditos? No podemos, por ejemplo, consumar el desliz de los soviéticos, de ignorar y evadir el cambio del paradigma industrial y tecnológico que se ha producido en el mundo y sus consecuencias en la economía y la sociedad, ni creernos desde el otro extremo que todo se resuelve con una conexión de Internet de banda ancha en todos los hogares cubanos. Tampoco podemos ignorar la transformación del individuo productor y del individuo consumidor en uno: prosumidor, que produce y consume a la vez, en un ámbito mucho más amplio de interacción, en el que los ciudadanos, con más conocimientos, más comunicados, informados y menos memoriosos, son más exigentes, críticos, desconfiados y reactivos, y a la hora de elegir, mucho más complejos. Hay que ir tanteando el camino, paso a paso, para aprender nuevas experiencias sin copiar, para avanzar y no caer; para diseñar y abrazar un ideal de prosperidad, que no será el consumista. ¡Pura dialéctica marxista!
Una vez más actuamos conscientes de que en Cuba, la generación de un poder legítimo solo es viable por medio de una política realmente deliberativa, de diálogo permanente con los gobernados. Que nadie se olvide de que esa visión del poder fue fundada y construida por Fidel Castro, y se ha reivindicado como un procedimiento realmente patriótico y democrático para resolver nuestros problemas. Nuestro Partido, nuestro gobierno y nuestros dirigentes y líderes políticos, económicos y sociales deben considerarlo sin falta, a fin de encarar las grandes tareas del desarrollo del país, regular los inevitables —y también los imprescindibles— conflictos que puedan surgir en el seno de nuestra sociedad y lograr que siempre los cubanos actuemos en función de los intereses colectivos de todo el pueblo, preservando discursos y formas de negociación que solucionen de modo consensuado desde las cuestiones prácticas de la vida cotidiana hasta los más elevados asuntos políticos, morales y éticos.
Y todo lo hacemos en medio de un proceso de reconstrucción de relaciones con nuestro adversario histórico, lo que presupone riesgos adicionales. Sé que algunos amigos y no tan amigos de la izquierda y no tan a la izquierda asumen que con el paso que Cuba dio el 17 de diciembre de 2014 «se rindió al Imperio». Juzgan, cuestionan y hasta califican nuestra conducta. No falta quien, haciéndole juego a los Estados Unidos, acusa a mi generación de haber sucumbido al miedo colectivo. Muchos de esos críticos no han hecho ni una revuelta en el barrio, pero igual se sienten en el deber de alertarnos de no perder nuestro «paraíso tropical», que algunos, por cierto, disfrutan cuando nos visitan, pero no quieren para sí ni por asomo. No saben qué es vivir bloqueados más de medio siglo, ni amenazados de desaparecer bajo el peso de las armas. Yo te digo que llegados a este punto, habría sido un desperdicio de la audacia, el coraje, la inteligencia, el carácter y el optimismo cubanos resignarnos algún día a vivir entregados a la molicie de la unanimidad aparente y a la utopía comunista que nos prometían, sin conflictos ni contradicciones, ni luchas por la hegemonía.
Por eso, cuando parecería que las invitaciones a «dormir con el adversario», a empoderarnos con el mercado y el cansancio y el paisaje agreste rendirían al más corajudo, vuelven a la memoria las palabras orgullosas de Raúl Roa, quien afirmaba con razón que «Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, blancos y negros, ricos y pobres, se enfrentaron, a pie firme, a la persecución, a la cárcel, el destierro, el tormento y la muerte. Cuando un pueblo se yergue en defensa de su albedrío, bienestar y decoro, no hay fuerza que lo domeñe…». Así han sido todos estos años. Así se perfila el futuro frente a todos los nubarrones. Por eso Fidel Castro asegura que «En el pueblo, en las masas, en los hechos toman cuerpo las ideas justas, toma forma tangible la verdad y cuando una idea noble, una aspiración legítima se hace carne de pueblo, ninguna tiranía sangrienta, ninguna filosofía reaccionaria, ninguna vil calumnia impedirán su triunfo».
Ese albedrío, bienestar y decoro a los que se refiere Raúl Roa, constituyen la materialización del poder en el pueblo a la que alude Fidel Castro. Al entenderlo así, el concepto de «cubano empoderado» adquiere un significado preciso, corpóreo, tangible. Como hace un siglo para los bolcheviques, se hace visible ante nosotros y para Cuba, que el problema fundamental de la Revolución sigue siendo el problema del poder, quién y cómo lo ejerce, para qué, cómo adquiere y distribuye sus beneficios, cómo lo administra para impedir excesos, y cómo este poder es multiplicado, perfeccionado y defendido. Pero no es poder de mentiritas. No es ganar elecciones y ni siquiera dar el máximo respaldo posible a la nueva Constitución en las nuevas circunstancias. Es sentirnos todos y cada uno de nosotros que somos el poder, que somos dueños de los medios fundamentales de producción —los materiales y los ideológicos, como diría Marx—, que gobernamos nuestro albedrío y nuestros sueños, que ejercemos soberanía real, justa y sentida sobre toda la jurisdicción de la República.
