Se ha repetido, con razón, que Barack
Obama será el segundo presidente de Estados Unidos que visite a nuestro país.
Por cierto, cualquier lector que desconozca la historia de las relaciones entre
ambos países se preguntará cómo es posible que, existiendo tantas relaciones
entre ellos desde hace siglos y estando tan próximos geográficamente, solamente
un presidente estadounidense haya visitado a Cuba en los casi ciento catorce
años de establecido el Estado propio en nuestro país.
Pero, ¿quién fue el primero, el anterior? ¿A qué
vino, por qué vino?
Durante 1927 hubo grandes contradicciones y
conflictos. El presidente cubano elegido en 1925, Gerardo Machado
Morales, pisoteó la legalidad republicana. Mediante la llamada Prórroga de
Poderes fue dinamitado y se deslegitimó el sistema político: el Congreso aprobó
la extensión de los mandatos para los cuales habían sido electos el ejecutivo y
ellos mismos, y convocó una reforma constitucional para ratificar aquel
engendro. El ejecutivo se reelegiría por seis años más, hasta 1935, y todos los
legisladores se “prorrogaron”. Es decir, todos los politiqueros se pusieron de
acuerdo para perpetuarse en el poder, y en sus prebendas y malversaciones.
Liquidaron la alternancia liberal-conservadora, mantenida durante un cuarto de
siglo mediante un activísimo y muy bien organizado sistema político que era uno
de los pilares de la hegemonía burguesa neocolonial en la primera república cubana.
Y sustituyeron la práctica política por una palabra intragable: cooperativismo.
En realidad, conjugaron sus latrocinios y su ambición con la acción represiva
que venía imponiendo Machado desde 1925. Estimaron que, para dominar la
protesta popular en la etapa que se le venía encima al país, sería suficiente
sustituir la democracia corrompida por una dictadura corrompida.
La coyuntura anunciaba crisis para el modo de
producción: iban a terminar ciento cincuenta años de grande y creciente
exportación de azúcar. En la segunda mitad de ese lapso se había reducido la
calidad del producto, a azúcar crudo, y su destino: de compradores diversos al
predominio de Estados Unidos. De aquel modo se había configurado una relación
de dependencia económica respecto a ese país, que fue completada a partir de
1898.
Desde 1895 lo decisivo había dejado de ser “la
economía”, porque el pueblo de Cuba se fue en masa a la guerra contra el poder
colonial, a conquistar la independencia, las libertades ciudadanas y la
igualdad efectiva de las personas. José Martí, el organizador de la contienda,
había producido un pensamiento de liberación nacional y justicia social mucho
más avanzado que los hechos y las ideas que se movían en la colonia cubana, y
la corriente radical encabezada por él y por Antonio Maceo pretendía consumar
una revolución que educaría en su proceso guerrero al pueblo para la identidad
y la cohesión como cubanos, y para los ejercicios cívicos y las reformas
sociales en una república de nuevo tipo. La mayor y más organizada institución
propia que había tenido la isla, el Ejército Libertador, las estructuras
civiles y de colaboración, el gobierno de la República en Armas, libraron una
guerra total en la que España apeló al genocidio, y con su abnegación,
heroísmos y sacrificios derrotaron a la metrópoli, al precio de cuatrocientos
mil vidas y la destrucción del país.
Entonces Estados Unidos le declaró la guerra a
España e invadió a Cuba ayudado por tropas cubanas, obtuvo una fácil victoria y
ocupó el país. El “águila avasalladora y rapaz”, como la había llamado Martí,
desconoció a las instituciones de la Revolución y obtuvo su disolución, logró
que los aspectos sociales del proyecto revolucionario se dejaran a un lado,
estimuló y aprovechó la formación de un nuevo orden posrevolucionario y le
impuso al país un duro régimen neocolonial –con ribetes de protectorado— como
condicionante de su constitución en Estado nacional. Después de un siglo de
indiferencia u hostilidad a todo intento de independizar a Cuba del
colonialismo europeo –extraña manera de cumplir con la Doctrina
Monroe–, y de varias maniobras e intentos en dirección a apoderarse de
nuestro país, cuando al fin Estados Unidos tuvo fuerzas suficientes para
imponer sus intereses y su voluntad en esta región las utilizó contra Cuba. Ya
le era imposible anexarse a la nueva nación, pero quebrantó su proyecto,
impidió que aspirara a un desarrollo autónomo, implantó su dominio, sometió a
sus autoridades a la subordinación y la complicidad, explotó al país mediante
el neocolonialismo y tuvo la aspiración de irlo absorbiendo culturalmente.
