martes, julio 20, 2021

CUBA EN EL SOCIALISMO Y EL HOMBRE

Atrevida y premonitoria paráfrasis 
escrita en 2014, a partir de una carta del Che Guevara de 1964. Ayuda a entender los hechos tenidos lugar el 11 de julio en Cuba y advierte de los desafíos que arrostra el pueblo cubano y su Revolución. Entonces no estaban presentes factores objetivos como la pandemia de covid-19 que ha generado una crisis multidimensional de escala planetaria y que ha afectado en particular al turismo, pilar de la actual economía cubana; ni el bloqueo de Estados Unidos contra Cuba había adquirido los ribetes de sadismo y sevicia con que lo marcaron las 243 medidas aplicadas por el gobierno de Donald Trump, que el actual gobierno de Joe Biden ha mantenido con el oportunista propósito de aprovechar la doble circunstancia para apresurar la caída de la revolución cubana...


Debo aprender que mañana es un mundo habitable
lleno de instantes, promesas y besos y sueños
debo encontrar la semilla del hijo y del padre
debo bañarme otra vez en el claro deseo
en el hondo deseo, deseo…
 
Silvio Rodríguez Domínguez
 
Estimado David:[1]
 
Acabo de leer tu correo que rescata la aspiración de ver impresas pronto las Crónicas… renovadas. No demoro la respuesta, pero tampoco quiero volver sobre lo escrito. Han pasado los años y, según creo, en esos testimonios y reflexiones pueden hallarse algunas de las claves para entender qué pasó y cómo se manifiesta el presente en ese vasto territorio que una vez se llamó Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Siempre he tenido en esas experiencias un referente para comprender mejor qué es el socialismo, cuáles son sus virtudes, sus errores, cómo enmendarlos sin renunciar, y cómo se materializa todo ello en nuestra patria. Prefiero, desde los referentes de mi generación (los hijos de quienes hicieron la Revolución), compartir contigo unas reflexiones sobre un presente y un futuro en el que preserva absoluta vigencia la diatriba de los jóvenes parisinos rebelados en 1868: ser realistas para hacer lo imposible.
 
En la primavera de 1982, cuando solo contaba 21 años y terminaba mis estudios de periodismo, tuve la oportunidad de participar en los festejos organizados en Kíev por el 1500 aniversario de la reunificación de Rusia y Ucrania, ¡mil quinientos años de historia común! Kíev —o Kiyv— había sido la cuna de la estatalidad eslava, por lo cual se le considera la madre de las ciudades rusas. La leyenda describe la épica historia de tres valientes hermanos —Kiy, Schek y Joriv— y su hermana, la hermosa princesa Líbid, que en una barca, se aventuraron por las procelosas aguas del río Dniéper y emprendieron la hazaña de fundar la Kíevskaya Russ: el primer estado nacional constituido en todo ese vasto territorio euroasiático, que originó siglos después al gran imperio ruso. Juntos, los pueblos rusos y ucranianos derrotaron las invasiones tártaras y mongolas. Juntos se defendieron de invasores polacos y lituanos. Juntos vencieron a Napoléon. Juntos pelearon en los frentes de Puerto Arturo, China, en 1905, y contra el Kaiser, en la Primera Guerra Mundial. Juntos derrocaron a los zares en 1917. Juntos fundaron y construyeron el sueño de la unión de repúblicas socialistas y lo defendieron frente a los ataques de quince estados capitalistas y más tarde, del fascismo alemán.
 
No es una historia pura y recta —como no lo es ninguna—, y sobran dentro de ella episodios contradictorios, en los que colisionaron las metas de fundar un nuevo Estado con las de plena liberación nacional, en que los voluntarismos y las ambiciones prevalecieron sobre la bondad, y se derramaron sangre y lágrimas de rusos y ucranianos. Pero las almas y las familias siempre volvían a reunirse y refundarse. Fue el poder soviético el que confirió a los ucranianos una estatalidad propia, como república independiente y soberana, aunque por el camino las torceduras desviaran y retrasaran el viaje. Los sentimientos que vi manifestarse en las decenas de miles de personas que invadían en 1982 aquella monumental avenida Jreschátik, coronada por el arco de la unidad; los cantos, bailes y abrazos, no eran una coreografía parametrada, desprovista de emociones e inteligencia, sino una experiencia cultural única. Kíev la heroica, la inmortal, parecía el templo de la amistad eterna. ¿Quién querría destruir todo eso?, ¿por qué?, ¿para qué?
 
Cuatro años antes de asistir a aquellos festejos, en 1978, durante unas de esas vacaciones de verano en que no viajábamos a la Isla, un grupo de cubanos nos fuimos a recorrer el este de Ucrania guiados por un compañero de estudios, Alexánder Skliaróv, Sacha. Entonces él vivía en un pueblito rural —Stanytsia Luganska— de la región de Voroshilovgrado —que hoy recuperó su antiguo nombre de Lugansk—. Convivimos con su campechana familia. Recorrimos una geografía extraordinaria: las tierras resecas de la región minera del Donbass, con las colinas de carbón acumulado en la boca de las minas; los campos dorados de trigo del Don en los que podía verse «cabalgar» en tractores a los antiguos cosacos. Nos bañamos en el río Donetsk; visitamos el Museo de la Joven Guardia en la pequeña ciudad de Krasnodón, donde la juventud soviética escribió una de las más hermosas páginas de heroísmo de las que pueda enorgullecerse una nación; conocí al abuelo de Sacha, héroe de la Unión Soviética y combatiente de la batalla de Stalingrado y de todo el frente suroriental durante la Gran Guerra Patria. Recogimos papas y coles que comimos luego hechas borsh, enamoramos muchachas con bailes y poesías, dormimos ebrios bajo arbolitos de albaricoques, después de hartarnos de frutos y licor, viajamos en el destartalado pero seguro Lada familiar de Sacha hasta Rostov del Don, en la desembocadura del majestuoso río de Shólojov, y desde allí, terminamos el periplo cruzando, «sin permisos», la «frontera rusa», para materializar el sueño de conocer a Volgogrado, la ciudad mítica que en la más grande de todas las batallas del siglo XX, puso de rodillas al Tercer Reich y cambió el curso de la historia. Allí, en la solemnidad de la colina de Mamáev, con la historia ante nuestros ojos y el Volga inmenso y brillante ante nuestros pies, experimentamos como nunca antes una profunda gratitud por la generosidad sin límites de un pueblo que había salvado a la humanidad entera, hazaña sin la cual el mundo habría sido una suma de territorios vasallos, dependientes de Germania, gobernados por la codicia, el exterminio, el autoritarismo y el fascismo.
 