En la sociedad colonial cubana decimonónica y en el medio siglo neocolonial que le siguió, la lucha por el poder que lideraron José Martí y muchos otros era por alcanzar la condición cubana; era una lucha independentista, libertaria y antiimperialista. En la sociedad homogénea cubana de los años sesenta, con bajos niveles de instrucción y reducida cultura política, pero con la tarea de la independencia y la libertad resueltas y un horizonte preñado de esperanzas (visión que había sido delineada en el Programa del Moncada), todo parecía más fácil, y aguijoneados los cubanos por una guerra despiadada y bien visible, que todos los días cobraba víctimas, resultaba más claro definirse y elegir.
El escenario de hoy está bien distante de la epopeya redentora que nos colocó en el poder; es un espacio diferente, heterogéneo, fragmentado, conflictivo, complejo como el pensamiento de un pueblo altamente instruido y con amplia cultura política, que dejó de vivir en una campana de cristal y quedó expuesto por demás a la globalización, al postmodernismo y sus expresiones culturales e informativas, por lo cual, cuanto hagamos tiene mucho más mérito. Un pueblo que, como sus dirigentes, se ha equivocado y ha rectificado también; que se ha extraviado en inexperiencias, torceduras del camino, reveses y traiciones, y que ha soportado con estoicismo antiguo la más larga, brutal y sucia guerra política, económica, comercial, financiera, diplomática, comunicacional que haya enfrentado pueblo alguno en la historia, por lo que camina hoy lleno de heridas, cicatrices y hasta desvaríos, pero digno y libre.
Es el escenario de un pueblo que vive un presente al que se le quiere arrancar su pasado, que es como dejar a los nietos y a los hijos huérfanos de abuelos y padres; que habita un tiempo pobre de ilusiones y poblado de propuestas para cambiarnos a un bienestar fundado en los (egoístas) derechos individuales, en el éxito individual que «cambia el mundo», y abandonar el otro bienestar basado en los (solidarios) derechos de todo el pueblo; gracias a engañifas sobre la «elección» y el «futuro» que podemos tener en las manos, porque el mañana, ya elegido, no es «la opción» correcta, y porque el presente es el estado natural de las cosas, sin importar qué nos faltó ayer, sino que hoy queremos mirar solo adelante.
Mas no debemos olvidar que las circunstancias de la acción revolucionaria, de la defensa del albedrío conquistado, del poder al que ascendimos, de la conversión del presente de cambios y del futuro en proyectos y realidades, forman el medio en que se educan el hombre nuevo (que debemos seguir «construyendo» en tanto «no hecho») y la sociedad nueva (que a su vez rompe con el orden vigente, pero que no niega la memoria, pues esta le nutre, alimenta su rebeldía y justifica lo herético del acto revolucionario).
Nada de eso es lograble al margen del poder conquistado, si los actores: los cubanos de ayer, los de hoy y, sobre todo, los de mañana no se empoderan por sí mismos y logran que el poder brote de nosotros y se parezca a nosotros por su elegibilidad, revocación, equidad, transparencia, publicidad y participación colectiva en su defensa; si no se entiende que el cubano socialista empoderado, para serlo, tiene que ser revolucionariamente subversivo e insatisfechamente democrático, pero nunca suicida. Si no comprende, para administrarla responsablemente, la magnitud de la libertad adquirida por sí mismo, y no por la anunciación de un Obama mesiánico y seductor.
Hoy, en Cuba, esta cuestión, la del poder y los empoderados, del cambio de mentalidad, mas no del horizonte, se dirime en medio de una descomunal guerra de ideas y no solo de una guerra de subversión. De un lado van los partidarios de la reforma y del otro, los de la revolución, van los de la independencia y los de la neoanexión; los del protagonismo activo y los del seguidismo domesticado, los nuevos asalariados explotados y los trabajadores y propietarios libres. El problema del poder sigue siendo «la peculiaridad del momento actual», como lo fue para Lenin en Rusia y para José Martí y Fidel Castro, aquí.
Siempre, insisto, todo dependerá de quien venza en
nuestros adentros; y hay dos palabras que fueron borradas de nuestro
diccionario político: rendición y derrota. Será tan dura como prolongada esta
nueva etapa de luchas, y eso puede sonar desalentador. Mas no lo dudes; no nos
faltan fe ni entusiasmo. Eso es vivir. Venceremos.
[1] David
Deutschmann, director de las editoriales Ocean Press y Ocean Sur. Un veterano
militante australiano de la causa revolucionaria cubana, latinoamericana y
tercermundista.
Este ensayo constituye el post scriptum del libro Contrapunteo cubano del derrumbe soviético, editado por Ocean Sur en 2018.
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