Conocí a Diaz-Canel en abril de 1992, en ocasión del VI congreso de la UJC. Hacía pocos meses había regresado de Moscú, donde por casi dos años reporté como corresponsal el derrumbe del socialismo soviético. Por aquel entonces, la organización juvenil cubana desafiaba las cábalas del derrumbe y, conducida por el Partido y Fidel, se había tomado las plazas y calles de la Isla, pero no para derribar al gobierno o las estatuas, como se veía en las noticias de Europa, sino para defender a Cuba socialista. Ya era un líder popular entre los jóvenes. Las muchachitas suspiraban por su figura espigada y atlética. Los varones buscaban competir con su afilada locuacidad.
Sin embargo, mis tareas profesionales en esa época lo ubicaban a él apenas como referente informativo. Solo tuve oportunidad de conocerlo personalmente en octubre de 1996, a raíz del paso del huracán Lily por Villa Clara, cuya recuperación comandaba como un coronel de batalla, o como un “ingeniero de banda ancha”, como alguien lo llamó.
El
dirigente se me reveló como un “loco” por el trabajo y el conocimiento. En su
despacho, que era a la vez su aula: sus colaboradores acudían a una mesa larga
de reuniones en la que él se sentaba en la punta y a ambos lados se acumulaban
papeles, libros, revistas, anotaciones. Explicó cómo se organizaba para
estudiar y poner a estudiar a todo su equipo, sin desatender las numerosas
tareas por las que respondía el Partido provincial.
Volví
a visitar Santa Clara en el verano de 1997. Era impresionante cómo se había
recuperado la provincia del desastre. No quise molestarlo. Lo supo y me mandó a
buscar. Llegó pedaleando en su bicicleta. Me habló con pasión de su provincia,
de su gente, de lo que hacían y de cómo lo hacían. Comentó el último libro de
técnicas de dirección que estudiaba y los cuestionamientos que hacía, a la vez
que lo salvable de la lectura. Aterrizó lo aprendido en Fidel.
Después
él marchó a Holguín. Yo, a otras tareas. Compartimos juntos años después un
Consejo Social del ALBA en Bolivia. Viaje de largas conversaciones e
intercambios. Ya era ministro de Educación Superior. Se movía en los temas
universitarios y de la ciencia como pez en el agua. Hablaba de las preocupaciones estudiantiles
con la pasión del estudiante de ingeniería que una vez fue. Hablaba de los
desvelos de los claustros con la propiedad del que ha ocupado uno.
Investido
de primer vicepresidente, cada conversación con Díaz-Canel fue sustantiva.
Escucha y pregunta. Pregunta y vuelve a aclararse. Opina con delicadeza, más
bien invita a reflexionar y, si procede, a ver las cosas desde otro ángulo para
entenderlas. Y cuando el tiempo queda para vivir fuera de los deberes, la
música, el arte, los cuentos, los amigos, la familia, el piso como butaca,
hacen el resto: un ser humano cercano, solícito, amable.
Nuestros
representantes electos lo eligieron para Presidente de Cuba los próximos cinco
años. Fidel y Raúl lo prepararon. Es el representante de mi generación: los
hijos de los que hicieron la revolución, los que nacimos en la nueva época de
Cuba, los que crecimos bloqueados pero nos hicimos cubanos orgullosos. No llegó
“designado”, ni “nombrado”, como dice alguna prensa estólida. Es el elegido del
pueblo para continuar la ruta patriótica y socialista.
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