Sr. Vicepresidente
de la Junta General Universitaria, Lic. Carlos Reinaldo López Nuila
Sra. Vicerectora de Investigaciones, Lic.
Noris López Guevara.
Querido Dr. Ramón Rivas, Director del Museo
de Antropología.
Estimadas autoridades universitarias,
profesores del claustro y alumnos
Distinguidos invitados
Amigos todos
Pido ante todo
transmitir un afectuoso saludo a nuestro amigo, el Dr. José Mauricio Loucel, Presidente
de la Junta General Universitaria, a quien debemos este feliz encuentro.
Igualmente, ruego saludar al Sr. Rector, Ing. Nelson Zárate.
Agradezco
profundamente a la Universidad Tecnológica de El Salvador la decisión de acoger
hoy, 28 de enero de 2013, este evento dedicado a rendir tributo a un ser humano
excepcional y a sus ideas; que nació en Cuba, vivió, padeció y murió por ella,
pero cuyo legado pertenece por derecho propio a todos los pueblos de Nuestra
América y a la humanidad entera, a la que declaró como su Patria. Honrar,
honra.
José Martí, nació
una mañana como la de hoy, hace 160 años, casi a esta misma hora, en medio de
una Cuba esclava, donde el colonialismo español había concentrado todo el
poderío que jamás tuvo disperso en el continente.
Cuando las
naciones de América eran ya repúblicas independientes, Cuba quedaba como baldón
de aquella época, y no como la joya más preciada de la corona, según la querían
hacer ver.
Martí creció en
medio de una intensa agitación política, entre una dolorosa pugna de ideas,
donde el realismo peninsular de unos, el reformismo de otros y el anexionismo
al nuevo Imperio que nacía frente a nuestras cosas se enfrentaban entre sí y
todos contra los primeros brotes independentistas.
Un presbítero criollo,
Don Félix Varela, se atrevió a decirles en la cara a los diputados de las
cortes de Cádiz, que un pueblo nuevo había nacido en la mayor de las Antillas y
que merecía, como todos, el derecho a elegir su propio destino.
Frente al oscurantismo colonial, los seguidores de Varela
instaban a construir el pensamiento nacional a través de una síntesis de la
cultura occidental que incluía ya al Libertador Simón Bolívar, pero que
proponía hacerlo desde una ruptura con la tradición filosófica de la época:
“Todas las escuelas y ninguna escuela, he ahí la escuela; todos los métodos y
ningún método; he ahí el método”.
Lo que muchos no pudieron descubrir –o no quisieron- fue
que el nuevo método electivo se fundamentaba en la ética y la justicia,
resumiendo lo mejor de la tradición judeocristiana y africana en que se erigía
la cultura cubana. Uno de los discípulos de Varela, el padre José de la Luz y
Caballero, lo proclamaba así: “Antes quisiera yo ver desplomadas, no digo las
instituciones de los hombres, sino las estrellas todas del firmamento, que ver
caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral”.
Lo que otros tampoco advirtieron casi cien años después,
cuando en Cuba triunfaba una revolución socialista, fue que esa había sido
precisamente la escuela de Marx que además inspiraba a los revolucionarios
cubanos: todos los métodos y ningún método, toda la justicia, toda la moral y
la dignidad humanas.
De ahí que para los cubanos la opción teleológica haya
sido desde entonces bien clara: ni más colonialismo, ni nunca anexión, ni mucho
menos reforma: ¡revolución!, siempre revolución radical, profunda y amplia.
En la historia
de Cuba el espíritu revolucionario –del que José Martí y Fidel Castro han sido
paradigmas–, es creador; el reformista es crítico y descriptivo. Frente a lo
aparente imposible el primero revela (o construye) la posibilidad latente,
mientras que el segundo cae abrumado y vencido. Uno acepta “lo posible” como el
límite de toda actividad política; el otro descubre nuevas posibilidades en el
territorio de “lo imposible”. En palabras de Martí, el revolucionario vuela
como el cóndor, y el reformista –falto de fe en el ser humano y en la
posibilidad de construir mundos mejores, y deseoso de conservar su pequeño
“rancho”–, “insectea” por lo concreto.