Un cuarto de siglo después, Gerardo Machado visitó
Washington, en abril de 1927, en busca de un espaldarazo a su política de
liquidación del sistema político cubano. Como era de esperar, lo obtuvo, sin
que Estados Unidos se preocupara por la liquidación del régimen democrático y
los ataques a los derechos humanos que Machado encabezaba en Cuba. Dos años
antes había viajado allá, como presidente electo, en una gira triunfante de
agasajos, anudamiento de negocios con corporaciones norteamericanas y un
abierto entreguismo en lo político. Ahora llevaba también una invitación al
presidente Calvin Coolidge a visitar La Habana para la inauguración de la Sexta
Conferencia Americana Internacional, que se efectuaría en enero-febrero de
1928.
La sede habanera la había acordado la Quinta
Conferencia, en Santiago de Chile, en 1923. Estos eventos, creados por
iniciativa de Estados Unidos en 1889, tenían el objetivo de impulsar
instrumentos suyos de control y ventajas económicas, y la ideología del
panamericanismo, la ropa político-diplomática de su expansionismo imperialista.
Entre septiembre de 1889 y mayo de 1991, José Martí analizó y denunció, en
diversos medios de prensa, la naturaleza y los procedimientos de esa gran
empresa yanqui, en el momento mismo de su nacimiento. El conjunto que forman
aquellos textos y varias cartas –esos documentos personales en los que
pueden encontrarse elementos que no se considera conveniente publicar–, revela
una campaña que aúna dedicación y sagacidad extraordinarias, dirigida a superar
ignorancias y condenar complicidades, crear conciencia y unir voluntades en el
continente, para que se enfrentaran al peligro inminente del nuevo
imperialismo.
En la creación de este acervo iluminador para los
cubanos de todos los tiempos, de esta lectura indispensable en los tiempos que
corren, Martí vivió un trance doloroso. Sentía el retraso y la falta de preparación
de muchos medios latinoamericanos para la tarea ciclópea que veía claramente
–la segunda independencia–, y aún más sentía que no fuera a ser Cuba capaz de
organizar y desatar muy pronto, a tiempo, su revolución de liberación nacional,
que por su contenido y su proyección liquidaría el viejo colonialismo europeo y
le cerraría el paso al nuevo colonialismo norteamericano, e inauguraría la
época de la nueva liberación continental. Lo dice al inicio de Versos
sencillos, una cumbre de su creación poética: “Fue aquel invierno de
angustia…” Pero esos versos son coetáneos nada menos que de aquel opúsculo
fundamental del continente, “Nuestra América”.
En una de sus cartas, Martí revela a un amigo una
profecía:
Sobre nuestra tierra, Gonzalo, hay otro plan más
tenebroso que lo que hasta ahora conocemos, y es el inicuo de forzar a la Isla,
de precipitarla a la guerra para tener pretexto de intervenir en ella, y con el
crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no
hay en los anales de los pueblos libres. Ni maldad más fría. ¿Morir, para dar
pie en qué levantarse a estas gentes que nos empujan a la muerte para su
beneficio? Valen más nuestras vidas, y es necesario que la Isla sepa a tiempo
esto. ¡Y hay cubanos, cubanos, que sirven, con alardes disimulados de
patriotismo, estos intereses![2]
Los avances de Estados Unidos hacia el dominio de
nuestro continente no estaban exentos de escollos y oposiciones. Por un lado,
gran parte de los Estados latinoamericanos había nacido de gestas revolucionarias
que reivindicaron una identidad de la región, y el nacionalismo particularizado
era una ideología muy fuerte, generalizada desde el siglo XIX; idiomas y otros
rasgos culturales muy arraigados resistían a las influencias de la república
del Norte. Por otro, varios países mantenían grandes relaciones con Europa,
sobre todo con Gran Bretaña. Pero la tendencia general en los Estados
independientes latinoamericanos fue de numerosos recortes o conculcación de las
libertades, negación de la justicia social, exclusión o represión de grupos
étnicos y de luchas sociales, y gran número de conflictos entre países de la
región. Al mismo tiempo, predominaron las relaciones económicas desventajosas
con los países capitalistas de mayor desarrollo, agravadas por la cooptación
que hacían de gobiernos y sectores dominantes en cada país, y por el uso de la
violencia para imponerse. Dominantes y dominados a la vez, muchos beneficiarios
de los sistemas de la región fueron subordinados o cómplices.[3]
Sin embargo, fue ganando terreno la oposición al
uso de la fuerza por las potencias para cobrar deudas de países más débiles, y
en la conferencia de Chile había surgido una corriente que reclamaba al
panamericanismo establecer como principio la no intervención. Esto último era a
todas luces muy sensible, porque Estados Unidos poseía una historia muy extensa
de intervencionismo, se había convertido en el gendarme de la cuenca caribeña
desde el inicio del siglo, y en 1927 mantenía el dominio colonial sobre Puerto
Rico, fuertes controles sobre República Dominicana y la ocupación militar de
Haití y Nicaragua.
