Pocas
fechas generan tanta polémica en la historia nacional que aquella en que
oficialmente, se puso fin a la primera intervención militar de Estados Unidos
en Cuba y se proclamó el nacimiento de una república con un Presidente
designado por Washington y una Constitución enmendada por el senador yanqui
Orville Platt.
La
sede de esa república no eran los palacios. Sus burócratas no acampaban en
oficinas, sino en los campos de Cuba. Las leyes y acuerdos se hicieron al tiempo
que se derramaba la sangre por la libertad y la independencia del nuevo pueblo
que había alcanzado razón de sí. La ahogó la gran disputa entre defensores del
mando militar y del mando civil de la contienda, junto con las comprensibles claudicaciones
y reformismos de quienes no estaban aún a la altura de su tiempo, ¿o sí?, y los
otros, los que persistieron, empobrecieron y murieron combatiendo, fueron los
adelantados.
Esa
República latió los treinta años que duró aquella guerra, con su Presidente a
caballo, sus actas, leyes y constituciones, su bandera, escudo e himno. ¡Los
mismos de hoy! Su servicio exterior era emblema y semilla de la política
exterior realmente independiente y soberana que solo eclosionaría después del 1
de enero de 1959. Sus órganos de justicia, una aproximación genuina al deber, a
la prudencia, al orden, al equilibrio y a la defensa de la dignidad humanas,
aún en condiciones de guerra. Nunca la hemos estudiado y conocido suficiente.
Acaso
hablamos más de la llamada seudorepública. Quizás por que nos la humillaron
hasta lo indecible. Quizás porque se combatió duró para mejorarla. Quizás por
todo lo falso que habitaba dentro de ella. Pudo ser una etapa dolorosa de
nuestra historia, pero a pesar de sus sombras, de su enmienda Platt, de las
intervenciones estadounidenses, de la basa naval de Guantánamo y de los
desmadres y golpes palaciegos, fue la que nos salvó de ser colonia, como le
tocó en destino a la hermana Puerto Rico.
Esa
república, con todas sus insatisfacciones, era el orgullo de los que se
enfrentaron a tiros contra España y diplomáticamente contra Estados Unidos. Y
por esa república, por su adecentamiento, decoro y dignidad, se batieron en los
espacios políticos, en las calles y campos de Cuba, y hasta en foros
internacionales miles de compatriotas. Gracias a esos esfuerzos se heredó una
tradición constituyente, legislativa, política y administrativa en la que aún
hallamos grandes virtudes, al lado de aleccionadores descalabros.
Sin
esa república neocolonial, como también la hemos llamado, no habríamos podido
crecer política, económica y socialmente a los niveles en que la revolución
triunfante en enero de 1959 nos condujo y elevó. De la institucionalidad
derrocada por un golpe brutal y rescatada por el pueblo, nació la nueva –y ya
dirán que voy por la “tercera república”, nutrida de las mejores tradiciones de
treinta años del siglo XIX y de casi sesenta que transcurrieron en el XX, más
todo el acervo universal que llegó a esta Isla-cruce de caminos entre los
mundos.
El
20 de mayo fue una fecha importante como momento de la historia. Pero es
también el día en que se consuma la triple traición de Tomás Estrada Palma: a
José Martí, al Partido Revolucionario Cubano y al Ejército Libertador, que es
decir, al pueblo de Cuba. Por eso no hay que negar la fecha, sino recordarla,
estudiarla, por todo lo que significó, pero no celebrarla.
Lo
contrario nos conduciría a olvidarnos de la decencia, el patriotismo y los
servicios prestados a la Nación y al pueblo por cubanos republicanos como Gonzalo
de Quesada, Jesús Menéndez, Eduardo Chibás y muchos otros; incluso aquellos que
como Ramón Grau San Martín, sucumbieron políticamente, presas de debilidades,
pero que nunca traicionaron a Cuba. Así es la historia: luces y sombras, y
cargamos con ellas por todas nuestras vidas.
Algo
sí cabría conmemorar siempre –y pronto se cumplirán 150 años. Es el 10 de
abril, en evocación a las jornadas gloriosas de Guáimaro. José Martí, que en
cuestiones de justeza histórica y de juicio político nos aventajó a todos,
solía llamar a esa fecha “el Día de la Patria”. Su narración de la jornada,
aprendida de sus protagonistas, es gloriosa, y debería ser texto obligado de
lectura en nuestras escuelas. Fue la fecha también escogida por él para fundar
el Partido Revolucionario Cubano, el único, el de los unidos.
Martí
veía en Guáimaro, como en Yara, el punto de partida de todos los caminos. No
fue en balde que su discípulo más preclaro, Fidel Castro, fijara en los
campanazos de aquel ingenio sublevado el clarín de la revolución cuya última
etapa él había liderado en el Moncada, el exilio y la Sierra Maestra, para dar
continuidad republicana a aquellos caminos redentores con nuevos aprestos
emancipadores.
Del
mismo modo, para quienes en aquellos años iniciáticos se empeñaban en
reescribir la historia, Fidel habría dicho otra gran verdad dialéctica: ellos
hoy habrían sido como nosotros, nosotros ayer habríamos sido como ellos. Todo a
su tiempo, todos en su tiempo. Solo los iluminados como Martí y como él podrían
tener el privilegio de ser hombres de todos los tiempos.
Espoleado
por la discusión que suscitó una reciente crónica publicada en Cubadebate, pensé en todo esto que rodea
al 20 de mayo durante una reciente visita al Capitolio. Ese edificio-símbolo,
que no se erigió en los años de la república en armas ni en los de la república
popular, sino en la de 20 de mayo, palpita toda la historia. Cuando uno penetra
a la cripta del Mambí desconocido percibe que esas cenizas hicieron a este país
desde los cimientos. Y luego, al andar por escalinatas y salones que tanta
agitación vivieron y volverán a vivir, al recuento de la epopeya, del
crecimiento humano y de los errores que no se habrán de repetir, comprende que
Cuba es mucho más que una fecha incierta.
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