El razonado artículo de Luis Toledo sobre la pretensión de mudar de España a Cuba un museo de muñecas Barbies y las reacciones de algunos ciberlectores da pie para una reflexión sobre el juguete y el juego en la época en que vivimos que, al final, desemboca en los caminos por los que transcurre la cultura nacional y la globalizada, hegemónica, homogénea y enajenante cultura de masas que nos llega desde los centros de poder mundial, y nos conduce directo al debate sobre los valores, que lamentablemente para muchos son un lema y una abstracción teórica, pero que tienen un llano sentido práctico.
De
las manos de mi abuelo salieron juegos de dados y aros, pirámides y tronquitos,
barquitos de vapor y de vela de todos los tamaños, carretas de bueyes y
tractores, camioncitos de madera con sus barrilitos de manteca, cajones de
mercancías y bidones de aceite, grúas, volteos, pipas de agua y hasta carros de
bombero, locomotoras, caballitos de palo para correr y caballitos con
balancines para montar, casas de muñecas de todos los tamaños, muebles diminutos
para llenar los sueños y muebles de verdad para alegrar a los pequeños,
alcancías, marionetas articuladas…
Mi
madre creció en la fábrica de los sueños, entre recorterías de hojalata y
virutas de madera, curioseaba en los botes de pintura y las herramientas, pero
le estaba vetado tocar aquellas maravillas que estaban destinadas a pagar el
cuarto de solar, los alimentos y el uniforme y útiles escolares Ella jugaba con
muñequitas de papel recortadas de revistas y periódicos, que guardó como
tesoro. Hace unos años, mi madre junto con mi hermana ya adulta, hechas un mar
de lágrimas ambas, decidieron despedirse definitivamente de aquellos recortes
tan queridos.
Mi
hija nació cuando se iniciaba el período especial y careció de muchas cosas,
pero no de amor y muñecas. Alcanzó los últimos bebés y muñecas Lily de la
industria nacional cubana y en algún momento le obsequiaron una protobarbie
–las verdaderas no, esas siguen teniendo precios inaccesibles en el mundo real
y en el subterráneo. Sin embargo, sus preferidas fueron siempre dos muñequitas
de trapo, una de ellas con pelitos de estambre morado, que guardó con su
desnuda suavidad todos los olores de su infancia juntos. La segunda es un
pequeño rollito de tela vestido con una faldita roja. Una noche de fiebres se la
hizo mi suegra –que fue campesina descalza y conoció la miseria en el norte de
Las Villas- inspirada en una suya. No tiene nombre, pero esa muñequita extraña,
con puntadas como ojos y boca, es inseparable de mi hija –hoy mujer.
Esta
es otra historia. En la Europa desarrollada y sofisticada las grandes casas
comerciales pusieron de moda hace años los llamados juguetes ecológicos o
artesanales, esos mismos que mi abuelo hacía para sobrevivir en La Habana. Lo
plástico es vulgar, lo industrial es frío, lo seriado y publicitado es común y
ajeno a la exclusividad de los ricos. El mundo real, como dicen los que creen
saberlo todo, prefiere jugar con esos otros juguetes que algunos mercaderes
definen en adición como “étnicos”, para subrayar racistamente su origen.
El
Ministerio de Industrias de Cuba, tan comprometido a través de los lineamientos
económicos y sociales del Estado con el rescate, modernización y relanzamiento
de la industria nacional; ávido de inversiones que recapitalicen o refunden
fábricas (como Muñecas Lily, Batabanó, Juguemil y otras), debe
pensar en estas deudas que hoy arrastra nuestro país, que conducen al final a
planteamientos extremos como los vistos en el debate que suscitó el artículo
del Museo Barbie.
Mas
no solo ellos. Sin los fines explotadores que animaron a Los Reyes Magos en los años cuarentas y cincuentas del pasado
siglo, las redes comerciales deberían evaluar y estimular que proveedores
cuentapropistas hagan sus aportes al universo lúdico de nuestros niños. Tengo
la seguridad que la creatividad e imaginería del cubano llenarían vidrieras de
comercios, podrían hasta generar exportaciones y, lo más importante, permitirían
soñar a nuestros niños y niñas más allá de barbies, bratz, legos, playstations
y robots.
También
cabría darse una vuelta por el museo de muñecas del Parque Lenin que fundó
Celia Sánchez, con una colección impresionante de los cinco continentes. Qué
tal están las cosas por allí, qué hace la administración de dicha institución,
por qué, si ha sobrevivido al tiempo, la crisis y las desidias, no se
publicita. ¡Y el de automóviles pequeños de Baconao, con modelos industriales y
artesanales también de todo el mundo! Y los cineastas y las costureras: ¿por
qué no recrean la historia de Pilar y su muñeca negra? Aún así, a los
adoradores de las moldeadas barbies plásticas, presentémosles nuestras
adorables y simpáticas criollitas de Wilson, que alguna vez también cobraron
vida en ese material.
NO
la emprendamos con Toledo, que es muy martiano y por tanto ajeno a excesos. Pensemos
en lo nuestro antes. Pongámonos a la obra. En esta otra asignatura pendiente de
los juguetes cubanos, lo que hagamos o dejemos de hacer es también cuestión de
valores.
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