Rescato estos recuerdos para subrayar la tristeza que producen las noticias de enfrentamientos fratricidas que nos llegan de aquellos lugares y el enseñoramiento del neofascismo allí, donde fue vencido. Recuerdo, a colación, una advertencia de Fidel Castro en el año 2005, respecto al retorno de esa ideología, que a muchos estremeció y otros dieron por delirio senil del líder cubano. Una vez más, Fidel había viajado en el tiempo, había regresado, y nos alertaba. Ya fuera por desdén, por soberbia ideológica o por complicidad, sus palabras fueron olvidadas, pero Fidel tenía toda la razón, basada en su conocimiento de la historia y en su racionalidad científica. ¿Habría identificado en el imperio bushista los síntomas de la enfermedad que lo hacían decadente y por tanto peligroso, y que algunos le apuntaban al derrumbe soviético?
 
Sin dudas. Estados Unidos también se convirtió en un país sin partidos que propongan iniciativas y nuevas políticas, embarcado en desenfrenados gastos militares y guerras, con una desaceleración económica y una pérdida de competitividad que en algunas áreas llega a ser crítica, con un deterioro de los estándares de vida de la población que hacen resucitar por todos los lados los conflictos de clases y, por si todo esto fuera poco, un país cada vez más aislado en la arena internacional, que asumió la mentira como semiótica de una identidad y que, como los agujeros negros, devora cuanta experiencia se le interpone, apropiándose de sus virtudes para incorporarlas, readecuadas, a su propia y feroz dinámica de expansión. En esta fase que muchos asocian con el ocaso, Estados Unidos disemina como virus un modo de vida enajenado, pero que deslumbra con su mito del éxito, como los anuncios de neón, y cuya cultura de masas ejerce un poder atractivo, pero alienante, en la juventud de todo el planeta. Ante semejante realidad, el historiador marxista británico Erick Hobsbawm se pregunta: «El socialismo falló. El capitalismo entró en bancarrota. ¿Qué es lo que viene?». Y se responde: un distanciamiento cada vez mayor del mercado y el modo de vida al que nos arrastró, y una aproximación creciente a lo público y a lo humano, persuadido de que si bien se ignoraron los resortes económicos que mueven a las sociedades, mucho menos es posible dejar al libre juego del mercado los asuntos humanos.
 
Sin embargo, la Santísima Trinidad reunida en Bilderberg sabe que el imperio americano —su instrumento— está enfermo, probablemente de muerte. Desde hace años, los poderes mundiales que tras el derrumbe del socialismo europeo conformaron el pensamiento único y controlan los medios de comunicación, las universidades, la producción de conocimientos, la política, insisten por tanto en sostener, demostrar, documentar e ilustrar hasta la saciedad el supuesto fracaso del socialismo como una forma de alejar el horizonte. Intentan montarnos a todos los que creemos en un destino de justicia y equidad, y a todos los que jamás han accedido a ellas pero las sueñan, en el mismo tren sin rumbo de los que se desviaron de la ruta, disfrazados con la aparente rebeldía del mercado, que a todos seduce y doma. Después hemos visto apelaciones a la tolerancia, a la armonía familiar, a pensar un nuevo país (que por lo descrito, no se parece a Cuba), a fundar un socialismo «humanista», un socialismo «con rostro humano», un socialismo «democrático», como si fuera posible con esta engañifa divorciar la participación libre y amplia de los constructores del socialismo de las ansias de justicia social para todos, como si fuera verdad que lo que fracasó fue el modelo y no sus excrecencias burocráticas, como si fuera cierto que lo que se hundió fue el socialismo y no su aborto.
 
Ese pretendido naufragio es el que algunos pregonan hasta el aburrimiento. Hay quienes, como Stèphane Courtois, pretendieron demostrarlo mediante una de las más grandes estafas intelectuales de todos los tiempos, alimentada de los libelos propagandísticos y operativos de los servicios especiales imperialistas, cuyo fin visible y último es absolutizar el ideal de futuro del socialismo —el comunismo— como una realización tangible que se derrumbó y equiparar el ideal comunista al nazista. No es la primera vez que este absolutismo del significado del estado, de la nación y del nacionalismo —derrumbados— sirven para alentar el resurgimiento de extremismos como el fascismo, en este caso, bajo nuevos ropajes neoliberales y seudodemocráticos.
 
Pocos se atreven a buscar las razones de este empeño en demonizar y enterrar una ideología que no han podido matar y que aún hoy sigue rindiendo culto a su iniciador, Carlos Marx. Pero conocer la verdad siempre nos hace más libres. Ocultada, al final se nos revela, a veces con cinismo meridiano, como lo hizo Allen Dulles, un exdirector de la CIA entre 1953 y 1961:
 
Los EE.UU. poseen el 50% de la riqueza del mundo, pero solo el 6% de su población […] En tales condiciones, es imposible evitar que la gente nos envidie. Nuestra auténtica tarea consiste en mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional. Para lograrlo, tendremos que desprendernos de sentimentalismos y tonterías. Hemos de dejarnos de objetivos vagos y poco realistas como los derechos humanos, la mejora de los niveles de vida y la democratización.
 
Pronto llegará el día en que tendremos que funcionar con conceptos directos de poder. Cuantas menos bobadas idealistas dificulten nuestra tarea, mejor nos irá […]
 
Sembrando el caos en la Unión Soviética, sin que sea percibido, sustituiremos sus valores por otros falsos y les obligaremos a creer en ellos. Encontraremos a nuestros aliados y correligionarios en la propia Rusia. Episodio tras episodio se va a representar por sus proporciones una grandiosa tragedia, la de la muerte del más irreducible pueblo en la tierra, la tragedia de la definitiva e irreversible extinción de su autoconciencia.
 
De la literatura y el arte, por ejemplo, haremos desaparecer su carga social. Deshabituaremos a los artistas, les quitaremos las ganas de dedicarse al arte, a la investigación de los procesos que se desarrollan en el interior de la sociedad. La literatura, el cine, y el teatro, deberán reflejar y enaltecer los más bajos sentimientos humanos.
 
Apoyaremos y encumbraremos por todos los medios a los denominados artistas, que comenzarán a sembrar e inculcar en la conciencia humana el culto del sexo, de la violencia, el sadismo, la traición. En una palabra: cualquier tipo de inmoralidad.
 
En la dirección del estado, crearemos el caos y la confusión. De una manera imperceptible, pero activa y constante, propiciaremos el despotismo de los funcionarios, el soborno, la corrupción, la falta de principios. La honradez y la honestidad serán ridiculizadas como innecesarias y convertidas en un vestigio del pasado. El descaro, la insolencia, el engaño, la mentira, el alcoholismo, la drogadicción y el miedo irracional entre semejantes. […] Gracias a su diversificado sistema propagandístico, EE.UU. debe imponerle su visión, estilo de vida e intereses particulares al resto del mundo, en un contexto internacional donde nuestras grandes corporaciones transnacionales contarán siempre con el despliegue inmediato de las fuerzas armadas, en cualquier zona, sin que le asista a ninguno de los países agredidos el derecho natural a defenderse.
 
La traición, el nacionalismo, la enemistad entre los pueblos, y ante todo el odio al pueblo ruso, todo esto es lo que vamos a cultivar hábilmente hasta que reviente como el capullo de una flor.
 
