En el lugar de estudio y trabajo en mi casa cuelga desde hace años una esquelita escrita a mano por una persona muy querida: “Sin el glacial invierno, sin el duelo y la muerte,/¿Quién apreciar podría. Primavera, tu gloria?/Son un crisol las penas que mi espíritu templan/y con acero puro el corazón me forjan”. Se afirma que estos versos fueron escritos por Ho Chi Minh cuando estaba preso en las llamadas jaulas de tigre donde los colonialistas franceses castigaban a los revolucionarios vietnamitas en los años cincuentas.
Me han acompañado como amuleto para forjar mi propio carácter, para aprender a enfrentar los desafíos. Valen tanto como la sempiterna insistencia del líder de la revolución cubana Fidel Castro de que en nuestro vocabulario –y filosofía de lucha- no caben las palabras rendición ni derrota. Pesan idéntico que aquellas otras ideas de nuestro héroe nacional José Martí, respecto al valor de alzarse sobre el de caerse y que todo triunfo solo puede ser resultado de un gran sacrificio.
Para mi
generación, los cubanos nacidos después de la victoria del 1 de enero de 1959 y
crecidos y educados a lo largo de sesenta años de luchas revolucionarias,
Vietnam forma parte de nuestro imaginario, de nuestros aprendizajes éticos,
políticos y de lucha. Parecería que así estaba predestinado cuando en fecha tan
lejana como 1889 Martí publicó en una revista para niños un cuento al que
denominó Un paseo por la tierra de los anamitas y con ello prendió para siempre
en nuestros corazones la admiración y el respeto por esa nación de seres
laboriosos, pequeños de estatura y grandes de espíritu y bondad.
Sin
embargo, fue el heroísmo sin límites de enfrentar al mismo imperio que nos
agredía y las imágenes desgarrantes de la tragedia impuesta, lo que
definitivamente nos puso en el camino de la hermandad. Tan distantes por la
geografía y desesperados por el crimen que se cometía ante los ojos de la
humanidad, no nos bastó con protestar en cuanto foro internacional se
convocaba, ni con enviar azúcar, constructores, médicos, diplomáticos,
artistas, barcos. Fidel, que tenía la capacidad de interpretar aquellos
sentimientos populares, lo expresó para todos los tiempos: “Por Vietnam estamos
dispuesta a dar hasta nuestra propia sangre”. Luego rubricó aquella voluntad
cruzando a riesgo de su vida el prohibido paralelo 17º para enarbolar la
bandera del Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur, allí donde
todavía se combatía.
Las
historias de aquellos años recorrieron toda nuestra vida: el fusilamiento de
Nguyen Van Troi, la masacre de Mi Lai –nombre que adoptaron muchas niñas en
Cuba, en homenaje-, las torturas a Vo Thi Tang y su imperturbable sonrisa de
victoria, los bombardeos de Hanoi retratados por la cámara de Santiago Álvarez.
Raúl Valdés Vivó abriendo una embajada en la selva y Alicia Alonso y nuestro
ballet danzando entre los escombros de la metralla. Los mercantes cubanos
rehenes de las minas en el puerto de Haiphong, la ofensiva del Tet cuyos días
contábamos, las leyendas de la construcción del hotel Victoria y la carretera y
los puentes, y el enigma de la ruta Ho Chi Minh, abierta en la selva de forma
secreta a lo largo de miles de kilómetros. Y finalmente, para todos los
tiempos, aquella imagen de la estampida invasora que hicimos propia, cuando los
tanques vietnamitas derribaban las verjas del palacio presidencial de Saigong.
Las
vivencias más recientes nos siguen encontrando en la renovación del socialismo
que cada pueblo eligió como destino. Lo hacemos con una mezcla asombrosa de
complicidad y respeto mutuo; a nuestras respectivas maneras y modos,
enfrentados a colosales adversarios y a nuestros propios fantasmas, pero
empeñados en proporcionar la mayor suma de prosperidad y felicidad posible a
nuestra gente y construir a la vez y en paz patrias “diez veces más hermosas”.
Con su humildad y tenacidad proverbial los vietnamitas nos han mostrado más de
una vez el camino y han celebrado nuestros avances como propios. Ambos países
han intercambiado la formación profesionales en sus escuelas y universidades, y
han compartido solidariamente la riqueza de sus culturas. En los momentos más
aciagos para Cuba, no ha faltado en nuestra mesa el arroz lejano y hoy son los
primeros decididos a quebrar definitivamente el bloqueo.
En mi
pasado estudiantil compartí aula con jóvenes “veteranos” de guerra que
aprendían a hacer periodismo y nos hablaban de las hazañas del general Giap y
de sus compañeros como simples páginas de sus vidas. En mi otra vida como
periodista, cuando trabajaba en el diario Granma, del Partido Comunista de
Cuba, fui testigo en los diálogos con delegaciones del Partido Comunista de
Vietnam de la calidez y compromiso de los encuentros. En esta vida como
diplomático he tenido el honor de conocer a hombres y mujeres extraordinarios
que combinan el arte de la negociación más refinada con la fidelidad a los
principios, la firmeza y la prudencia. Y que, por si fuera poco, añaden toques
de humor y simpatía que otras escuelas diplomáticas del mundo envidiarían.
Hace
sesenta años que Cuba y Vietnam decidieron oficializar su relación. No es que
el amor requiera papeles para legitimarse, pero en política y en relaciones
internacionales esos reconocimientos cuentan. Y vamos a celebrar los abrazos,
aunque sea de modo virtual en tiempos de pandemia. Lo haremos en medio del
combate, como nos ha ocurrido siempre a lo largo de nuestras respectivas
historias nacionales. El recrudecimiento del acoso político y diplomático y de
la guerra económica, comercial y financiera de Estados Unidos contra Cuba
restringe las posibilidades de expandir las virtudes del socialismo que han
podido catalizarse en Vietnam. Como los vietnamitas, los cubanos nos hemos forjado en las luchas cotidianas. Nuestros
partidos no son maquinarias electoreras que gastan dinero, mienten y reparten
dádivas a los votantes, sino que rinden cuenta constantemente por la conducción
política y moral de nuestros pueblos. Nuestros líderes de hoy no participaron
en las epopeyas redentoras de ayer, pero sí en la compleja construcción del
socialismo. Saben que esta construcción humana es también una ciencia de
ejemplo y virtud, y todos los días se empeñan en alcanzar su altura.
Mi edad
es la misma que la de nuestras relaciones diplomáticas. En sueños yo he
visitado Anam. He caminado por el borde del lago de las carpas. He visto la
cabaña sencilla donde se soñó el presente y reconocido los lugares sagrados
aprendidos por fotos viejas. Me ruborice al descubrir las quemaduras de la anciana
que era niña en la foto de la guerra y me hundí jorobado en el túnel
subterráneo donde se sobrevivió en un tiempo. Comí arroz recién cosechado,
pescado fresco y adiviné fauces de dragones en unos arrecifes emergidos. Melba
Hernández, la heroína del Moncada, que tan cerca estuvo de Vietnam y pudo hacer
todo eso y más, explicaba siempre que esa capacidad de soñar los cubanos la
aprendíamos de Martí y de Fidel, pero que también nos la inspiraban las ideas
del tío Ho, ese que nos enseñó que “Cuando más alta pone su meta el corazón,/Tanto
más ha de estar mejor templado”.
Palabras del Embajador de Cuba en Argentina Pedro P. Prada, en encuentro fraternal con la Embajada de Vietnam en Argentina, en ocasión del 60 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Vietnam. Buenos Aires, 5 de marzo de 2020.
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