El día que yo
nací, pude no haber nacido... o sobrevivido. En el mediodía del miércoles 21 de
octubre de 1959 mi madre trataba de amamantarme por primera vez cuando
comenzaron a escucharse explosiones. Los médicos y las enfermeras apartaron a
las recién paridas de las ventanas y las cerraron para tranquilizarlas.
Después, mi padre, que había estado todo el día movilizado con sus compañeros
de milicias, llegó a visitarnos y trajo la noticia: Pedro Díaz Lanz, excapitán
del Ejército Rebelde y exjefe de la Fuerza Aérea, que semanas antes había
traicionado la Revolución, acababa de ametrallar La Habana y lanzar propaganda
contrarrevolucionaria desde el aire, huyendo luego hacia la Florida, Estados
Unidos.
En la primavera
de 1961 mi madre comenzaba a sentir crecer la panza en la que vendría al mundo
mi hermano. Mi padre hacía días que había salido de la casa vestido de uniforme
y con arma. Comenzaron los disparos, las ametralladoras y el ruido de los
aviones. Ella no sabía que estaban un poco lejos de la casa, solo atinó a
llamar a una vecina cuyo marido también andaba movilizado, y asustadas y solas
ambas, con sus respectivos bebés y nuevo embarazo, agarraron dos almohadas para
protegernos, y se metieron con nosotros bajo la cama, pensando que un buen
colchón podría resguardarlas de desgracias. En la prensa posterior a ese día,
15 de abril de 1961, pueden hallarse los detalles, los heridos, los muertos, la
impunidad de los aviones agresores enmascarados con insignias cubanas. El miedo
le duró años, hasta que, ya hombres, dejó de contárnoslo.
A Carlos Alberto
Cremata Malberti, el padre de esa casa de amor, cultura y paz que es La
Colmenita, lo conocí de niño por la vieja amistad de nuestras familias. Primero
jugamos, y luego aprendimos y estudiamos juntos en una escuela de natación; nos
volvimos a empatar en los camilitos. Un día lo vinieron a buscar. Después
leímos el periódico: a Carlos Cremata Trujillo, su padre, el tipo más
seriamente jodedor que había conocido, le arrebataron la vida con una bomba en
el avión de Barbados. Acudí a la Plaza, con mis compañeros, y no lloré porque
tenía demasiada rabia y miedo: rabia por no poder devolverle el padre a mi
amigo. Miedo porque también podía perder el mío en similares condiciones.
En 1981
realizaba mis prácticas como periodista. De pronto nos vinieron a avisar: se
necesitaba sangre en los hospitales. La gente se enfermaba de algo extraño y se
moría. Vi pasar por mi lado los pequeños cadáveres. Vi a los médicos abatidos y
a las enfermeras arrasadas en llanto sin poder impedir los desenlaces. Vi a una
madre desmayarse y a una abuela extraviar los sentidos. Después se supo: el
dengue hemorrágico, introducido en Cuba por manos de terroristas pagadas por la
CIA, había cercenado la vida a más de cien niños.
En 1994 y hace
unas semanas[1],
ante el secuestro de las lanchas de cabotaje de pasajeros de la Bahía de La
Habana, también volví a sentir la extraña cosquilla del peligro: mi padre vive
en Casablanca, cruza varias veces el canal de la rada. ¿Estaría en la lancha
secuestrada? ¿Lo estarían encañonando con pistola o le tendrían puesto un
cuchillo en el cuello? Es de los que no se doblega. Se rebelaría. ¿Qué pasaría?
Así vivo yo y viven mis
hermanos, mis amigos, mis compañeros, mis vecinos, mi pueblo. ¿A quién más le
duele? …
[1] En
marzo y abril del 2003, con alevosa y premeditada intención, según se sabe hoy,
se concertaron un conjunto de acciones de los mercenarios pagados por el
gobierno de Estados Unidos y la Unión Europea con las de grupos de delincuentes
–verdaderos terroristas- que secuestraron embarcaciones y aeronaves poniendo en
riesgo las vidas de seres humanos. El objetivo, el de siempre: tocar los
resortes que pudieran desatar el tan deseado asalto final contra la revolución.
Las autoridades cubanas fueron forzadas a convocar y conducir sumarios juicios
públicos a unos y otros, con severas sanciones y la aplicación ejemplarizante,
excepcional y por primera vez en muchos años, de la pena capital a quienes
pusieron en riesgo las vidas de niños y mujeres en altamar. Enemigos y amigos
(sin confirmar ni preguntar los porqués de las informaciones que desde la isla
distribuían los grandes medios globalizados y sin siquiera comprobar las leyes
de sus propios países) se apresuraron en dolorosa coincidencia a condenar y
castigar. Para los cubanos, el dolor tenía un sentido diferente… Y yo estaba
lejos de la patria y de mi familia en aquel momento. N.A.
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