viernes, agosto 13, 2021

ARGENTINA EN FIDEL CASTRO (PALABRAS PARA LOS ARGENTINOS)

Hace más de 30 años, al día siguiente de la caída del muro de Berlín, cientos de periodistas se apostaron en La Habana a ver cómo caía Cuba y hubo uno, argentino, que se las dio de oráculo y fracasó vaticinando la hora final. Desde entonces llegaron las interrogantes agoreras y pesadas, de lo que ocurriría “el día después de él”. Mi primera vez fue en 1992, en Moscú, entre las ruinas de lo que quiso ser y no fue, del sueño que se perdió y terminó suicidándose, cuando pocos apostaban por nuestro futuro y los vaticinios catastróficos resultaban tópicos. Le respondí a mi interlocutor con el corazón apretado en un puño, como mismo lo contuve la noche del 25 de diciembre de 1991, cuando vi caer ante mis ojos la bandera de la hoz y el martillo: “…después de él, para adelante, con su ejemplo y sus enseñanzas”.

“Retórica, pura retórica comunista” …, parecían responderme aquellos ojos grises que trataban de descubrir las grietas de mi espíritu. Pero quien respondía no se defendía con palabras elocuentes, sino con convicciones. No seguía ciegamente a un hombre en particular sino a sus ideas, no temía ser traicionado por su líder-bandera, ni dudaba de su honestidad y transparencia, ni sufría por ver abandonado, sometido y humillado a su pueblo, y ni siquiera lo inquietaban rumores de bienes y veleidades que suficientemente conocía, jamás lo habían tentado.

Había crecido escuchándolo y viéndolo actuar desde los hombros de mi padre, cuando juntos integrábamos la masa sudorosa que lo aplaudía en la Plaza. La historia personal del hombre crecía del mismo modo que crecían su obra y seguidores, despersonalizándose para corporizarse en multitudes, y en una epopeya colectiva que daría envidia a las odiseas griegas y a los pasajes bíblicos.

Fidel Castro Ruz, el ser humano que cumple 95 años de sobrevida, logró en ese afán perenne por aprender del pueblo, interpretarlo y reproducir sus sentimientos y anhelos, esculpirse a imagen y semejanza del mismo pueblo, y resumir toda su sabiduría y voluntad colectiva. A pocos hombres les resulta posible alcanzar ese privilegio: o nunca lo intentan, o tuercen el camino a media ruta y hasta en la propia cima, o se inmolan en el empeño. Por eso la historia lo absolvió mucho antes de irse a vivir en la memoria y sus cenizas en una roca de la Sierra Maestra.

Fidel vivió toda su vida al filo del combate: pupilo y maestro, ideas y acción juntas, compromisos y hechos, el primero en la tribuna y en la trinchera, en la victoria y en la derrota, en el elogio y la crítica (y la autocrítica), en la exigencia y en el ejemplo, en la pobreza honrada y la austeridad espartana, en la dignidad y en la justeza, siempre preocupado por que no quedara alguien abandonado en el camino, acaso por aquello de que quien salva a un hombre, salva a la humanidad entera.

Quienes no conocen el peso de la moral en las relaciones humanas no pueden entender cómo un jefe de la tiranía batistiana impidió su asesinato tras el asalto al cuartel Moncada. Como tampoco les resulta posible creer que ese “loco” se jugara la vida con otros ochenta y uno, a bordo de un yatecito que perseguía en un mar revuelto el sueño de la vindicación de Cuba. No creen que estuviera en los cercos, en las batallas, con las balas y la muerte silbándole alrededor, y que la parca huyera de su lado, espantada de la vida que insuflaba.

No podrían imaginarlo quienes jamás pensaron encontrarlo en las arenas de Playa Girón, disparando él mismo los cañones que derrotaban la invasión imperialista, o en los emplazamientos de la crisis de los misiles, arrostrando el riesgo del holocausto nuclear con cinco principios y un coraje estremecedoramente sereno. Jamás entenderían cómo respetaron su inmensa corpulencia las aguas huracanadas que se tragaron el transportador anfibio desde el que rescataba a campesinos.