Solo unos pocos acertarán a sospechar e incluso a comprender lo que realmente sucede. Pero a esa gente la situaremos en una posición de indefensión, ridiculizándolos, encontrando la manera de calumniarles, desacreditarles y señalarles como desechos de la sociedad. Haremos parecer chabacanos los fundamentos de la moralidad, destruyéndolos.
 
Nuestra principal apuesta será la juventud. La corromperemos, desmoralizaremos y pervertiremos. […] Debemos lograr que los agredidos nos reciban con los brazos abiertos, pero estamos hablando de ciencia, de una ciencia para ganar en un nuevo escenario la mente de los hombres. Antes que los portaaviones y los misiles, llegan los símbolos, los que venderemos como universales, glamorosos, modernos, heraldos de la eterna juventud y la felicidad ilimitada.
 
El objetivo final de la estrategia a escala planetaria, es derrotar en el terreno de las ideas las alternativas a nuestro dominio, mediante el deslumbramiento y la persuasión, la manipulación del inconsciente, la usurpación del imaginario colectivo y la recolonización de las utopías redentoras y libertarias, para lograr un producto paradójico e inquietante: que las víctimas lleguen a comprender y compartir la lógica de sus verdugos […].
 
Las confesiones de Dulles tuvieron una versión tropical nada despreciable en las notas del subsecretario de Estado Lester D. Mallory, cuando el 6 de abril de 1960 recomendó en un memorando, hasta no hace mucho secreto, aplicar un brutal bloqueo económico, comercial y financiero para destruir a la Revolución Cubana, que debutaba sin determinismos ni dogmas, ofreciendo una forma de socialismo desenfadado, sin autoritarismos y profusamente heterodoxo, centrado en desatar los potenciales humanos del cubano y no en seguir dogmas racionales:
 
La mayoría de los cubanos apoyan a Castro […] No existe una oposición política efectiva […] El único medio posible para hacerle perder el apoyo interno [al gobierno] es provocar el desengaño y el desaliento mediante la insatisfacción económica y la penuria […] Hay que poner en práctica rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica […] negándole a Cuba dinero y suministros con el fin de reducir los salarios nominales y reales, con el objetivo de provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno.
 
Frente a semejantes revelaciones, palidece toda acusación de fracaso innato contra el socialismo que fue empujado de forma alevosa, premeditada e intencional a su autodestrucción en Europa, pero que aquí brega con las paradojas del desarrollo material y el contexto económico internacional, y el talento humano dotado de altos niveles de conciencia que puja por impulsar de forma creativa una sociedad real rebasada por sus sueños. Intentar lo imposible sigue siendo para Cuba una brújula y un motor. De ahí el estado de revolución, es decir, de transformación, en que el país ha vivido durante más de medio siglo, y que ha constituido un poderoso antídoto contra la parálisis.
 
En la polémica del «fracaso», asumo una afirmación de Guevara en su conocida carta a Carlos Quijano, director del semanario Marcha, de Montevideo, que inspira estas notas: «no pretenderé refutar esta afirmación [la del fracaso del socialismo] sobre una base meramente teórica, sino establecer los hechos tal cual se viven en Cuba y agregar comentarios de índole general». El punto de partida es bien práctico: ¿puede considerarse que fracasó el proyecto de país construido en medio de la más prolongada guerra económica, comercial y financiera de toda la historia de la humanidad? ¿Cómo puede llamarse fracaso a la resistencia y sobrevivencia de un pueblo amenazado por el más poderoso imperio que haya existido sobre la faz de la Tierra, un pueblo condenado a rendirse o morir de hambre y enfermedades, a estar aislado del mundo? ¿Acaso es un fracaso que los cubanos, unidos en torno a un ideal, hayan encarado y derrotado invasiones mercenarias, agresiones armadas, actos terroristas y hasta amenazas de un holocausto nuclear? ¿Son los errores humanos en la ruta una acción premeditada de soberbios e irresponsables, o consecuencias inevitables de actos inexpertos en abrir caminos? ¿Una revolución que se autocritica, que rectifica, que profundiza, se desempolva o se actualiza —para solo mencionar tópicos de diferentes momentos— no es acaso una revolución con muchas revoluciones en su seno?
 
El pasado no justifica el presente, pero lo explica, y no se reproduce en el futuro, por más que nos lo insistan. No obstante sus errores, el socialismo cubano permanece en pie por las mismas razones que espantaron a Mallory: sigue siendo antidogmático y libertario, democrático y humanista, creyente y ateo, mudo y musical, imperfecto y perfectible; y para colmo de males, exhibe resultados, sobre todo en el área del desarrollo social. Resultados que son incapaces de presentar no solo otros países subdesarrollados, sino hasta países desarrollados capitalistas, incluido Estados Unidos. Por eso el pueblo lo apoya.
 
Al socialismo cubano le han colocado siempre muchas fechas de caducidad y defunción, que nosotros hemos convertido en fechas de renacimiento. Para entenderlo hay que volver siempre a las raíces, a la historia cubana de luchas de casi dos siglos. Generaciones de compatriotas nos hemos encargado de bregar a contracorriente del destino manifiesto a que supuestamente nos condenaba nuestra situación geográfica, reducidas dimensiones, escasos recursos naturales y limitada población. Esos factores operaban como determinantes de una subordinación a poderes extrainsulares que nos representaran. El colonialismo primero y el neocolonialismo después, forjaron la dependencia económica y política que unos convirtieron en un sentimiento de inferioridad, dependencia y, finalmente, en ansias de anexión. La dignidad, devaluada como referente ético de la nación y su pueblo, no constituía valor de uso y mucho menos bien común al que rendir culto. «Cubanos miserables» nos llamó The Manufacturer, provocando una de las gloriosas proclamas martianas: Vindicación de Cuba.
 
John F. Kennedy, el presidente estadounidense que ejecutó el ataque por Bahía de Cochinos, en 1961, firmó la orden ejecutiva estableciendo el bloqueo en febrero de 1962, y en octubre de ese mismo año estuvo a punto de ordenar el bombardeo nuclear de Cuba (por todo lo cual está libre de sospechas), reconoció a un priodista francés en un momento de sinceridad, cuatro semanas antes de su asesinato, lo siguiente:
 
Yo creo que no hay un país en el mundo, incluyendo cualquiera y todos los países que han estado bajo dominación colonial, donde la colonización económica, humillación y explotación fueran peores que en Cuba, en parte debido a la política de mi país durante el régimen de Batista. Yo estoy de acuerdo con lo que planteó Fidel Castro en la Sierra Maestra, cuando con toda justificación reclamaba justicia y especialmente anhelaba liberar a Cuba de la corrupción. Inclusive puedo ir más allá: en cierto sentido era como si Batista fuera la encarnación de un número de pecados cometidos por Estados Unidos. Ahora debemos pagar por esos pecados. Sobre el régimen de Batista, yo estoy de acuerdo con los primeros revolucionarios cubanos. Eso está perfectamente claro.
 