Martí tenía bien definido su proyecto de nación: el mismo
que había nacido en la rebelión del 10 de octubre de 1868, única en su tipo por
declararse a la vez independentista, antiesclavista –promulgó la liberación e
igualdad de los esclavos- y cívica, porque con ella –hablando de ir más allá de
lo posible, se anunciaba el nacimiento de una república en armas, con un Presidente,
Senado y Cámara electos por voluntad de los patriotas libres de Cuba, y con
constitución, leyes y símbolos patrios que nos acompañan hasta hoy y cimentan
una tradición democrática única.
Por eso concibió
la guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se habría de
cruzar, en pocos años, el comercio de los continentes, como un suceso de gran
alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas
prestaría a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al
equilibrio aún vacilante del mundo.
La idea de contribuir desde las
Antillas a la construcción de una gran nación americana –entendida como la que
se extiende desde la frontera del río Bravo, en el norte de México, hasta los
confines de la Patagonia, y que esa nación contribuyera al “equilibrio aún
vacilante del mundo” es una de las visiones más revolucionarias de todo el
legado martiano.
No debe olvidarse que deportado
de su Patria por el régimen colonial español, el antiesclavista adolescente Pepe
Martí, madura como joven entre las conmociones de la caída de Isabel II y el
advenimiento de la restauración; anda luego de paria por las tierras de nuestra
región: recorre Venezuela, México y Centroamérica donde ausculta el doloroso
pasado del indio; sirve como diplomático y cónsul a la Argentina, a Uruguay y a
Paraguay y constata en el ejercicio los delicados hilos del poder y las
relaciones entre países; se cartea con amigos ecuatorianos y colombianos para
intercambiar experiencias y pasiones libertarias; alterna con dominicanos y
haitianos que ya comienzan a sufrir el avance del neocolonialismo económico; padece
con jamaiquinos que aún deben pleitesía a la poderosa Albión; conspira con
puertorriqueños, hermanos del mismo dolor; ¡conoce a fondo y como nadie a los
nacientes Estados Unidos! Y, mientras aprende la universalidad de la identidad
humana, bebe de todos el magisterio de la americanidad propia, que le lleva a construir
su radical ideología nuestramericana.
Esta singular visión sintetiza
una comprensión dialéctica novedosa de la relación entre la tradición y la
modernidad, entre lo propio y lo ajeno, entre el ser y el deber ser, que no se
plantea como vuelta al pasado, ni como enclaustramiento en una otredad ajena, y
mucho menos como aislamiento de lo que acontece a su alrededor. Recuérdense las
palabras con que inicia su capital ensayo Nuestra América: “Cree el aldeano
vanidoso que el mundo entero es su aldea…”.
Por lo contrario, Martí nos pide injertar en nuestras
repúblicas el mundo; y que a la vez, el tronco sea el de nuestras repúblicas.
Miremos solo a
esta Centroamérica que amamos tanto como nos duele: José Martí, que tuvo la
oportunidad de conocerla y como parte de el aprendizaje, descubrir a su paladín
unionista, el general Francisco Morazán que fue superado por quienes dejaron de
creer en ese tronco, dejo escritas palabras inolvidables y angustiosas de
aquella epopeya:
“La Independencia proclamada con la ayuda de
las autoridades españolas, no fue más que nominal, y no conmovió a las clases
populares, no alteró la esencia de esos pueblos –la pureza, la negligencia, la
incuria, el fanatismo religioso, los pequeños rencores de las ciudades vecinas:
solo la forma fue alterada. Un genio poderoso, un estratega, un orador, un
verdadero estadista, el único quizás que haya producido la América Central, el
general Morazán, quiso fortificar a esos débiles países, unir lo que los españoles
habían desunido, hacer de esos cinco Estados pequeños y enfermizos una
República Imponente y dichosa…”.
