Escondido en el nombre de un violinista famoso, un libertario de origen cubano, bien conectado con los sectores neoconservadores de su país de adopción, se mudó hace cuatro años de Nueva York a Buenos Aires para apoyar la construcción de la organización y las ideas vencedoras en los últimos comicios argentinos. Proveniente, según se vende, de los sectores contraculturales cubanos de los años setenta, ensaya una diatriba pseudocultural contra Cuba en vísperas del Día de la Cultura cubana, como podrían haberlo hecho quienes se alarmaron en junio de 1868 por la combativa música que se convertiría en octubre en el Himno de los cubanos.
El tanteo no es novedoso: va a la carga contra el marxismo,
contra los ideales de la revolución cubana (despojándola de toda su historia y
tradición, y del legado de quienes, desde el padre Varela, asentaron las ideas
y valores sobre las que se construyó la nación que hoy tenemos y defendemos. Los
referentes de tal discurso son nada más y nada menos que reconocidos
escribientes de la CIA, soldados del proyecto anticomunista global, que resumen
el mundo en un breve período de años, como si los siglos precedentes no
determinaran el curso del pensamiento humano, incluso del anarcocapitalismo y
del neofascismo. Tanta es la desmemoria o el intento de hacernos desmemoriados.
No hablaré de teorías conspiranoicas que repiten poco
probadas y derruidas hace años versiones de que la revolución cubana fue un
engendro soviético, que la seguridad cubana fue hija de la KGB, que Cuba
entrenó y exportó guerrillas, y que la subversión cultural fue una idea gramsciana
abrazada por Castro. La psicología moderna ha demostrado que tras cada conspiranoico
hay un estudiante mediocre que no estudio ni hizo a tiempo sus tareas. Además, después
del derrumbe del socialismo soviético y euro oriental, y de la revelación de
textos de sucesivos gobiernos estadounidenses y occidentales, así como de sus
servicios especiales, insistir en semejante tontería puede ser como usar de mingitorio
a un ventilador. Basta leer el Arte de la Inteligencia, del fundador de
la CIA Allen Dulles, publicado en 1954, para darse cuenta.
Lo cierto es que toda la tradición cultural cubana, desde el
siglo XVIII, tiene una inspiración liberal y luego, profundamente
independentista, libertaria -¡de verdad, con justicia, igualdad, soberanía,
derechos!-, herética, rebelde y abierta a todas las ideas. Todos nuestros grandes
pensadores: Luz, Varela, Saco, Céspedes, Agramonte, Martí, Ortiz, Vitier, hasta
Fidel, tienen como rasgo común la búsqueda constante de la verdad en el
conocimiento y, sobre su base, la construcción de la razón crítica. Por ello,
la idea de la libertad es entre nosotros no solo más amplia, sino más inclusiva
y más responsable, porque no se erige sobre la exclusión y la explotación de
otros, o sobre el ejercicio anárquico del albedrío. Por ello fracasaron intentos endógenos de acotarla dentro de la propia revolución. Nuestra libertad respeta al
otro en la suya, tanto como exige respeto para si. Es, por ello, solidaria y digna.
Es en esa parte donde se pierden aquellos que buscan adoctrinadores
marxistas en las huestes de médicos que han expandido una medicina humanista y
científica en lugares del mundo necesitados de esos servicios. Bien lo saben
nuestros colaboradores de la salud y sus pacientes. Jamás habrán oído pronunciar
entre ellos una palabra que pretenda convertir al marxismo a un campesino latinoamericano,
a un aldeano africano, a un trabajador asiático, incluso a un empleado europeo.
Otra cosa es el ejemplo que proyectan allí donde prevalece el egoísmo; la ciencia y
conciencia que los acompaña y deslumbra. Y ahí quizás sí cabe admitir que, al comprobarse
que el hombre nuevo que soñó el Che Guevara sí fue formado por la revolución de
Fidel, y que existe, actúa, se supera y perfecciona a diario, puede ser muy
subversiva su presencia, no para los infelices a los que han servido con
devoción, sino para los que han erigido su infelicidad a costa de sus obscenas
riquezas.
Lo mismo ha ocurrido con los alfabetizadores. Y ahí también
pudiera concederles razón: no hay nada más rupturista que abrirle a un pueblo el
camino del saber, darle herramientas para comprender el mundo, hacer sus
propias elecciones, con cabeza propia, y transformarlo. No olvidamos que el
gran ataque contra la revolución cubana se vino tan temprano como a inicios de
1961, cuando el país se propuso erradicar el analfabetismo en un año; cuando miles de jóvenes se lanzaron a alfabetizar a más de millón y medio de compatriotas; cuando Fidel repetía “al pueblo no le decimos cree; sino que le decimos lee”. Devolver
a ese pueblo uno de sus derechos más fundamentales, como es la educación, es una
manera inteligente de entregarle las claves de su libertad, para que la valore
y sostenga.
Cuba importa y mucho. Una de las virtudes de su revolución
es haber incorporado todo lo mejor del pensamiento, la historia, el arte y la
cultura universal en su más amplia e inclusiva acepción, y haberlo preservado
en los cimientos de la Nación, enriqueciéndolos de generación en generación.
Hace más de 150 años que España y Estados Unidos han tratado de destruir esos
cimientos. Los esclavos encontraron las formas de sincretizar sus credos y
valores con los de sus amos europeos y produjeron un criollo que, además,
creció amenazado por el poderoso imperio que veía en la anexión del pueblo
pujante que nacía al sur de sus costas. Los cubanos del siglo XX crecieron
entre la rebeldía y la humillación, cada vez que eran invadidos o sus sueños
conculcados por dictaduras corruptas. Los del XXI lo hacemos a contracorriente.
Cuando la libertad se instaló definitivamente entre nosotros,
se ingeniaron los modos de asediarla todo el tiempo, de todas las formas
posibles. Si la guerra económica, comercial y financiera no triunfó; si el
terrorismo y las invasiones no nos vencieron; si el acoso político, diplomático
y mediático no nos sometió; si la guerra cultural no ha funcionado; si las mentiras,
el desaliento, la corrupción, el odio no se apropiaron de la inmensa mayoría de
nosotros, los cubanos, se debe a que desde mucho antes y en el momento de la
guerra de los mundos, teníamos claro que lo primero a salvar era la cultura
-espada y escudo de la Nación-, porque la guerra peor que se nos hacía era de
pensamiento, y esa guerra había que ganarla con ideas.
Por demás, no hay cómo mezclar espionaje y cultura en estas
notas, a menos que sea para recordar, con orgullo y sin ingenuidades, que aprender
en libertad implica elegir bien y luego preservar mejor la opción escogida. El mundo no es
desgraciadamente un barrio de vecinos generosos y gentiles, y a veces, en la
propia casa, hay siempre un Judas dispuesto a la puñalada artera. Por eso, si
haberse defendido bien, incluso recopilando información sobre los planes del asesino, funcionó para impedir el crimen, es lícito que estén bien molestos
ellos y agradecidos nosotros. A fin de cuentas, no somos los agresores, ni los inventores del
espionaje, ni los dueños de satélites y redes espías, ni disponemos de dineros
para comprar almas -algo que creemos inmoral-, ni creamos enconos para armar
guerras, ni nos financia una potencia extranjera para fabricar oposiciones,
cortar las cabezas de nuestra gente y servir un país en la bandeja de otro.
Cultos y libres, Martí dixit (aunque les duela).
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