A esa historia hay que volver una y mil veces.
 
En la Unión Soviética todo partió por la negación del pasado, que unos edulcoraban y otros distorsionaban. La manipulación condujo a la confusión, al descreimiento, la enajenación y, finalmente, al olvido. La perestroika, la glasnost, el fin de la historia, de las ideologías, de la política, la guerra de las civilizaciones, son apenas capítulos de una operación gigantesca de vaciado de sentidos que nos devuelve el pasado con fabricadas repugnancia y remordimientos, o visos de glamour y nostalgia, según de cuál pasado se trate; en el que las fronteras se corren, o se intercambian, la derecha se sienta a la izquierda y viceversa. Un nuevo e irregular escenario de aproximaciones que se distingue notablemente por la fragmentación, la modelación continua, y el desgarramiento a partir de sus contradicciones internas, asociadas al enfrentamiento entre modelos político-económicos y sociales, desdibuja a los protagonistas propiciando su relectura sobre la base de rumores sin fin ni albedrío. La crisis de ideas es crisis de fe, cualquiera que esta sea, y el agnosticismo pesca fácil en ese río revuelto.
 
Los procesos de apropiación implican el dominio de los símbolos, de lo simbólico (la bandera, la consigna, el héroe, la batalla, el tirano… pero también el bolsillo flaco, el plato magro, la jinetera, el artista «censurado», la zafra fallida, el disidente ingresando subrepticio a la embajada, el dirigente ante la asamblea o frente a la plaza colmada en la que vibran razones y diálogos, como enunciado de la «presión en la caldera»). Estos procesos involucran el reconocimiento de los sucesos que los determinaron, y con ellos, los sistemas de motivaciones ideológicas que los trascendieron, explicando el sentido cultural de todo el conjunto. En otros términos, al apropiarnos de, o negar, la historia como cultura, nos apropiamos también de, o negamos, las prácticas económico-sociales y político-morales a que conlleva su uso, organizadas de forma cultural, es decir, a través de la ideología, o renunciamos a todas ellas. De ahí que resulte crucial la apropiación de la naturaleza y el sentido de la historia —la nuestra y la de la humanidad, que es lo que da sentido a nuestro socialismo—. La ignorancia y el sobreuso a veces ciegan.
 
La banalidad no permite la aprehensión; si acaso la pereza cerebral o el deslumbramiento superficial. El hedonismo apela a lo sensorial aparente y efímero. La vulgaridad y el individualismo evocan lo más primitivo del ser humano. Así, es fácil hacer creer que Gerardo Machado y Fulgencio Batista no fueron unos sangrientos dictadores, declarar «fallecidos» a los veinte mil cubanos asesinados por la tiranía, asegurar que la revolución devoró como Saturno a sus propios hijos y sembró al país de cárceles, convirtiéndola, como se repite, en un Gulag tropical. Hasta en las sirenas se ha llegado a creer, tan solo porque lo especule un sensacionalista programa de televisión con jingles de Coca-Cola helada, echado a rodar de memoria flash en memoria flash, con un halo de clandestinidad falsa que lo hace parecer cierto. Nunca será suficiente denunciar estos ardides culturales del adversario, como tampoco nos sobrará tiempo para afirmar aquel otro aserto que asegura la limpieza del escaparate cubano: sin muertos ni desaparecidos de los que arrepentirse, sin episodios de dolor y venganza de los que avergonzarse, ¡pero cuidado con la acumulación de basura, que puede ser dañina! Por eso se debe tener un contraplan para el plan: si una mentira repetida mil veces se convierte en cierta, una buena verdad dicha desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército.
 
Nunca será suficiente repetirlo: el socialismo en Cuba ha sido una construcción heroica, desde que sus ideas comenzaron a llegar tímidas e iluminadoras a las tabaquerías del siglo XIX donde algunas traducciones ingenuas y las noticias europeas sembraban conciencia entre sus obreros. Martí las conoció en Nueva York, por sus vínculos con los clubes obreros de patriotas donde se hablaba de los trabajos de Carlos Marx. Leyó algunos, tuvo dudas, pero nunca las confundió con la grandeza de la propuesta marxista. Eso es pensamiento crítico y no mimetismo mental. ¿Acaso se habría preguntado Martí cómo funcionaría aquella ciencia en una isla casi sin obreros, plagada de esclavos y esquilmada hasta lo indecible por España? Quizás se habría cuestionado cómo podría funcionar esa liberación del trabajo en una sociedad crecida de la explotación y amenazada por una voraz potencia imperialista que se alzaba ante sus ojos.
 
No es casual que cuando el triunfo revolucionario de octubre de 1917, el socialismo ya tuviera muchos más adeptos en la sociedad cubana, y que entre ellos estuvieran, desde los que habían sido contemporáneos de Martí, que por generación e ideas le eran cercanos al liberalismo anticipador del Apóstol, hasta los jóvenes renovadores nacidos y crecidos después de la epopeya independentista de treinta años. Carlos Baliño y Julio Antonio Mella sintetizan a unos y a otros. Nadie puede afirmar que, ni siquiera en la etapa en que aquel primer partido se alineó con la disciplina teórica y práctica del Komintern, o cometió errores tácticos y estratégicos en la conducción de las luchas sociales, hubiera en sus filas personas ajenas al sacrificio y a los más altos valores patrióticos. Los nombres de Alfredo López, Aracelio Iglesias, Jesús Menéndez, Blas Roca, Mirta Aguirre, Juan Marinello son apenas escuetos resúmenes de una ejecutoria militante. A fin de cuentas, el cimarronaje, es decir, la rebelión frente a las cadenas, es parte de lo cubano, de nuestro acervo de búsqueda de liberación nacional y libre determinación. Quizás el mayor error —bien aprendido, por cierto— fue el de divorciar la idea de la compleja y contradictoria realidad cubana, y no interpretarla desde una visión más auténtica y universal. Ese mérito le correspondió a Fidel Castro y a su generación, que se pusieron a la vanguardia de las luchas, convirtiéndose en el motor de la gran transformación revolucionaria del pueblo cubano. El socialismo no fue la búsqueda a todo costo de una modernidad nueva y concordante, sino la construcción del culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. El socialismo no nos llegó a bordo de tanques libertadores soviéticos, ni fue consecuencia de pactos entre potencias, ni tampoco resultó impuesto por instituciones socialistas que no existían en Cuba. Che lo describe como un proceso de proletarización del pensamiento que operaba en los hábitos, la mente y la conducta de los individuos, transformados en protagonistas de la obra: «en la actitud de nuestros combatientes se vislumbraba al hombre del futuro», «vimos actos de valor y sacrificio excepcionales realizados por todo un pueblo».
 