Por ello, Martí también asume para su proyecto
latinoamericanista y antimperialista el ideal morazanista. Y para tal tarea,
junto al ejemplo y legado de Bolívar, el líder cubano se plantea la necesidad
de: “Resucitar de la tumba de Morazán a Centroamérica” y
completar la hazaña inconclusa por la corrupción del poder recién estrenado.
Como ocurrió en Centroamérica, hay
en toda la historia posterior a las luchas independentistas en nuestra región,
de las cuales acabamos de conmemorar sus bicentenarios, un denominador común,
en el que las élites se apropiaron de la independencia adquirida y la usufructuaron
como patrimonio, transformando a las antiguas naciones esclavas o vasallas del
Virrey colonial, dizque “independientes, libres y soberanas”, en estados
clientes del capital empoderado, que recién comenzaba a “unirse” y globalizarse.
Rodrigo Carazo, un centroamericano lúcido y martiano,
advirtió en forma temprana las peligrosas consecuencias de esa “unidad” del
dinero. Decía: “En épocas pasadas una nación creaba un imperio mediante el
dominio de las armas. Ahora los emperadores son los dueños del dinero y de las
entidades internacionales que lo manejan. Un solo imperio, de naturaleza
planetaria, se ha conformado bajo el dominio del dinero manejado por poderosas
personas y entes que rigen el destino general, personas y entes que cuentan en
cada una de las naciones con hombres serviles e interesados que –cual modernos
virreyes financieros– manejan todo a gusto de los dueños del mundo, en cada uno
de los países, a cambio del dominio en cada corralito –grande o pequeño– en el
que tales procónsules se consideran amos. El esquema es casi perfecto… se ha
adueñado de la prensa, de los “economistas”, de los políticos y hasta de los
pobres. A todos se ha logrado convencer de que no existen alternativas a lo que
ellos predican y hacen. Según esa concepción, quien opina contra esas tesis es
un conservador y un ignorante. Lo moderno, lo eficiente, lo prometedor, lo que
nos dará el despegue y el desarrollo... es lo que ellos dicen”.
Para sostenerse, sostiene el
costarricense, el imperio demanda de nosotros actitudes pasivas, de
sometimiento y de negación de nuestra viabilidad económica, nos conduce al
entreguismo, a la renuncia de la soberanía y a la corrupción consistente en
recibir dinero a cambio de inconfesables renuncias y vergonzosas concesiones.
¿Vale realmente la pena insistir en esa alianza que hoy no reproduce ganancias,
sino crisis?
Frente a ello, tenemos una
alternativa: la integración bolivariana, morazanista y martiana. Nuestra
integración, debe ser un proceso de fortalecimiento colectivo de las
independencias nacionales, lo cual redundaría en la consolidación de una
independencia común e interdependiente: dejaríamos de ser varas sueltas y
quebradizas y nos fundiríamos en un haz indestructible de naciones, como
aparecen concebidos nuestros pueblos en muchos de nuestros escudos nacionales;
un haz que fomente el intercambio justo y solidario, y que combata la
depredación económica y la competencia feroz a que nos empujan.
Nuestros países deberían mirar al interés regional y al
bien común, fortaleciendo su actuación multilateral regional frente a hechos extrarregionales,
aislados e incluso, frente a los individuales sin trascendencia. La integración
económica y social, esa que preconizan la CELAC, UNASUR y la Alianza
Bolivariana para los pueblos de Nuestra América, puede fortalecer la viabilidad
política de nuestras naciones, si priman la justicia social, la distribución racional,
equitativa y justa de la riqueza y si cada día fueran más los actores de las
grandes mayorías nacionales participantes en el desarrollo de un aparato
productivo y de servicios que, al tiempo que se sirve de forma responsable de
las inmensas riquezas naturales de la región, convive armoniosamente con la
Madre Tierra, generando bienestar popular y paz social.