En aquel momento, Nicaragua era el centro
neurálgico –y escandaloso– de la actuación imperialista. Esta comenzó en 1909,
al provocar la dimisión del presidente José Santos Zelaya, que había regido a
su país desde 1893 con orden y un saldo de avances del Estado y la sociedad. La
pugna entre liberales y conservadores, y entre entreguistas y nacionalistas de
ambos partidos, fue atizada por el intervencionismo yanqui, hasta desembocar en
una gran guerra civil en 1912. Ante el riesgo de ser derrotados, los
entreguistas pidieron ayuda militar, y el país fue invadido a partir del 5 de
agosto. El general repudio popular a la intervención fue aplastado mediante un
baño de sangre, sobre todo en Masaya y en León, en octubre, y los invasores
asesinaron al general Benjamín Zeledón, jefe liberal radical que se enfrentó
resueltamente al imperialismo.[4]
Ni el republicano Taft ni el demócrata Wilson
confrontaron dificultades internas al aplicar la política de ambas
administraciones, idéntica, de aplastamiento de Nicaragua. Sin soberanía ni
control sobre su economía, sujeto a exacciones y despojo de recursos, peón en
la geopolítica norteamericana, administrado por lacayos desnacionalizados y
corruptos de la ocupación, el país sufrió graves retrocesos. El “Tratado”
Bryan-Chamorro, obligó a Nicaragua a cederle a Estados Unidos la concesión
exclusiva para construir, operar y mantener un canal interoceánico por
cualquier lugar del país y en el momento en que lo decidieran. Es decir, a no
construirlo.
Solo en 1925 terminó la ocupación, pero un año
después regresaron los marines para defender al presidente conservador Adolfo
Díaz, favorito de Washington, de una insurrección liberal. El pretexto de tan
bárbaro atropello puede leerse en un documento oficial, “Objetivos y políticas
bolcheviques en México y América Latina”. Nadie ha aportado jamás ninguna
evidencia de trabajo alguno de la URSS en la Nicaragua de 1926, pero el
presidente Coolidge hizo este comentario para enfrentar las críticas: “No
estamos haciéndole la guerra a Nicaragua, del mismo modo que un policía en la
calle no le está haciendo la guerra a los transeúntes”.[5] Curiosa o muy
despectiva manera de referirse a un país.
Los papeles no siempre son los mismos, y en aquella
coyuntura el Congreso fue el que expresó fuertes objeciones a la acción del
Ejecutivo. El complot comunista resultaba increíble, y se denunció que el
presidente se había excedido en cuanto a sus atribuciones al ordenar que se volviera
a ocupar Nicaragua. Como el gobierno alegó que las tropas yanquis estaban
tratando de lograr que las elecciones nicaragüenses de 1928 fueran limpias, el
senador George Norris declaró que si el presidente enviaba marines para
garantizar que se dieran elecciones honestas, entonces debía enviarlos a
Filadelfia y a Pittsburgh, notorias por la corrupción política que imperaba en
ellas.[6]
Pero, como suele suceder, el destino de los pueblos
agredidos no mejora ni cambia a consecuencia de los escarceos políticos y los
desacuerdos jurisdiccionales que sucedan dentro de Estados Unidos. Marines,
gobernantes, banqueros, políticos y medios de prensa se repartieron el trabajo
de engañar a su opinión pública, aplastar la rebelión constitucionalista en
Nicaragua, reprimir al pueblo y después pactar con los políticos liberales que
les sirvieron para modernizar su dominación. Por ejemplo, el 8 de febrero de
1927, aviones norteamericanos bombardearon la ciudad de Chinandega, causando
numerosas víctimas en la población civil y destrucción de viviendas. Pero tres
meses después forzaron a los conservadores a un pacto con sus adversarios que
ponía fin a la guerra civil, porque habían puesto a su servicio a uno de los
principales jefes liberales, José María Moncada. Este fue premiado al año
siguiente con la presidencia del país ocupado.
Sin embargo, 1927 no sería el año de otra
imposición y otro saqueo impunes. Un trabajador manual nicaragüense procedente
de los sectores más humildes, Augusto C. Sandino, que vivía una experiencia
laboral y de formación política en México, regresó a su patria en 1926 para
participar en la insurrección liberal, reunió a mineros y campesinos consigo,
obtuvo armas y comenzó a distinguirse por sus acciones y su decisión. Cuando
los líderes liberales le entregaron la causa al invasor y muchas personas
fueron ganadas por el derrotismo, Sandino se negó a aceptar la rendición y fijó
en una frase sencilla y tajante la disyuntiva: “Ni me vendo, ni me rindo. Yo
quiero patria libre o morir”. El 25 de mayo de 1927 se internó en Las Segovias
al frente de guerrilleros que comenzaron a pelear sin tregua. Pronto fue obvio
que había comenzado una guerra popular, y Estados Unidos fue enviando cada vez
más soldados, secundados por la aviación. A fines del año los sandinistas les
causaban numerosas bajas y recibían las simpatías de muchos paisanos suyos, que
veían como aquel pequeño ejército paupérrimo enfrentaba con éxito al coloso
supuestamente todopoderoso.