Quienes no practican la moral ni saben de la ascendencia tremenda del espíritu entre los hombres, no logran aún entender cómo más de seiscientos intentos de asesinato no troncharon su vida; y cómo algunos, que lo tuvieron en la mirilla, se preguntaron con ofuscación cuál fuerza todopoderosa detuvo sus gatillos, nubló su vista o apagó sus detonantes, alimentando la leyenda de su vida.

La respuesta ni siquiera está en Fidel: está en la historia de Cuba. Los patriotas cubanos lucharon y vencieron durante más de cien años teniendo como arma esencial a la vergüenza. Con la vergüenza, quemando sus propiedades, sus riquezas, y liberando a sus esclavos. El patriarca Carlos Manuel de Céspedes que fundó la nación y los primeros libertadores de 1868 renunciaron a todos sus bienes en la hoguera de la revolución.

Con la vergüenza lanzó Ignacio Agramonte a una caballería de centauros desnudos y endemoniados que le arrancaba los sables al ejército colonial español para hacer justicia. Con esa misma vergüenza, el general de generales, el negro Antonio Maceo, renegaba de la claudicación en Baraguá y proclamaba ante el gobernador general español que la revolución cubana no se rendía, y que no había paz sin libertad, ni independencia sin dignidad.

Eran todas las mismas vergüenzas que acumulaba José Martí desde su presidio político, para templar un carácter que le permitió no depender del dinero de nadie, unir voluntades, construir la unidad, e ir con zapatos gastados y limpieza en la mirada, desatando tempestades de sueños con el filo de su verbo, para alzar en 1895 la revolución necesaria con la que Cuba y América impedirían que el naciente imperio americano se expandiera por nuestras tierras.

La justa vergüenza de quienes luego fundieron todo ese legado con lo más avanzado del pensamiento universal y dibujaron el primer sueño del socialismo antiimperialista cubano, y que, de nuevo con los bolsillos vacíos, el pecho henchido de pureza y la frente orlada de estrellas, proclamaban, en el holocausto del primero de todos, Julio Antonio Mella, que en 1929 se caería en el empeño, pero que la revolución seguía.

Fidel Castro tenía entonces dos años y medio, pero en sus genes venía ya toda la estirpe cubana que probaría su temple a lo largo del resto del siglo XX y en los albores del XXI. Su revolución, la nuestra, nadie nos la hizo, ni la financió, ni la organizó, ni fue acuerdo de uniones, consejos o asambleas de no cubanos, ni mentimos para convocar lástimas, ni nos la importaron en tanques invasores, ni permitimos que nada de eso ocurriera, ¡y la hemos defendido del bloqueo y las agresiones de los Estados Unidos!

No decir todo esto de Fidel, de Cuba y de la Revolución sería no solo omiso, sino injusto, porque para leerlo, hay que entender que cada hombre es él y sus circunstancias, y cada acontecimiento histórico está jalonado de las historias múltiples de decenas, cientos, miles, millones de personas; y cuando eso ocurre, la virtud, que es muchas veces rara y dispersa, se convierte en acto colectivo. En esas circunstancias, los líderes no se hacen o se imponen por decreto, fuerza o marketing. La autoridad se corona con el ejemplo y se practica con la sabiduría, la justeza y el honor. Y esa verdad demuele de un golpe cualquier epíteto de dictador o tirano que los adversarios han querido endilgarle, incapaces que un pueblo los erija líderes, cómo si ocurrió con Fidel.

A no pocos les ha costado entender el futuro de la Revolución sin Fidel. Han temido que la revolución –su obra, ¡nuestra obra!-, se pierda. A nosotros también nos costaría si no estuviéramos convencidos de que la revolución no es solo un jefe y ni siquiera el mejor de todos sus seguidores. La revolución cubana es toda la historia y las glorias vividas desde aquel grito primigenio de ¡Viva Cuba libre! de 1868, hasta el ¡Socialismo o muerte! de hoy y el ¡Patria o Muerte! de Siempre.