Necesitamos sociedades estables, para lo cual será
necesario desterrar de nuestras fronteras las crisis cíclicas, la recesión, la
postración y la imposición de pactos rapaces por los organismos financieros
internacionales, a la vez que unidos podremos defender mejor derechos ante
nuestros acreedores y precios justos a nuestras exportaciones. De esa manera,
lograremos que el bien común sea el objetivo de la integración, y no el
beneficio de unos pocos.
La unión ha de ser de pueblos libres, por tanto, cultos, y
sin temor a esos “ismos” con que se nos ha querido a veces encasillar y nos han
aprisionado en las disputas de superpoderes. Para ello es indispensable colocar
la educación, la ciencia, el desarrollo tecnológico y la cultura a la cabeza de
las transformaciones, no solo para hacer cumplir el derecho de formar mujeres y
hombres instruidos, sino para que sean cultos y conscientes, con voluntad y
pensamiento propios, comprometidos con sus sociedades y con el gran proyecto emancipador
de la Patria común y grande.
La preocupación de los centros de poder mundial con una
América Latina y un Caribe unidos, participando conjuntamente en la arena internacional,
capaces de negociar con la fortaleza necesaria para defender sus intereses
comunes, acaba de ser puesta a prueba en Santiago de Chile, durante la I Cumbre
de la CELAC. La Europa decadente y en crisis no renuncia a su pasado y trata de
colocar a la región como garante de la recuperación de su ofensivo y despilfarrador
modo de vida. Ya lo hicieron antes los Estados Unidos, cuando intentaron
enyuntar a nuestros pueblos al carro devorador del ALCA. Nunca ha de olvidarse
aquella batalla tremenda de Mar del Plata, en el año 2005. Como nunca debe
olvidarse que en el centro de toda esta batalla estamos nosotros, los
ciudadanos de Nuestra América, y nuestra rica y diversa espiritualidad.
Por eso Martí, con su carga de eticidad e idealismo, tiene
mucho que enseñarnos aún sobre nuestros desafíos actuales. “La contradicción,
dijo, no está entre civilización y barbarie, sino entre falsa erudición y
naturaleza. Así, cuando la cultura se corresponde con intentos de dominación es
falsa erudición y por consiguiente agrede a la propia naturaleza, y en cambio
cuando se identifica con el ideal de liberación, se revela como una segunda
naturaleza genuinamente humana. En la cultura, situada en el sistema nervioso
central de las civilizaciones, hacen síntesis los elementos necesarios para la
acción, el funcionamiento y la generación de la vida social de forma cada vez
más amplia”.
Al desarrollar esa visión del Apóstol, el cubano Armando
Hart ha apuntado que “Las alternativas de un progreso económico estable han
fracasado en diversos proyectos, porque se subestimó el factor humano y la
compleja trama de relaciones, creencias y valores que se hallan en la médula de
la cultura. Se está produciendo objetivamente un proceso de
internacionalización de las relaciones económicas de dimensión y consecuencias
insospechadas, y con problemas infinitamente más complejos a los enfrentados
hasta aquí por la humanidad”.
Y añadía, “No podemos aceptar pasivamente que las
tendencias homogeneizadoras de la llamada globalización, pisoteen los más
elevados valores de la tradición espiritual presentes en el tejido de nuestras
naciones; ni permitir que la tradición cultural y las más elaboradas creaciones
jurídicas y políticas con sus realizaciones democráticas se destruyan”.
“Aceptamos el desafío impuesto por las actuales relaciones
económicas internacionales, pero ello presupone principios éticos y culturales
sobre el fundamento de lo enunciado por el Benemérito de América, Don Benito
Juárez, cuando afirmó: “el respeto al derecho ajeno es la paz”, sólo así defenderemos a la
humanidad de la debacle, a los pobres de la miseria y a la tierra misma del
desastre ecológico denunciado por la comunidad científica internacional. La única
forma de contribuir a la paz de manera estable y duradera, consiste en situar
la bandera de la democracia, el respeto a los valores universales de la cultura
y a los principios del sistema de derecho internacional en el centro de nuestro
empeño”.
Y algo más agregar, a fuer de ser absolutamente leal a las
ideas de Martí.