Cuando se derrumbó el socialismo en la Unión Soviética y en Europa del Este, la izquierda mundial colapsó y una mezcla de sentimientos de derrota, culpa, orfandad y hasta de constricción recorrió el mundo. En aquel tiempo de arrepentimientos y conversión, Cuba se convirtió en un problema difícil para las izquierdas. Ya no era solo el carácter diferente, profano, de su socialismo, muchas veces a contrapelo de Moscú, otras veces de Beijing, pero siempre leal a sus principios, que jamás mordía la mano de sus hermanos de clase, ni le hacía fácil el servicio al imperialismo. El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos aseguraba hace unos años que América Latina, el Caribe, África y Asia, que juntas reúnen al 85% de la población mundial, no podían divorciar su historia en el último medio siglo de la huella de solidaridad internacionalista protagonizada por Cuba en los ámbitos político, militar, social y humanitario. De Sousa coloca así en un primer plano lo que ha sido la opción central del socialismo cubano: su afiliación a las luchas por las reivindicaciones de los oprimidos, explotados, marginados o humillados, su vocación de constituirse en voz de los sin voz —no solo de Cuba, sino de toda parte del mundo donde se cometan injusticias.
 
Forzada a existir en las más complejas circunstancias, la Revolución Cubana evolucionó y arrastró tras sí a los sectores populares y excluidos de esas amplias zonas del planeta. No hay en ello sentimientos mesiánicos, sino un reconocimiento meridiano de la responsabilidad que nuestro país asumió al representar, sin proponérselo, una de las más heroicas historias de resistencia y crecimiento nacional —la responsabilidad emanada del ejemplo, al decir del Che—. Pero para muchos amigos que militaban en nuestra propia causa, no eran elegibles nuestras carencias materiales, nuestras angustias de país bloqueado y agredido, nuestros muertos. Muchos, por ejemplo, miraban con temor las imágenes de los balseros desesperados, víctimas del hado de Mallory, como si fueran atormentados del socialismo. Un día, junto a la tarja del monumento a las víctimas del Maine en La Habana, sacrificadas en 1898 por la voracidad del imperio naciente, habrá que colocar otra que recuerde, allí, frente al mar, a los cientos que desaparecieron en el Estrecho de la Florida por cuenta de la desesperación causada por el bloqueo, por la propaganda, por la Ley de Ajuste Cubano y la política de pies mojados-pies secos.
 
Para no pocas izquierdas Cuba se convirtió en una realidad admirable, pero inviable, asfixiada por problemas supuestamente insuperables, que no había sido capaz de resolver en los marcos del socialismo real, ¡real!, que era como se llamaba aquel que servía de paradigma y se derrumbó, aprendido de manuales ladrillosos y que todos repetían como catecismo. No advirtieron en nuestra prolongada y dolorosa resistencia de los noventa el nacimiento de nuevas dinámicas de desarrollo que buscaban profundizar en las raíces de lo más autóctono del socialismo nacional y del pensamiento libertario y emancipador cubano y universal, para construir las alternativas posibles en el actual escenario mundial. Para otras izquierdas, las virtudes y las dificultades cubanas fueron motivo de inspiración para emprender caminos propios hacia el socialismo desde su singularidad. La opción no admitía medias tintas: o barbarie o socialismo. Por eso, también, habrá que levantar un monumento que recuerde a los que no temieron, a los que sí hallaron luz dentro del hollín y optaron por compartir o aliviar desinteresadamente nuestras carencias y errores, devolviéndonos de forma amorosa el gesto.
 
Al colocarse además esas izquierdas en el camino de la renovación, abrieron nuevos cauces al avance y desarrollo de la Revolución Cubana, retribuyendo, con una generosidad que jamás habíamos conocido, todo el aporte de Cuba a sus luchas. Un instante puede resumir una vida: el discurso coral de una América Latina y un Caribe unidos en su diversidad política, económica y social, agradeciendo a los cubanos en ocasión de la II Cumbre de la CELAC, celebrada en La Habana en enero de 2014, deslumbró a nuestro pueblo y obró como bálsamo gratificante tras tantos años de silencioso sacrificio. Esa solidaridad nos resultará indispensable para completar, acompañados, el salto audaz, descomunal e indispensable que el país se ha propuesto, para alcanzar toda la justicia y todo el bienestar posibles.
 
En ese rango, el de las posibilidades, el trecho principal ya se ha andado, según Lezama Lima:
 
Entre las mejores cosas de la Revolución Cubana, reaccionando contra la era de la locura que fue la etapa de la disipación, de la falsa riqueza, está el haber traído de nuevo el espíritu de la pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu […] Desde los espejuelos modestos de Varela, hasta la levita de las oraciones solemnes de Martí, todos nuestros hombres esenciales fueron pobres. Claro que hubo hombres ricos […] que participaron en el proceso ascensional de la nación. Pero comenzaron por quemar su riqueza, por morirse en el destierro, por dar en toda la extensión de sus campiñas un campanazo que volvía a la pobreza más esencial […] Lo imposible al actuar sobre lo posible, engendra un potens, que es lo posible en la infinidad. Ahora se ha adquirido esa posibilidad, ese potens por el cubano.
 
Cincuenta y cinco años han transcurrido desde el 1ro. de enero de 1959 y una verdad revelada por el Che permanece incólume: se requiere encontrar la fórmula para perpetuar en la vida cotidiana ese potens, esa actitud heroica que tanto respeto y admiración despierta por doquier, incluso entre nuestros adversarios, esa confianza en que no existen límites, de que no hay imposibles frente a una voluntad transformadora, organizada y consciente. Cuando al condenar al socialismo en Cuba nos remiten mecánicamente a su hundimiento en Europa, ocultan que el estalinismo fue en realidad una política anticomunista y antiobrera con la cual la burocracia expropió en su beneficio las conquistas de la revolución socialista, lo cual no ocurrió jamás aquí. Es verdad que la gente fue a Girón, a la lucha contra bandidos, a las grandes zafras, a las misiones internacionalistas, y que pasada la hora épica no pocos volvían al letargo. Es verdad que muchos dirigentes revolucionarios dejaron años y salud en hacer vibrar el pecho y el cerebro de nuestra gente para entender y hacer los cambios, con una fe y una devoción dignas del mayor reconocimiento. Mientras, a los burócratas les faltaba motor interno para generar inspiración, les faltaba decisión para llegar a la raíz de los cambios y les sobraba temor por las consecuencias de sus actos, como diría el Che. Desdeñaron a la masa, personaje inevitable de toda la historia, introduciendo la peligrosa confusión de creer que el entusiasmo revolucionario, la organización y la disciplina consciente debían transformarse en herramientas de control sobre la iniciativa, el pensamiento y la acción de los individuos. ¿Y dónde está esa masa hoy?
 
