Algunos
sujetos de derecho y observadores de los anuncios del 17 de diciembre de 2014
dentro de la Isla, a ambos lados del Estrecho de la Florida, desde las costas
de Caribe y más allá de los dos océanos han vuelto a errar, quizás por entender
que moderar el lenguaje en tiempos de diálogo es vaciar el sentido de las
palabras.
Así, no son pocos los que desde los medios internacionales,
regionales (incluso la querida y militante Telesur) y hasta en la televisión
cubana han cambiado la palabra “bloqueo” por “embargo”. Así como fallecimiento
no es asesinato, no puede asumirse como embargo la guerra económica, comercial
y financiera codificada desde el memorando de Mallory (1960: rendir por hambre,
enfermedades y desesperación al pueblo de Cuba, ¿se acuerdan?) y la proclama de
Kennedy de 1962 basada en el Acta de Comercio con el Enemigo, hasta las leyes
Torricelly (1992) y Helms-Burton (1996), entre muchas otras regulaciones. Un
embargo es una “declaración judicial por la que determinados bienes o derechos
de contenido o valor económico quedan afectados o reservados para extinguir con
ellos una obligación pecuniaria ya declarada o que, previsiblemente, se vaya a
declarar en una sentencia futura”, según lo define la Teoría del Derecho. La
conducta respetuosa, cortés y diplomática de Cuba no debe confundirse con
despojar a las palabras de su sentido exacto. Nombrar al bloqueo por su nombre
no es un capricho ideológico ni una manipulación semántica. Calificarlo de
“embargo”, sí lo es, hasta en las traducciones.
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