Debo necesariamente referirme a su temprana premonición –presente
también en Bolívar mucho antes- del
incierto destino que esperaba a nuestras repúblicas a la vera de un vecino
poderoso y voraz que las desdeña y codicia. Como se sabe, el Apóstol vivió en
los Estados Unidos las dos últimas décadas del siglo XIX y estudió
profundamente ese país. Sin embargo, se mantuvo fiel a la tradición intelectual
cubana y latinoamericana y esas ideas sirvieron como antecedente a su
pensamiento antiimperialista y universal. Como apunta Hart, es, de seguro, la
personalidad que con mayor rigor conoció el ascenso del imperialismo yanqui en
los tiempos anteriores a su acta de nacimiento internacional en 1898 con la
intervención norteamericana en la guerra de Cuba contra España.
El antiimperialismo martiano no
es, en modo alguno, sinónimo de antinorteamericanismo, pues Martí nos enseñó a
amar tanto a la patria de Lincoln, como a temerle a la de Cutting. “Gran pueblo es éste, decía, y el único donde
el hombre puede serlo; pero a fuerza de enorgullecerse de su prosperidad... cae
en un pigmeísmo moral, en un envanecimiento del juicio, en una culpable
adoración de todo éxito”.
No olvidemos con Martí que “Ni pueblos ni hombres respetan a
quien no se hace respetar. Cuando se vive en un pueblo que por tradición nos
desdeña y codicia, que en sus periódicos y libros nos befa y achica, que, en la
más justa de sus historias y en el más puro de sus hombres nos tiene como a
gente jojota y femenil que de un bufido se va a venir a tierra; cuando se vive,
y se ha de seguir viviendo, frente a frente a un país que, por sus lecturas
tradicionales y erróneas, por el robo fácil de una buena parte de México, por
su preocupación contra las razas mestizas, y por el carácter cesáreo y rapaz
que en la conquista y el lujo ha ido creando, es de deber continuo y de
necesidad urgente erguirse cada vez que haya justicia u ocasión, a fin de irle
mudando el pensamiento, y mover a respeto y cariño a los que no podremos
contener ni desviar, si, aprovechando a tiempo lo poco que les queda en el alma
de república, no nos les mostramos como somos. Ellos, celosos de su libertad,
nos despreciarían si no nos mostrásemos celosos de la nuestra. Ellos, que nos
creen inermes, deben vernos a toda hora prontos y viriles. Hombres y pueblos
van por este mundo hincando el dedo en la carne ajena a ver si es blanda o si
resiste, y hay que poner la carne dura, de modo que eche afuera los dedos
atrevidos”.
Desde esa óptica, América Latina y el Caribe disponen hoy
de las herramientas morales, históricas, políticas, socioeconómicas y culturales
necesarias para que triunfen el mejoramiento humano, la vida futura y la
utilidad de la virtud en las que Martí creía profundamente. “La felicidad,
solía repetir, existe sobre la tierra; y se la conquista con el ejercicio
prudente de la razón, el conocimiento de la armonía del universo, y la práctica
constante de la generosidad”.
Pero también, insisto, cuando se rinde culto al conocimiento, como única forma
de liberación del ser humano.
Por eso, al despedirme de esta respetada Alma Máter
salvadoreña, de sus educadores y educandos esforzados, lo hago con una
exhortación que porta toda la fuerza salvadora martiana, imprescindible para alentar
a la conquista de las alturas, a construir hoy la integración de Nuestra
América: “Preservad la imaginación, hermana del corazón, fuente amplia y
dichosa. Los pueblos que perduran en la historia son los pueblos imaginativos”.
Perduraremos y venceremos.
Muchas gracias.
“JOSÉ MARTÍ EN LA HORA DE LA INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA Y CARIBEÑA”. CONFERENCIA CON MOTIVO DEL 160 ANIVERSARIO DEL NATALICIO DE JOSÉ MARTÍ, Auditorio de la Paz, Universidad Tecnológica de El Salvador, San Salvador, 28 de enero de 2013
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