Imaginemos, por ejemplo, la tarea de convocar a los trabajadores y ciudadanos a expresarse en un desfile cuando llega el Primero de Mayo en Cuba. No es marchar por marchar, ni por llenar un expediente, ni por acumular un mérito más o lograr una dádiva de la administración, o peor aún, preservar un empleo, o hacer el paseo y comerse unos sándwiches con gaseosas a cuenta de la organización convocante, como es común en otros sistemas políticos. En nuestro país es retadora la prueba de someterse a esa suerte de plebiscito frente a cientos de miles de cubanos que son llamados a salir a la calle sin la presión de las armas, ni del empleo o el salario. Pocos liderazgos políticos se atreven. El problema no es el riesgo: vivir lo es. Mucho menos lo es la herejía, porque todo acto revolucionario tiene que ser necesariamente herético, y el torrente humano que desfila cada año en todas las plazas de Cuba lo es, sin moldes ni calcos. El problema radica en que las cualidades de las personas, de las relaciones sociales creadas y de las nuevas instituciones construidas no pueden regresar a los valores que ellas mismas negaron antes ni reproducir otros que le son ajenos. Ya lo sabemos: el socialismo se hunde si se anquilosa y si imita. En un punto de mi vida encaré dos veces ese dilema: la primera, me ofrecieron desertar. La segunda, me propusieron ser bolchevique. Ya había vivido el derrumbe y opté por ser mambí y rebelde.
 
Para enfrentar estas opciones teleológicas, es necesario educar, educarse, aspirar a integrar la vanguardia y luego preservar su papel. Cuando el socialismo se equivoca, no es el Estado el que se equivoca —que lo hace en todas partes y bajo todas las ideologías—. El yerro de las vanguardias políticas es el principal peligro. Cuando se abandona el ejercicio de pensar; cuando se deja de hablar, persuadir, preguntar y saber. Cuando se pretende tener todas las respuestas. Cuando el cuadro burócrata que dirige los procesos desde las oficinas abandona la política de la calle, de la interacción con el pueblo, donde en el intercambio crítico y democrático de ideas y actos, el cuadro se convierte en líder. Ahí sí que las equivocaciones pesan. Merman el entusiasmo colectivo, desdibujan el horizonte y paralizan. En esos casos es común que se carezca de aquello que Raúl Castro ha denominado «tener la oreja pegada a la tierra» para escuchar su aliento. Y en ello no hay confusión: lo peor que le puede pasar a un ser humano es colocarse al margen de un esfuerzo colectivo, de una comunidad. O digámoslo claro con el Che: «lo difícil de entender, para quien no vive la experiencia de la revolución, es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el individuo y la masa, donde ambos se interrelacionan y, a su vez, la masa, como conjunto de individuos, se interrelaciona con los dirigentes».
 
Solo que en el momento del desarrollo político de la sociedad en que vivimos los cubanos, no tratamos, sociológicamente hablando, con la «masa», en aquel sentido original, sino con un Pueblo que es actor y público de su destino, que expresa tantas opiniones como personas las reciben, y abundan entre ellas quienes lo hacen con real competencia y eficacia, siempre tratando de buscar salidas a cada situación que se presenta; un pueblo en el que no penetran las manifestaciones aisladas de autoritarismo que pudieran darse en nuestra sociedad pues, por definición cultural, los cubanos no admitimos imposiciones ni arbitrariedades. Un pueblo, en fin, en el que prevalecen quienes ostentan actitudes de vanguardia. Esa es la «masa» que ha formado la Revolución Cubana: un pueblo nuevo, en construcción, imperfecto, instruido, que se ha crecido a la altura de su propia historia, que se puso en el camino de ser hombres y mujeres nuevas, pero que debe superarse todavía más, empezando por resolver su relación con el trabajo y su relación con la realidad material, determinantes claves de la prosperidad a que aspira y merece, sin que ello implique el traslado de un determinismo mecánico de la noción de la conciencia y el ser, ni del avance del trabajo asalariado premiado por el Estado benefactor, ni que conduzca por negación de la benevolencia a un trasvase de las funciones ineficientes de ese Estado a mecanismos de acumulación originaria de capital que reproduzcan las prácticas culturales superadas a partir del cambio revolucionario de 1959.
 
Cuba emprendió en el año 2011 una fascinante aventura sin retorno en la que nos va la vida. Los lineamientos de desarrollo económico-social y los objetivos políticos diseñados por el pueblo y aprobados por el Partido y el Estado marcan la ruta, mas no el puerto. Ese lo debemos descubrir todos, juntos, en una epifanía colectiva. Nuestro General-Presidente, que no suele dramatizar en ninguna circunstancia y está consciente del tiempo, de la soledad, de las desventajas y del escenario, apela a lo más terco de nuestro carácter: «o lo hacemos o nos vamos al abismo». Ordena a seguidas que debemos pensar, pensar bien; ser creativos y creadores, y no solo artistas de la resistencia u obedientes servidores del orden. Debemos no equivocarnos, ir sin prisa, pero sin pausa (sin caer en la trampa de los que piden prisa con pausa), desprendiéndonos de dogmas incólumes, venciendo nuestras propias resistencias al cambio, retando al desorden, la anarquía, las conductas displicentes y corruptas, pero también a la organización obsesiva, la planificación determinista y los pronósticos cómodos, seguros y sin contradicciones; rectificando una y otra vez lo que no resulte en la ruta de la impostergable renovación económica, social e inevitablemente política del socialismo cubano para ir más allá de lo que Fernando Martínez Heredia ha denominado «ideales de la razón y la modernidad».
 
Quizás será en este ámbito que enfrentaremos el mayor de todos los desafíos: devolver al trabajo, a la producción de bienes y de servicios su razón de ser, su valor productor y reproductor de bienestar y su papel como regulador de la justicia. La eficiencia, tan necesaria y tan de moda en el discurso, ha de llegar en la misma medida que se incrementen la productividad, los bienes, los servicios y su valor; que la economía genere oferta, que las empresas asuman riesgos, compitan, piensen, planifiquen y administren con cabeza propia. Pero el trabajo y sus resultados —y la dignidad del trabajador— serán primeros, siempre como referentes ideológicos principales de la actualización del modelo, y junto con ellos, la construcción de nuestra noción de bienestar, de prosperidad, con los ojos en la cima del Turquino —no se valen metas fáciles—, pero con los pies bien hundidos en nuestra tierra.
 
Tampoco se puede ser marxista y martiano sin asumir la dialéctica y la complejidad en su plenitud: para que existan creatividad y liberación deben existir unidad y lucha de contrarios, negaciones de la negación y sucesiones de cambios cualitativos y cuantitativos en una espiral de desarrollo interminable, a fin de poder lograr el equilibrio del universo. Él —Raúl Castro—, que fue elegido líder, advierte que aunque hay hombres insustituibles, lo único que puede reemplazarlos es el imaginario colectivo de la vanguardia: un partido, el Partido, nuestro Partido Comunista de Cuba, pero recuérdese que eso no es una designación de dedo y ni siquiera se garantiza con un artículo en la Constitución. Debe merecerse y acreditarse todos los días, en todas circunstancias.
 
