Para quien no conoce Cuba, para quien no quiere conocer Cuba, para quien imagina y prejuzga una Cuba que no es la que realmente existe, y para quien debe adocenadamente reportar a la redacción central de su agencia en Norteamérica y Europa las historias de la Cuba que quieren ver y no es, el relato de lo ocurrido la última semana en la Isla es que un grupo de jóvenes artistas impuso por primera vez un diálogo inédito a un gobierno negado.
Según ese relato, no existió el
diálogo entre Fidel Castro y los intelectuales cubanos que coronó el nacimiento
de la política cultural de la revolución, el surgimiento de la UNEAC y permitió
la aparición años más tardes de la Asociación Hermanos Saíz, la Brigada José
Martí y muchas otras formas de organización.
No existieron los congresos y plenos de esas organizaciones, ni las maratónicas conversaciones entre los intelectuales y el liderazgo revolucionario en Casa de las Américas, en el Palacio de Convenciones o en el de la Revolución. Tampoco constan las polémicas conducidas por Armando Hart para superar las diferencias surgidas durante el llamado quinquenio gris y retomar la senda de la cultura libertaria. Ni siquiera hay memoria de los aclamados intercambios entre el mundo de la Cultura y el actual Jefe de Estado, cultivados desde que era dirigente de la Unión de Jóvenes Comunistas.
Por supuesto, parecería que el
derecho al diálogo en Cuba es solo para los artistas, mejor si jóvenes, si
disienten de las ideas prevalecientes en el imaginario popular de la Nación y
si obedecen órdenes y reciben dinero desde Estados Unidos. Y parecería también
que, si como resultado del diálogo, prevalecen entre sus participantes ideas a
las que alguien no adhiere, todos debamos hacer como el avestruz y negarlo.
Siguiendo la lógica de las noticias globales, los que crecimos viendo y viviendo el intercambio entre el líder y la gente en las plazas debemos ahora aceptar que ello no ocurrió y solo está en nuestra imaginación. Según ellos, en Cuba nunca han existido los diálogos sindicales y de campesinos, los de mujeres, estudiantes, académicos, educadores, periodistas y científicos, y mucho menos los diálogos de empresarios, de militares, de militantes comunistas y de electores y vecinos. y qué decir de la interlocución inaugurada en 1976 entra la Nación y su emigración, que no ha cesado ni en los más complejos momentos.
Tampoco tuvieron lugar los
parlamentos obreros del año 1993, ni los debates convocados en 2005 y culminados
en 2007 para cuestionar el modelo de socialismo que habíamos construido y
trazar los lineamientos que debían hacerlo mejor. Menos aún tuvieron lugar los
intercambios de 2016 y 2017 para actualizar los lineamientos, pensar un plan estratégico
de desarrollo y conceptualizar el modelo de país que queríamos. Ni siquiera
debe quedar memoria del diálogo que escribió en 2018 la Constitución que nos
dimos con soberano y libre voto el 24 de febrero de 2019.
El diálogo, insisten, es inédito,
y para dejarlo claro, emborronan un pliego de demandas que al no haberlas
podido alcanzar con votos y armas, pretenden imponerlas por el dominio que los
medios y la cultura ejercen sobre la conciencia, borrando toda la historia
previa, como si el Gobierno de la revolución cubana fuera un sordo encerrado en
su torre, temeroso de las multitudes que lo pusieron ahí y que, como dicta un
principio constitucional, pueden revocarlo si no está a la altura de las
exigencias de la Patria y sus hijos. No han faltado siquiera cronistas
patrióticos caídos en la trampa que destacan la impertinencia del acto,
invocando el “inédito diálogo”.
Los demandantes de diálogo son,
precisamente, los mismos que en el último cuatrienio fueron beneficiados a
través de la USAID y la NED con más de 50 millones de dólares para cambiar el
orden constitucional cubano, y acaban de recibir de regalo un millón adicional
para su soñado asalto al Palacio de invierno en este diciembre de 2020. Se intuyen
números más abultados canalizados por otras agencias y servicios especiales del
mismo gobierno vecino.
Entre los demandantes de diálogo
sorprenden algunos comisores de delitos comunes. Sus actos aparecen tipificados
en los códigos penales de muchos países. Aquí mismo, en Argentina, desde donde
escribo, 11 títulos y 29 artículos de la ley los tipifican. ¿Por qué debemos
conceder a delincuentes y ofensores que politizan sus conductas para obtener
impunidad, el beneficio de objetores de conciencia y víctimas de persecución
política y dialogar con ellos, sabiendo, además, que son instrumentos de un
gobierno extranjero?
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