Una ola de expresiones de solidaridad con la Guerra
de Sandino se extendió por el continente y el mundo. En gran número de países
se dio publicidad a la lucha nicaragüense; se constituyeron comités de apoyo y
también arribaron a Las Segovias combatientes internacionalistas
latinoamericanos. Sagazmente, Sandino atendió y le dio calor al trabajo de
relaciones internacionales mediante emisarios, activistas y comunicaciones que
enviaba a instituciones y eventos. En México la solidaridad alcanzó sus mayores
logros, y en enero de 1928 se constituyó el Comité Manos Fuera de Nicaragua
(MAFUENIC). Julio Antonio Mella fue uno de sus dirigentes principales.
El súbito y radical cambio de la situación en
Nicaragua fue posible por la determinación y la grandeza de un hombre humilde y
sin instrucción, hasta ese momento desconocido, y por el espíritu de sacrificio
y el heroísmo de una masa de gente del pueblo sencillo, que tuvo que
arrostrarlo todo y aprender todo lo necesario para convertirse en el Ejército
Defensor de la Soberanía de Nicaragua, conducido por Sandino. Nada de esto parecía
posible, ni al ánimo de los pusilánimes ni a la lógica y los datos de los
analistas. Los sandinistas libraron su guerra de guerrillas durante seis años
con varios miles de combatientes, sostuvieron 531 combates, llegaron a
actuar en gran parte del territorio nacional y Estados Unidos nunca pudo
derrotarlos.
A fines de 1927, el prestigio internacional
norteamericano estaba muy dañado por la resonancia que alcanzaba la resistencia
sandinista. El crecimiento de la conciencia era palpable en la difusión que
alcanzó la expresión condenatoria “imperialismo yanqui”; activistas e
investigadores explicaban la entraña y los manejos de lo que muchos llamaban
imperialismo económico, y el papel decisivo de la violencia imperialista para
abrir puertas o eliminar oposiciones al despojo y la explotación. La hipocresía
de la gran república campeona de la libertad y la democracia, supuestamente
diferente al colonialismo de Europa, era puesta al desnudo. La cita del
panamericanismo amenazaba convertirse en un teatro de acusaciones contra el
imperialismo, a partir de la propuesta de que se firmara una convención que
prohibiera la intervención. El gobierno de Estados Unidos necesitaba la fiel
colaboración del anfitrión, su lacayo cubano, para impedir una derrota. Y la obtuvo.
Un emisario itinerante de Machado le pidió a cada Estado miembro que no dejara
de participar, y los cubanos encargados de los preparativos fueron muy
diligentes en atar cabos con los documentos, cabildeos y demás engendros de ese
tipo de cónclaves, siempre al servicio de su patrón norteamericano.
El canciller Frank Billings Kellogg, en su
condición de presidente de la Unión Panamericana, firmaba la invitación a la
conferencia y el programa que regiría su contenido. Este constituía una coyunda
ejemplar. Un punto acerca de los “métodos de solución pacífica de las
diferencias interamericanas” ofrecía a los diplomáticos un lugar en el cual
exhibir sus dotes de aparentar que discutirían problemas reales. Los otros
siete puntos y el reglamento anulaban toda efectividad a los que divergieran de
Estados Unidos. Y el Reglamento limitaba las deliberaciones a las materias
contenidas en el programa, salvo que dos terceras partes de los miembros
votaran considerar un nuevo asunto, a partir de una moción a la que se le
prohibiría debatirse. Le cerraban así el paso a propuestas de México y otros
países que reclamaran aprobar el principio de No Intervención, discutir la
situación de Nicaragua o rotar la presidencia de la Unión Panamericana, que
desempeñaba siempre un norteamericano. Una fuente norteña dijo que “los asuntos
fuera del programa no serán tratados”. El cubano Antonio Sánchez de Bustamante
Sirvén, presidente de la delegación anfitriona, fue más lejos, al declarar a un
diario habanero que “la Conferencia no tratará asuntos políticos”.[7]
Por cierto, este Kellogg, que tuvo tanta
responsabilidad en la reocupación de Nicaragua y era muy hostil al gobierno de
México, adquirió notoriedad mundial por ser promotor, junto al canciller
francés Aristide Brian, del primer pacto internacional que condenó y prohibió
la guerra como instrumento de solución en los conflictos internacionales, en
1928. Ese mismo año, Estados Unidos se opuso expresamente, en La Habana, a toda
iniciativa que limitara sus intervenciones armadas o permitiera dirimir los
conflictos latinoamericanos mediante instrumentos legales internacionales. Pero
sesenta y dos países firmaron y ratificaron su adhesión al Pacto Brian-Kellogg,
por lo que al norteamericano le otorgaron graciosamente el Premio Nobel de la
Paz en 1929. Los dueños del mundo podían firmar acuerdos de paz entre ellos y
hasta repartirse premios, los demás países no eran sujetos plenos para el
derecho internacional.