En esa dirección, la de asumir el ejemplo de la vanguardia como conducción, y el ejemplo de los mejores individuos como demiurgo y taumaturgo de nuestra evolución como seres humanos, ya basta de decir que no se puede ser como Fidel. ¿O es que también vamos a privar a nuestros niños del sueño de ser como él, o como el Che? ¿Para qué proclaman una inspiración en cada uno de sus matutinos escolares? En esta hora de Cuba cobra absoluta vigencia un principio vital de la guerra de todo el pueblo: todos debemos ser nuestro propio Comandante en Jefe y saber bien qué debemos hacer. En este instante, si nos preguntan qué arquetipo de ser humano queremos ser, hay que gritarlo sin vergüenza: ¡como el Che! Y no hay que temer a las alturas, por más lejanas que nos parezcan. El asunto no está en alcanzarlas, sino en intentarlo todos los días, el tema no es la cota, sino el vuelo. No se puede criticar, entender y advertir las perspectivas futuras del socialismo en Cuba, si no se contrastan responsablemente con la experiencia universal y no se analizan en una concatenación de acontecimientos, contradicciones y fuerzas. No es posible ser socialista en Cuba sin asumir todos los riesgos y aprender a practicar las virtudes fuera de la urna de cristal, expuestos a los virus del capital que, mientras existan, se harán sentir con toda su fuerza en la economía y la conciencia social, según advertía Che. Si no se aprende, por ejemplo, a ser empresarios o cooperantes contratados, sin dejar de ser solidarios e internacionalistas. Ni tampoco se podrá resistir y avanzar sin comprender que del otro lado del malecón viven otros compatriotas y familiares, que migraron por diferentes razones de la jodida vida. Si no se intuye, y no pocos se niegan a advertirlo hoy, que no es la vida bogante de las películas la que espera si abandonamos el Granma, sino la común de los emigrantes: una tormenta mucho peor que las que años atrás sacudieron Buenos Aires, México o Caracas, que las que recién hemos visto en Atenas, en Londres, en Wall Street, en Madrid… o en Kíev, en la que habrá muy pocos sobrevivientes. Cuando se salta a ese mar embravecido, a ese vacío, la historia no da la oportunidad de volverse atrás.
 
Menos lo haremos, si no entendemos que, del otro lado del mar, también nos acechan el imperialismo, sus armas y sus transnacionales, los oligarcas propietarios del pasado y los herederos opresores de la corte dictatorial derrotada, la mafia asesina de los tres días de licencia para matar, los arrepentidos parásitos, los despechados de pecho enjuto y el resto de la chusma estercolera.
 
Insisto. Yo conocí a los soviéticos. No a los de los actos pomposos y las solemnidades pantagruélicas, sino aquellos «bolos» tiernos y recios que nos entregaron el alma, más que las cosas. Yo estuve en la Plaza de la Revolución de Octubre, de Kíev, cuando se convirtió en Maidán Nezalézhnosti (o Plaza de la Independencia), durante aquel terrible invierno de 1991, en que los pedazos de la gran federación se desprendían por todas partes. Un cubano, solo, armado con una cámara y un block de notas, en medio de la multitud confusa, podía entender al menos la ingenua desesperación de los que, caídos en la trampa de las analogías inducidas, demandaban imitar al liberalismo burgués para salvar a la democracia. El fascismo corriente, visto ahora en los reportajes sin censura que algunas televisoras dignas han logrado airear, es sencillamente indecente. Rodeado de esa marginalidad social que se pega como rémora a los grandes depredadores, y que tan bien ha retratado Loic Wacquant, se proyecta exactamente tal como me lo describieron los guías de la casa-museo de la ucraniana ciudad de Lvov, donde Stepán Bandera conspiró con los nazis en contra del poder soviético. Es lo más parecido al horror de Sachsenhausen, aunque más elegante. No quiero nada de eso para mi patria.
 
Frente a todas las noticias, unos ponen en duda que el hombre soviético alguna vez existió y otros expresan frustración porque creen que el hombre nuevo del que habló el Che no se llegó a concretar en Cuba. Otros saborean con sevicia el presunto entierro del ideal. Todos se vuelven a equivocar. Si hubiéramos prestado un poco más de atención, comprenderíamos «su cualidad de no hecho, de producto no acabado» en el que «por un lado actúa la sociedad con su educación directa e indirecta» y «por otro, el individuo se somete a un proceso consciente de autoeducación» y de emancipación —añadiría—, en el que la herramienta fundamental de la transformación es moral. En el asalto cotidiano a su propia Bastilla, el ser humano deviene así cada vez más humano, y en esa construcción accede a su propia autoeducación y refundación cultural, única ruta hacia la conciencia humanista. El método no es descabellado. Hasta los gurús teóricos del capitalismo nos lo han secuestrado. Pululan hoy cientos de obras de connotados autores, verdaderos teólogos de la dirección, de la autosuperación, que sorprenden en sus textos con la descripción de los arquetipos del éxito: a veces solo les falta ideología revolucionaria y un uniforme verde olivo. Es visible que han estudiado con meticulosidad la manera en que hombres como Che o Fidel construyeron desde los valores una identidad paradigmática e inspiradora, porque el capitalismo no los produce de esa inmensa talla moral, ¡y también los necesita para perpetuarse como sistema de dominación!
 
No se puede hacer política en Cuba, ni en la escuela, ni en el barrio, ni en el trabajo, ni en ningún lugar, si se carece de inteligencia emocional, si hay falta de cultura, si no se tiene valor para mirar a los ojos de los dirigidos, si la palabra deja de ser insustituible y si no hay pasión en las palabras y en la mirada, si no hay sinceridad en el discurso y en los actos; si no se predica el ejemplo antes de pedir más a los demás. No se puede ser cuadro si no se es líder, si se actúa por mecánicas burocráticas y no se piensa, ni se crea; si el plan, la estructura y las jerarquías inmovilizan; si no se está dispuesto a desarrollar las ideas, inspirado en grandes sentimientos de amor. Recientemente, el brasileño Frei Beto, asombrado ante la capacidad de la Revolución Cubana de moverse críticamente sobre sí misma, nos su surraba a este propósito, como para que no diéramos más tumbos:
 
El socialismo es el nombre político del amor. Y el amor es una producción cultural. Su objetivo final es crear una comunidad amorosa entre sí y con el mundo. A veces olvidamos un principio marxista. Yo, fraile, he sido profesor de marxismo y no es la única contradicción de mi vida. El ser humano no es mecánico. Hay dos cosas que no pueden preverse matemáticamente: el movimiento de los átomos y el comportamiento humano. El trabajo político debe ir hacia cada uno de los hombres. Por eso la Revolución Cubana resiste, porque no es una peluca que va de arriba hacia abajo, sino un cabello que crece de abajo hacia arriba […].
 