Cuando los laboratorios de la subversión usan a la mediocridad artística para subvertir la frase Patria y Vida, que es de Fidel, y contraponerla a su más alta proclama: ¡Patria o Muerte!, no solo atacan el símbolo rebelde que esas palabras encierran para Cuba y otros pueblos del mundo, sino que anuncian el intento de borrar de la historia y los himnos de muchas naciones, semejante diatriba. Es como si a los argentinos les exigieran renunciar a la estrofa sublime de su himno que dice:

“…coronados de gloria vivamos

o juremos con gloria morir!

Decir ¡Patria o Muerte! y cantar que morir por la Patria es vivir, son elecciones por las que no está dispuesto a optar ninguno de los que las adversa. Solo son posibles porque quienes las decimos y estamos dispuestos a asumirlas pues elegimos la plena libertad como destino, plenitud que ni todo el dinero del mundo puede comprar.

A contracorriente de las mentiras cotidianas de los portavoces del pensamiento hegemónico, de sus laboratorios comunicacionales, de redes y de guerras no convencionales, la revolución de Fidel aparece con toda la limpieza de un camino recorrido sin vergüenzas ocultas en el armario de su historia, sin mentiras, sin torturas, sin desapariciones, represiones brutales ni humillaciones a la dignidad humana, lo cual no significa que esté exenta de excesos y errores, como toda revolución verdadera y como toda obra humana.

De lo que sí no hay dudas es que la revolución son los sueños de ayer hechos realidades hoy. Por ejemplo, las conquistas sanitarias y científica y los resultados alcanzados en el enfrentamiento a la covid-19, incluidas las vacunas, las mostramos con orgullo y las compartimos sin vanidad con el mundo como huellas del esfuerzo heroico de nuestros médicos y científicos, y como frutos preciosos del talento y los sacrificios colectivos y contribución generosa a un mundo mejor y posible. Nunca olvidamos aquello que de Martí y Fidel aprendimos: “Patria es humanidad”.

Pero la revolución es también el aprendizaje sobre la marcha y el valor para reconocer y rectificar los errores; el enfrentamiento decidido a aquellos que por indolencia y burocratismo hacen aún peores nuestras duras jornadas de país bloqueado. La construcción de la confianza que legitima la fe de no ser traicionados jamás es un proceso permanente que tiene que ver con esa tarea de hacer el hombre nuevo a la que tanto contribuyó Fidel y de la que fue paradigma el Che Guevara.

Por ello, la Revolución es seguirnos exigiendo cada día más, educarnos y cultivarnos sin cesar, que es la única forma de crecer humanamente, de ser verdadera y responsablemente libres, y de poder elegir de forma democrática.

La Revolución de Fidel es un partido que une patriotas, que por ser único y unido tiene que ser el espacio más democrático de la república, donde no caben sectarismos ni prédicas electoreras. Esa es la garantía de que la revolución siga siendo la multitud y, a la vez, la fe de un patriota solo en un puesto de trabajo, en un aula, en un escenario, en una trinchera, cumpliendo con su deber, esa convicción de ser Fidel que proclamamos ante su definitiva ausencia física en la Plaza de la Revolución de La Habana.

Para nuestra generación y la de nuestros descendientes, como para todos los que vengan después, el gran desafío no está en el antes y el después de Fidel, sino en el antes y después de nosotros mismos, en el liderazgo y el protagonismo colectivo de una vanguardia política ejemplar y leal al camino recorrido, afanados todos en hacerlo próspero, sostenible, perdurable, perfectible –no perfecto-, cada vez mejor y más parecido a nuestros sueños y tiempos.

Las revoluciones, él mismo nos enseñó, se pueden autodestruir, y hay que preservar su unidad tanto como la vista larga para asechar los peligros y los riesgos, huir del fanatismo y la autocomplacencia como de la ingenuidad y de las veleidades; y avanzar siempre, con paso largo y hasta con paso breve, pero siempre firme, sin detenerse, para que un paso adelante no obligue a volver a atrás.