Machado quiso vestir de gala a la capital cubana, a
la vez que jactarse de su notorio Plan de Obras. La gran escalinata de acceso a
la Universidad de La Habana, en construcción, fue dedicada a la Conferencia. La
recia protesta cívica organizada en un Directorio Estudiantil contra la
Prórroga de Poderes había sufrido la represión creciente, junto a trabajadores
y oposicionistas, pero no desapareció. El 11 de noviembre resurgieron los actos
de repudio a la dictadura en la Colina, y Gabriel Barceló, el máximo líder
juvenil comunista de aquella generación, invitó a los estudiantes a derribar el
gran cartel que le dedicaba la obra al evento panamericano. Y lo echaron abajo
de inmediato.
La represión fue arreciando según se acercaba la
Conferencia. Una comisión de haitianos que pretendía dirigirse a la conferencia
fue detenida a su llegada a Cuba y expulsada. En la madrugada del 15 de enero
de 1928, los obreros Noske Yalob y Claudio Bouzón, que habían sido detenidos
por repartir el manifiesto del Partido Comunista contra la Conferencia, fueron
asesinados y sus cuerpos fueron arrojados a la bahía. Fueron los primeros
mártires de aquella organización revolucionaria. Pocas horas después, en esa
misma bahía, se fondeó el acorazado Texas, en el que viajó a Cuba Calvin
Coolidge, presidente de Estados Unidos.
Entre aduladores, cómplices y subordinados locales,
y patriotas que detestaban la presencia del representante máximo del país que
explotaba y ejercía una dominación neocolonial sobre Cuba, transcurrió la breve
visita de Calvin Coolidge. El día 16, de inauguración de la reunión
panamericana, fue declarado de fiesta nacional, a ver si así se conseguía que
pareciera un día trascendental. Esa noche, acompañado por Gerardo Machado, el
mandatario norteamericano llegó al suntuoso Teatro que se había llamado Tacón y
ahora se llamaba Nacional. No se pudo evitar que desde el gentío reunido en el
Parque Central llegaran algunos gritos de “¡Abajo el imperialismo yanqui!” y
“¡Viva Sandino!”, pero el incidente no pasó de allí.
El discurso de Calvin Coolidge en aquel acto
solemne no fue realmente importante. Entre lugares comunes y vaciedades como la
de que todos los habitantes de América eran iguales, dijo que “el espíritu de
libertad es universal, reina entre las naciones una actitud de paz y de buena
voluntad. La resolución de arreglar las diferencias entre nosotros mismos, sin
recurrir a la fuerza, sino aplicando los principios de justicia y equidad, es
una de nuestras características de mayor relieve. La soberanía de las naciones
pequeñas es respetada.” Es difícil concebir una diferencia mayor que la que
existía entre una alocución tan seráfica como esta y las acciones criminales y
los atropellos a la soberanía y la integridad de países latinoamericanos que
estaba realizando Estados Unidos en los mismos momentos en que su presidente
disertaba.
Los gacetilleros cazadores de anécdotas recogieron
su insulsa vendimia. En una cena oficial, Coolidge se negó a tomar champán, y
solo bebió agua. Es que al sentirse en Cuba como en territorio yanqui, obedeció
el dictamen de la “ley seca” que allá estaba en vigor, ironizó Julio Antonio. Y
cumplida la tarea de oficiar en el rito panamericano, el presidente partió de
regreso a su país.
Los trabajos de la conferencia duraron cinco
semanas. A pesar de algunas oposiciones e incidentes, Estados Unidos logró
controlar la situación, porque los Estados de la región estaban muy lejos de
disponerse a mantener posiciones autónomas y coordinaciones a favor de sus
intereses frente a la gran potencia del continente. Cierto número de gobiernos
eran servidores abiertos del imperialismo y otros no se atrevían a desafiarlo.
La propuesta de acordar el principio de No Intervención fue diferida para la
siguiente Conferencia, que se celebraría en Montevideo en 1933.