Para que el hombre nuevo cubano del siglo XXI se siga reproduciendo y prevalezca en nuestra sociedad, se requiere trabajar siempre en la construcción de cadenas de argumentos que legitimen decisiones políticas; hacer que las transformaciones institucionales destierren el inmovilismo e interesen a todos; aferrarnos a nuestra rica historia y cultura, legitimadoras de nuestro presente y nuestro futuro; definir con claridad y sin ambages nuestra militancia ideológica; estar conscientes de los resultados de la obra revolucionaria, reconocerlos y defenderlos; sostener nuestras conductas sobre la base del sistema de valores compartidos, que nos han legado varias generaciones de revolucionarios cubanos y del mundo, en especial, de Nuestra América; y sostener y construir los símbolos de ese credo. ¡Y por si fuera poco, debemos hacerlo todo con belleza, porque esa es la aspiración máxima de nuestra condición humana!
 
Los revolucionarios siempre seremos hegemónicos en Cuba si entendemos nuestro socialismo como un proceso revolucionario de carácter progresivo, constante y siempre renovador, si hacemos de las prácticas sociales una manifestación masiva de nuestra liberación y nuestra participación individual y colectiva en los destinos de la nación, si asumimos el ejemplo como una ciencia y una cultura, si somos capaces de llenar los vacíos dejados por malas políticas o malas actitudes políticas, para regenerar nuestras actuaciones como agentes movilizadores de la transformación revolucionaria y socialista de nuestra patria. Si practicamos la cohesión social y la prosperidad compartida, conscientes de que la república es, de derecho y de hecho, con todos y para el bien de todos. Ese era el llamado a salvar la cultura, salvar la Patria, la revolución y las conquistas del socialismo en los años noventa del siglo pasado. Eso es hoy, en el siglo XXI, la convocatoria a actualizarlo.
 
Hay finalmente unos aportes extraordinarios de Cuba al socialismo y a la formación del hombre nuevo, que nos vienen de José Martí y enriquecen el método marxista. Me refiero a la reflexión y a la sensibilidad, que Cintio Vitier consideraba la revelación del «secreto martiano»: «el equilibrio entre razón y corazón, tensos ambos sobre el eje de la autoctonía telúrica, histórica y espiritual». Cuando Che decía que el socialismo es una obra de amor, que la solidaridad es ternura entre los pueblos; cuando Fidel insistía en que el socialismo es una construcción libre y voluntaria, no hacían sino apelar al imprescindible equilibrio entre razón y corazón. Cuando Raúl convoca a desterrar de nuestras conductas la insensibilidad y la indolencia, no expresa sino coherencia con un rasgo inherente a todas las etapas luminosas de las luchas revolucionarias cubanas. Ese ha sido el aprendizaje del socialismo en Cuba y el eje principal de la formación de los nuevos individuos: un aprendizaje basado en la sensibilidad, un acercamiento que concatena analogías, que es de inspiración martiana y que también está presente en las prácticas pedagógicas de Fidel, que sustenta el orden del discurso en un sistema de valores actuantes como argumentos. En esta perspectiva —reitero con mucha más convicción lo que escribí hace algún tiempo— puede ser mayor o menor la poesía, pero el equilibrio entre razón y corazón está presente. No debe olvidarse que la sensibilidad, en nuestro caso, nace en la tradición antiescolástica, experimental y romántica cubana que viene desde el siglo XIX, simbolizada por Varela, Luz, Caballero y Mendive; y que esa sensibilidad es la precondición necesaria de la emoción o intensidad, factor que constituye uno de los más importantes valores cognitivos y determina el aprendizaje. Ambas, reflexión y sensibilidad, germinan además en el mayor de todos los aprendizajes cuando crecen con la levadura de la moral: ¡he ahí entonces que brotan el patriota y el patriotismo!
 
Como «todo lo que un hombre lleva en sí, lo pone su pueblo», al decir de José Martí, me atrevo a rescatar en resumen una apretada síntesis del prohombre —o promujer— que Cuba necesita para arrostrar el siglo XXI, que se lo debemos al Che y que puede y debe ser posible. Hay un decálogo que alude a una lista de atributos de ese individuo en ciernes que anunció el Che. Su modelo es Fidel Castro, un ser de carne y hueso, que no ha dejado de autocriticarse por sus errores, cuando suman muchos más sus aciertos, y que refleja los anhelos máximos de un país que no está dispuesto a rendirse. Los cubanos sobreviviremos como nación libre, soberana e independiente si:
  • Prevalece entre nosotros una vocación y educación de unidad.
  • Asumimos la ética como razón de Estado.
  • Practicamos la solidaridad y el desprendimiento en nuestros actos cotidianos.
  • Somos coherentes entre lo que decimos y cómo actuamos.
  • El ejemplo personal preside la actuación de cada líder, dirigente, empresario y ciudadano.
  • Defendemos la verdad, por dura que sea, como arma y condición para ser respetados.
  • La sensibilidad permanece intacta en nuestras almas y nuestros corazones.
  • Asumimos las tareas con modestia y ausencia total de vanidad.
  • Reconocemos que el deber de un revolucionario es estudiar y aprender todo el tiempo, de todo el mundo, incluso de los más humildes.
  • El rigor personal, la aspiración a la perfección se manifiestan como una expresión de deber con las responsabilidades asumidas y de respeto ante los demás.
  • Borramos de nuestra mente y vocabulario los conceptos rendición y derrota, que no son tales, hasta que no son aceptados.
  • No declinamos jamás en la aspiración de proveer la mayor justicia posible para todos y cada uno de los cubanos.
  • Nunca perdemos de vista que no hay nada en el mundo superior a la fuerza de la moral y las ideas.
  • Nos protegemos de albergar odios hacia cualquier persona y jamás dejamos de sentirnos como seres humanos y sufrir en lo más hondo las injusticias, donde quiera que se cometan.
David, quisiera que estas notas «cuelguen» como post scríptum de las Crónicas del derrumbe soviético. Muchas noticias que llegan de o que fue la URSS duelen, y no es por rezagos, por nostalgia o por rabia. Observo y pienso. Duele más que nos confundan o, peor aún, que nos confundamos, cuando hay tanto en juego. Frente a quienes pretenden privarnos del gobierno sobre nuestro futuro y destino, alzamos nuestro indomable afán de convertir reveses, que nos ha permitido siempre renacer y reinventarnos. Te aviso: nosotros seguimos aquí, vivos, por habernos hecho cargo de la convicción guevarista de ser amantes empedernidos de la virtud y del mejoramiento humano, y por estar persuadidos de que nuestra única
opción es luchar; luchar hasta la victoria, siempre.
 
Pedro Prada
La Habana, 14 de junio de 2014.

[1] David Deutschmann, director de las editoriales Ocean Press y Ocean Sur. Un veterano militante australiano de la causa revolucionaria cubana, latinoamericana y tercermundista.

El ensayo constituye el post scriptum del libro Crónicas del derrumbe soviético. El viaje del corresponsal de Granma: 1990-1992, publicado por la editorial Ocean Sur y reeditado por Luxemburgo-CEFMA.



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