Hemos querido dejar constancia de este excepcional camino cubano que resume la vida de Fidel, a través de su relación con la Argentina, compilando en apretada síntesis, algunas de las páginas pronunciadas o escritas por Fidel en, desde o hacia la Argentina, o que, por abarcadoras, se cruzan con los destinos argentinos.

Es un esfuerzo para que el pueblo argentino conozca al Fidel auténtico y original que queremos los cubanos, y no a sus interpretaciones o versiones, a las que ardorosos defensores de la libre expresión podan, retuercen, censuran o insisten en matar ideológicamente, ya que no pudieron con él en vida. Un Fidel que no necesitó defenderse ni justificarse de errores o crímenes que nunca cometió, sobre los que se rumora o especula con más saña y prejuicio que razón, y llevan siempre el insano empeño de destruir su ejemplo personal, que sería como destruir a la revolución cubana.

No importa cuándo ni cómo fueron pronunciadas cada una de las palabras seleccionadas en esta compilación. Sí aseguro que son visiones radicales y enciclopédicas que, desde las epopeyas del siglo XX, marcan claves importantes de los nuevos escenarios de lucha en el siglo XXI e invitan a renovar el pensamiento crítico, fuerza motriz de las grandes transformaciones sociales y de las revoluciones hacia el porvenir.

Recuerdan la necesidad de defender y ensanchar la cultura y el conocimiento como pasos previos de toda resistencia y libertad verdaderas. Educan en asumir y practicar el humanismo y en compartir lo que se tenga, y que en el caso argentino, lo simbolizan, además del Che, los 1068 médicos graduados en Cuba, los miles de alfabetizados y de operados de cataratas que recuperaron la visión.

Las palabras de Fidel brindan enseñanzas para la lucha política y social, en lo individual y en lo colectivo, destacando siempre la necesidad de concertar, aliar, unir fuerzas frente a un adversario capaz y mañoso que sabe enconarnos y dividirnos para avanzar en sus metas, y que si para lograrlo debe vulnerar las propias reglas del sistema que ha creado, lo hará sin el menor escrúpulo.

Enseñan y subrayan algo que el pueblo argentino pudiera haber aprendido, y que es de pura inspiración martiana: los hombres, como los pueblos, se miden por las veces que se levantan, y no por las veces que caen; ¡y que no hay metas imposibles ni contrarios invencibles!

Predican valores y postulados éticos imprescindibles para no defraudar a los pueblos. Convocan al latinoamericanismo, al internacionalismo y al antimperialismo más militantes y genuinos. Y, como son siempre humanas, educadoras, rebeldes y punzantes, las palabras de Fidel se prestan al debate tan caro a la gente de esta tierra y suenan como sus cacerolas –las de verdad, las vacías-, que protestan contra las dictaduras y los desmanes del neoliberalismo, y celebran frenéticas los triunfos populares.

Por eso, además de todo, nos acercan.

Como no hay fuerza en el mundo capaz de separar a argentinos y cubanos, los invitó a adentrarse en el pensamiento fecundo del Comandante en Jefe de nuestra larga resistencia frente al más poderoso de todos los imperios; un hombre cuya época tuvimos el privilegio de vivir; que prefirió creer en la lección de José Martí de que toda la gloria del mundo cabía en un grano de maíz, y que nos enseñó a confiar en que tras todas las tempestades, la Isla emerge, no naufraga, y su bandera hermosa ondea en manos del pueblo.

¡Fidel Vive, Cuba Sigue!

Muchas gracias

Palabras pronuncias en la presentación del libro Argentina en Fidel Castro, editado por el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, con motivo del 95 aniversario del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Buenos Aires, 13 de agosto de 2021. Año 63 de la Revolución.

Intervinieron además en la presentación la Dra. Ayelén Spósito, graduada de la Escuela Latinoamericana de Medicina de La Habana y diputada nacional; el Dr. Atilio Boron, académico y Juan Carlos Junio, Director del CCCFG.

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