La antítesis real, la guerra sandinista, arreció,
sin hacer caso a la Sexta Conferencia. A partir del 30 de diciembre los
guerrilleros les causaron ocho muertos y treinta y un heridos a sus adversarios
–según fuentes militares yanquis– en varios encuentros en la zona de Quilalí, y
los mantuvieron sitiados en ese poblado entre el 2 y el 10 de enero de 1928,
hasta que las tropas yanquis lograron retirarse a San Albino. El día 9 se
ordenó el envío a Nicaragua del 11º regimiento de Infantería de Marina, con
1148 hombres. La rebelión de un pueblo resonaba en la Conferencia de La
Habana.[8]
La aviación, que no había podido obtener resultados
militares contra los rebeldes, recibió aparatos más capaces y bombardeó sin
cesar El Chipote, cuartel general de Sandino, donde la inteligencia militar
aseguraba que el rebelde resistiría hasta el final, mientras Coolidge visitaba
La Habana. El día 20 se decidió que la infantería tomara El Chipote, pero con
cautela y destrozando todo follaje o piedra sospechosos. Con solo tres heridos
por francotiradores, tres millas y seis días después ocuparon la cima, sin encontrar
ningún enemigo. El jefe de los marines declaró que confiaba en que muy pronto
dejaría de correr la sangre en Nicaragua. En realidad, Sandino se había movido
tranquilamente un poco más al sur, y ocupó el pueblo de San Rafael del
Norte el 2 de febrero, con 150 combatientes. Al día siguiente le dio allí
una larga entrevista al joven periodista norteamericano Carleton
Beals, el cual, muy bien impresionado por el patriota y su causa, publicó una
serie en The Nation, “Con Sandino en Nicaragua”, durante siete semanas a
partir del 22 de febrero. El texto de Beals, publicado después como libro, fue
una contribución al conocimiento de la verdad sobre la guerra revolucionaria
sandinista.
El 22 de febrero también terminó en La Habana la
Sexta Conferencia, sin pena ni gloria. Pero, cinco días después, los
sandinistas del general Ortez obtenían en El Bramadero un resonante triunfo
contra una columna y convoy de marines.[9]
En virtud de la guerra de ideas, los funcionarios
norteamericanos estaban obligados a llamarles “bandidos” a los rebeldes
nicaragüenses. Macaulay narra algunos sofismas que se utilizaron, y también la
censura. Por su parte, Augusto C. Sandino era plenamente consciente del
carácter de su lucha y del lugar histórico de la gesta que encabezaba. Por eso
pudo escribir: “El pueblo nicaragüense anhela romper, a costa de su propia
sangre, con las ligaduras con que lo han atado los agentes del imperialismo
yanqui en Nicaragua. Y anhela el pueblo nicaragüense cambiar el régimen
oligárquico que hoy pretende regirlo por un régimen común del pueblo y para el
pueblo”. “Este movimiento es nacional y antimperialista. Mantenemos la
bandera de libertad para Nicaragua y para toda Hispanoamérica. Por lo demás, en
el terreno social este movimiento es popular…” Y fijó la trascendencia
histórica de sus ideales y de sus hechos: “Nosotros iremos hacia el sol de la
libertad o hacia la muerte; y si morimos, nuestra causa seguirá viviendo. Otros
nos seguirán”.[10]
Las personalidades estadounidenses que ocuparon la
presidencia en aquella primera fase del siglo XX eran diferentes entre sí, como
sucede siempre. Sin duda, el más interesante y de mayor colorido fue Theodore
Roosevelt. El famoso Teddy, político con un costado aventurero y que
sabía escribir, fue un presidente que impulsó reformas internas, creó los
parques nacionales en defensa de los bosques y utilizó con largueza sus poderes
ejecutivos. Al mismo tiempo, fue un campeón del expansionismo imperialista, y
el creador de la doctrina del gran garrote y del corolario que lleva su
apellido, que instituía a Estados Unidos como el policía de la región.[11] Una
expresión popular de la política intervencionista norteamericana, buena para
uso de los medios, fue “diplomacia del dólar”, una creación de un Secretario de
Estado de aquellos años, Philander C. Knox, protagonista del intervencionismo
en Nicaragua desde 1909.
Calvin Coolidge tuvo una magra biografía, y no
parece haber sido un individuo brillante. Pero, gracias al alto cargo que
desempeñó, los estudiosos de materias internacionales pueden encontrar una
doctrina que lleva su nombre, fechada en 1922. Estaba destinada a anular la
Doctrina Calvo, de 1868. Esta postulaba que un Estado no puede aceptar la
“desigualdad injustificable entre nacionales y extranjeros” en casos de conflagraciones
internas. “La protección diplomática de los extranjeros –decía—es un
instrumento de opresión empleado por los Estados fuertes contra los débiles”.
Según enunció su doctrina el presidente Coolidge, el 25 de abril de 1927:
Esto es… bien claro que nuestro gobierno tiene
ciertos derechos sobre o ciertas obligaciones hacia nuestros propios ciudadanos
y sus bienes dondequiera que estos se hallen localizados. La persona y la
propiedad de un ciudadano son parte del dominio general de la nación, lo mismo
estando en el extranjero.[12]
Las diferencias generan consecuencias. La historia
no ha olvidado a Theodore Roosevelt. Solo los especialistas recuerdan a Calvin
Coolidge. Para millones de personas el nombre de Sandino sigue lleno de
significación, más aún que en aquel año 1928 en el que Henri Barbusse le
atribuyó un título histórico: general de hombres libres.
