El reciente anuncio de sanciones contra mi país, hecho por el gobierno de Estados Unidos al calor de una batalla electoral que, ratifica la putridez del sistema político norteamericano, advertido brillantemente por José Martí desde fines del siglo XIX en sus crónicas para el diario argentino La Nación, confirma la molestia y frustración del gran vecino por la continuidad libre, soberana e independiente de la revolución cubana.
Desde el punto de vista
político, las sanciones son una nueva vuelta de rosca al largo y criminal bloqueo económico,
comercial y financiero iniciado por Eisenhower en junio de 1959, ordenado
ejecutivamente por Kennedy en 1962 y convertido en leyes federales por Bush en
1992 y por Clinton en 1996. Y como sanciones, constituyen una violación flagrante de los
derechos humanos de cubanos y estadounidenses.
Desde el punto de vista
práctico, hoy parecen irrelevantes: Estados Unidos no está entre los principales mercados
turísticos de Cuba y los estadounidenses nunca han sido libres de alojarse en
hoteles cubanos. Los pocos que lograban viajar antes con licencias especiales
del gobierno de Washington debían acreditar sus gastos en la isla. Y a los
cubanos allí residentes Bush Jr. les quitó el derecho que Obama les devolvió a
medias y Trump terminó liquidándolo.
Hace dos años, cuando Trump –que tan empalagosamente habla de derechos humanos compitiendo con sus predecesores-, prohibió los viajes, cerró los vuelos y los cruceros, no sólo les negó ese derecho
o afectó a los muy pocos viajeros yanquis que alcanzaban a llegar a la Isla, o
a los muy contados hoteles en que se podían alojar. También atacó a los
negocios privados del sector hostelero y de turismo, que eran los más
demandados por los norteños.
La acción es una genuflexión
más del prepotente autócrata de Washington con tal de ganar el voto de la
Florida. Tres días antes había peregrinado al cubil de los derrotados
mercenarios de Playa Girón, en Miami, a los que prometió la victoria que el
pueblo de Cuba les negó en 1961. Y dos días antes, él y el equipo de su grosero
Secretario de Estado Pompeo, habían hecho gala de denuestos anticubanos en
varios escenarios de las Naciones Unidas.
Juntos, republicanos y
demócratas, han perseguido por igual y con enfermiza y pírrica desesperación por seis
décadas el cumplimiento de las palabras del Subsecretario de Estado Lester Mallory cuando aseguró en abril de 1960:
“La mayoría de los
cubanos apoyan a Castro… el único modo previsible de restarle apoyo interno es
mediante el desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y
las dificultades materiales… hay que emplear rápidamente todos los medios posibles
para debilitar la vida económica de Cuba… una línea de acción que, siendo lo
más habilidosa y discreta posible, logre los mayores avances en la privación a
Cuba de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los
salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del
Gobierno”.
Hoy no se trata siquiera
de Castro, porque Fidel se convirtió en un inmortal invicto y Raúl entregó los
símbolos del poder a una generación nueva, nacida bloqueada, pero orgullosa continuadora
del país que abuelos y padres le ganaron de pie.
En el vértice de los rafagazos
anticubanos ha estado también la colaboración médica que Cuba ofrece al mundo y
a la que sucesivos gobiernos estadounidenses se han opuesto por razones
políticas, económicas y morales.
Que un país pequeño,
pobre y socialista dé lo que tiene y no lo que sobra para ayudar a los demás es
inadmisible para un imperio capitalista todopoderoso. Que las acciones
humanistas y solidarias cubanas constituyan sin proponérselo un desafío a la
medicina y la salud tarifadas, es una competencia inadmisible. Y que cada vez
más países se lo pidan a Cuba a pesar de la gigantesca campaña de descrédito y
sabotaje a que someten a esos médicos y al país, es, sencillamente,
desmoralizante para quienes prefieren el egoísmo.
Por más de treinta años
he visto a los diplomáticos del Imperio desplegarse en función de esos fines. Mientras
el gobierno invierte millones del contribuyente en descalificar a los galenos cubanos
como “agentes” o como “improvisados” e “incapaces” y sus embajadas reparten
instrucciones y líneas de mensajes por doquier, sus diplomáticos se dedican a instigar
a los colegios médicos contra ellos y a ordenar verdaderos secuestros de los
que deciden “exiliarse” a cambio de una suma de dinero, del reencuentro con familiares
y de una promesa de residencia y empleo. Ningún migrante del mundo goza de
semejantes privilegios.
Aun así, los números resultantes
no justifican el gasto. Incluso, cuando meten dentro del paquete a gente de
otras profesiones y calaña y se inventan una cifra de 600, si esta se dividiera
entre los 60 años que llevan haciendo lo mismo, resulta un bochorno que, a la
pequeña Cuba, a la que una vez dejaron sin la mitad de todos sus médicos y que hoy
gradúa miles de ellos anualmente, solo hayan podido arrancarle una decena de
infelices por año.
En una lógica
guerrerista, totalitaria, de mala vecindad y cañoneras como la que preconiza la
monroista administración estadounidense, cabría pensar que esa estrategia
absurda y condenada al fracaso tendría algún sentido. Pero ¿en una campaña
electoral interna?
Semejante locura solo puede
caber en la cabeza de quienes creen que a la Florida la representa una élite de
cubanoamericanos descendientes de los torturadores y criminales de guerra de
Batista, cómplices de sus veinte mil muertos, o causantes del desfalco y
degradación de la República –como bien reconoció el propio Kennedy en su
momento.
Desde hace años las
evidencias estadísticas y políticas demuestran que esos personajes, con mucho
poder político y financiero, acumulado gracias a su accionar mafioso, no
impactan en verdad la compleja telaraña electoral federal en el sureño estado. También,
desde hace muchos más años, los cubanos sabemos que no es ese grupo de
apátridas el determinante en la política hacia Cuba.
Nuestra Isla debió tener
un “destino manifiesto” que el pueblo cubano le negó a quienes esperaban retenerla
para siempre en sus manos como “fruta madura”, “acaso la más jugosa adición que
podría hacerse a la Unión americana”. Basta leer a Jefferson, a Adams o a Teddy
Roosevelt para entenderlo.
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