Las personalidades estadounidenses que han ocupado
la presidencia en la primera fase de este siglo XXI también son diferentes
entre sí, como es de rigor. Portan doctrinas y tienen o no rasgos, cualidades y
defectos personales que propician cierto número de diferencias y
especificidades. Pero nada en el saldo de sus actuaciones se sale del
denominador común, de la constante en la que están irremediablemente inscritos:
el imperialismo norteamericano.
Dentro de dos semanas el presidente Barack Obama
será el protagonista de la segunda visita en casi ciento catorce años. El
profesor, todavía joven, nos ha invitado más de una vez a que olvidemos la
historia, a dejar a un lado los recuerdos difíciles y mirar solo hacia
adelante. Parece un consejo pragmático, una virtud que según ciertos
folkloristas y muchos hijos de vecino posee en alto grado el pueblo
norteamericano. Pero hacerle caso sería caer en una trampa mortal.
Los pueblos colonizados no tienen historia. Cuba
logró ser una nación mediante la determinación de sus hijos de darlo todo por
la libertad y la justicia social. A la hora de las grandes pruebas, hizo la
guerra revolucionaria y arrostró el genocidio, ofrendó la vida y destruyó sus
riquezas, y supo ganar la identidad nacional, la patria, el Estado y la
ciudadanía mediante el sacrificio masivo, la abnegación y el heroísmo. El
imperialismo norteamericano y sus lacayos nacionales recortaron y truncaron la
revolución cubana, pero el paso colosal ya se había dado: Cuba tenía su
historia, gloriosa y admonitoria, y tenía por ende futuro, en forma de
exigencia y de proyecto.
En la república burguesa neocolonizada la historia
cubana sufría, pero estaba viva y alentaba las resistencias, las rebeldías y
las propuestas. Y cuando un nuevo movimiento revolucionario logró al fin
agrupar fuerzas, atrajo al pueblo al combate y se acercó a la victoria, en
aquellos días de diciembre de 1958, se sabía que una población había sido
liberada al escuchar que su estación radial trasmitía el Himno Invasor de 1895.
Entonces Cuba se liberó definitivamente y conquistó toda la justicia; la unión
del poder revolucionario con el pueblo desatado consolidó la soberanía y la
voluntad popular, y produjo el proyecto liberador más humano y ambicioso que se
ha conocido.
Era tan trascendental aquel proceso que
impresionaba en el cuartel general enemigo. John F. Kennedy, sin dudas la
personalidad más notable que ocupó la presidencia norteamericana en la segunda
mitad del siglo XX, en 1960 reconoció ampliamente en público la verdad de la
Cuba de los cincuenta, el papel de Estados Unidos y las razones de la
Revolución cubana. Sin embargo, en esa misma campaña presidencial asumió todo
el repertorio de acusaciones y amenazas contra Cuba. Y lo decisivo es que como
presidente fue protagonista de las acciones y campañas más sangrientas,
dirigidas a la liquidación violenta de la Revolución. Es indudable que resultó
un adversario muy inteligente y capaz, pero eso no lo llevó a ordenar el cese
de las agresiones y aceptar la soberanía plena y la opción socialista de Cuba.
No podía superar la constante.
Más de medio siglo después, es imposible borrar la
historia terrible de la guerra no declarada y de los crímenes cometidos y los
daños causados con el simple reconocimiento de que eso no dio resultado, en
declaraciones en las que no se muestra pesar alguno por esos hechos –ni se les
menciona–, pero en las que se reitera la misión providencial de Estados Unidos
de lograr la libertad, la reeducación y la consecuente felicidad del pueblo
cubano. La
declaración oficial del 17 de diciembre de 2014 está dentro de ese
contenido, y a veces parece una versión trasnochada de la Resolución Conjunta
de 1898.
Casi quince meses después, se ha ido desarrollando
un proceso de negociaciones entre los dos países cuyo análisis no es del caso
emprender aquí, pero es obvio que la política que guía la estrategia
norteamericana actual consiste en volverse determinante en un eventual
retroceso de la sociedad cubana al capitalismo, separar a Cuba del campo
popular y de sus aliados en este continente y disminuir su soberanía nacional.
Sandino trajo a Coolidge a La Habana hace ochenta y
ocho años. La gran revolución cubana hace venir hoy al presidente Obama a La
Habana. Es solamente por eso que esta segunda visita será importante, mientras
que la primera no lo fue. En vez de servidores y cantores del imperialismo, lo
interpela la dignísima declaración del Gobierno Revolucionario del viernes 4,
que demanda la eliminación de una Orden Ejecutiva contra Venezuela dictada por
él hace un año y recién prorrogada. Y “reitera de manera resuelta y leal su
apoyo incondicional y el de nuestro pueblo” a la Venezuela bolivariana.
Ya nadie podrá jamás imponernos la dieta de garrote
y zanahoria.
La historia puede ser madre y ser maestra: en
nuestro caso lo es. Los cubanos de hoy somos hijos de nuestra historia,
aprendimos de ella y estamos orgullosos de ella. Y somos muy capaces de actuar
en consecuencia, para enfrentar y vencer a garrotes, drones, zanahorias,
dólares diplomáticos, sonrisas mentirosas, guerra financiera, iniciativas
minúsculas y agresiones permanentes.
Como diría Julio Antonio Mella, la antítesis de la
situación histórica sigue estando bien definida.
Notas:
[1] Julio Antonio Mella: “El congreso
panamericano”, El Machete no. 99, México DF, 21 de enero de 1928, en
Raquel Tibol: Julio Antonio Mella en El Machete, Casa Editora Abril, La
Habana, 2007, p. 217.
[2] Carta a Gonzalo de Quesada, 14 de diciembre de 1889.
En José Martí. Obras escogidas en tres tomos, Centro de Estudios
Martianos, Editora Política, La Habana, 1979, t. II, p. 475. También en José
Martí. Epistolario, compilación de Luis García Pascual y Enrique Moreno
Plá, Centro de Estudios Martianos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana,
1993, t. II, p. 170.
[3] Una síntesis de los rasgos principales de ese
proceso en Fernando Martínez Heredia, Sociedad y política en América Latina,
Editorial Capiro, Santa Clara, 2011, pp. 17-20.
[4] Las notas intercambiadas entre el Mayor
Butler, el coronel Pendleton y el almirante Southerland el 4 de octubre revelan
su autoría en el asesinato de Zeledón. Un informe del teniente coronel Charles
Long, del 6 de octubre, intenta vanamente justificar el asesinato por sus
marines ese día de unos cincuenta policías desarmados, en la ciudad de León.
Southerland no hizo caso a las denuncias que se hicieron de este último crimen.
Fotocopias de esos documentos están en Instituto de Estudio del Sandinismo, Boletín
de Referencias no. 1, Managua, Nicaragua, 1981. Para estos hechos y un
estudio más general de la ocupación norteamericana de Nicaragua de 1912-1925,
ver Fernando Martínez Heredia, “La sociedad nicaragüense y la intervención
norteamericana”, en
Casa de las Américas no. 148, enero-febrero de 1985, La Habana, pp. 61-77.
Casa de las Américas no. 148, enero-febrero de 1985, La Habana, pp. 61-77.
[5] Thomas G. Paterson, J.
Garry Clifford y Kenneth J. Hagan: American Foreign Policy. A History since
1900, D. C. Heath and Company, Lexington, Massachusetts, 1983, p, 355.
[6] Id.
[7] Ver Julio Antonio Mella: “La Conferencia
Panamericana es una emboscada contra los pueblos de América Latina”, El
Machete nos. 95 y 96, 31-12-1927 y 7-1-1928, en Mella. Documentos y
artículos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, pp. 345-349.
Sobre la Sexta Conferencia, ver J. A Mella, ob. cit. en n. 1, pp.
193-235. Estas páginas de denuncia y análisis, de combate político y siempre de
buen periodismo, pueden ser una lectora sumamente provechosa en la actualidad.
[8] “Estos eventos vergonzosos ocurrían mientras los
delegados de las naciones del hemisferio iban llegando a La Habana para una
Conferencia Panamericana (…) La presencia de Coolidge no impidió las muestras
de simpatía hacia Sandino de algunos delegados. Durante la conferencia, El
Heraldo de Cuba publicó regularmente los despachos de Sandino a Froylán
Turcios.” Neill Macaulay: The Sandino Affair, Quadrangle Books, Chicago,
1967, p. 102.
[9] Para los datos de la guerra sandinista en estos
tres últimos párrafos he utilizado a Macauly, ob. cit., pp. 99-111.
[10] General Augusto C. Sandino. Padre de la
Revolución Popular y Antimperialista, 1895-1934, Instituto de Estudio del
Sandinismo, Editorial Nueva Nicaragua, Managua, 1985.
[11] Para justificar una acción de su país contra
Venezuela, Roosevelt dijo en un discurso en Chicago, el 2 de abril de 1903, que
el garrote es el mejor instrumento para arreglar controversias internacionales.
Y sintetizó: “Speak softly and carry a big stick”. En Edmund Jan Osmañczyl: Enciclopedia
mundial de relaciones internacionales y Naciones Unidas, Fondo de Cultura
Económica, México DF, 1976, p. 486.
En noviembre de ese año 1903 Estados Unidos consumó
la separación de Panamá de Colombia mediante una combinación de dólares y
acorazados, y tomó el control absoluto del canal Se dice que esa
operación también le inspiró a Roosevelt una frase breve: “I took Panamá”.
[12] Ob. cit., p. 492-493.
Tomado de Fernando Martínez Heredia, en Cubadebate. Filósofo y ensayista cubano. Es Premio Nacional de
Ciencias Sociales. Entre otros
libros ha publicado “El corrimiento hacia el rojo” y “Repensar el socialismo”.
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