Imaginemos
a un partido en EEUU que promoviera el cambio hacia un sistema político,
económico y social similar al de la República Popular China. Que ese partido, o
conglomerado de grupos, careciera de un liderazgo estable o definido, de una
ideología coherente, salvo oponerse al orden prevaleciente en EEUU y abrazar el
modelo de la RPCh; y que se autodefiniera como la genuina representación de la
sociedad norteamericana, aunque no expresara el interés real de ningún
sector social en particular.
Supongamos que el gobierno chino, como parte de su
presupuesto oficial, le otorgara a ese conglomerado cientos de millones de
yuanes, para fomentar lo que aquel llamaría un proyecto de “evolución pacífica”
hacia un modelo de país que conllevara una relación íntima con China. Finalmente,
pongamos por caso que la República Popular estuviera donde hoy queda Canadá,
con una población 30 veces mayor y una economía 233 veces más potente que los
EEUU, tuviera medio siglo de muy malas relaciones con este país, y que su
presidente insistiera en retratarse con los líderes de tal conglomerado.
¿Cómo
reaccionaría el gobierno de EEUU? ¿Recluiría a este grupo en la base naval de
Guantánamo, sin derecho a juicio o protección legal? ¿Lo consideraría un
movimiento pacífico, por el hecho de no incitar a una rebelión armada? ¿Quizás
se limitaría a presentarle cargos por colaborar con una potencia extranjera,
exponiéndolo solo a varias cadenas perpetuas? ¿O sería posible que lo
identificara como oposición legítima, dedicada a ejercer sus derechos civiles,
a disentir del orden establecido, a cultivar el librepensamiento y a
comportarse como buenos ciudadanos? ¿Aparecerían ante los norteamericanos como
defensores de la democracia y el pluralismo, capaces de practicar el diálogo y
el respeto hacia los que no comparten sus ideas? ¿O abanderados de la libertad
de expresión, mediante medios de difusión no partidistas ni consagrados a negar
el sistema, sino a jugar un rol informativo balanceado e independiente de
ninguna corriente política? ¿Reconocería entre ellos a líderes políticos e
intelectuales, capaces de conducir al país por el camino del desarrollo humano,
la independencia, y la democracia ciudadana?
Si
se aprecia serenamente todo lo anterior, se apreciará que, incluso si no se
aprueba la reacción cubana ante los disidentes, esta no se reduce a simple
impulso ideológico, ineptitud para lidiar con el disentimiento, cerrazón mental
o pura maldad. Tampoco se podría explicar, naturalmente, por la magnitud de
amenaza real que estos representan por sí mismos para la seguridad nacional
cubana. El problema no son ellos, sino la política norteamericana que los
auspicia, enunciada aún hoy como “traer la democracia y los derechos humanos a
Cuba”, y dirigida no a objetivos puntuales, a “los Castros” o la “exportación de
la revolución”, sino a transformar el orden social, económico y político del
país a su imagen y semejanza (“promote our values”, dijo Obama el 17D).
Desde
la Brigada 2506 hasta hoy, el exilio político cubano se ha percibido en la isla
como una función de la política norteamericana frente a la revolución. El 17D
demostró que, en esa función, no es la cola la que mueve al perro, sino, en
última instancia, el perro el que decide. En términos de realpolitik, la
pregunta post-17D va más allá de aplicarle a la disidencia los medios con que
se enfrenta la subversión (o sea, ponerlos presos); o de hacerlo para poder
contar con una pieza de cambio a la hora de negociar con EEUU (quien
exige cosas a cambio siempre, por ejemplo, para devolver la base de Guantánamo);
o de aplicarles todo el peso de la ley cubana actual, lo que termina
convirtiéndolos en víctimas, y mediante cierta prensa continental, en héroes.
La pregunta ahora es si esta disidencia le resulta realmente funcional a la
política inaugurada por Obama el 17D.
Es
necesario entender que esa política se monta ya sobre otra lógica, la del
diálogo y la negociación, que no excluye la presión, la confrontación
ideológica o la coacción, pero articulándolas de manera distinta. La prensa en
la isla repite sin descanso que EEUU no ha renunciado a sus objetivos,
remachándoles a los cubanos una verdad obvia: no deben confiarse de ese
poderoso vecino, que sigue tan imperialista como siempre, y solo ha “cambiado
los medios”. Ahora bien, si se examina detenidamente esto de “los medios”
cambiados, la nueva política contiene implicaciones de mayor escala.
En
efecto, como alternativa a medio siglo de fuerza bruta ineficaz, la formulación
estratégica del 17D se dirige a abrir una carretera que comunique con el
corazón del sistema político cubano. De influir, por ejemplo, sobre los
jóvenes, no tanto los grupos de hip hop (que en ninguna parte han desatado
revoluciones), sino el liderazgo de los gobiernos y direcciones provinciales
del Partido Comunista, las fuerzas armadas y la seguridad, la tecnocracia y las
instituciones científicas, educativas, culturales. De comunicarse con la
economía naciente de las reformas de Raúl Castro, no solo empleados de
paladares y agromercados, sino la ancha capa de empresarios al mando del nuevo
sector público, ansiosos de conseguir la eficiencia en la producción y los
negocios. De alcanzar no solo a artistas y cineastas que hacen obras
provocadoras, sino a los miles de comunicadores sociales y periodistas que
trabajan en los medios gubernamentales, más diestros en internet de lo que se
dice, quienes se quejan con razón por el poco acceso a la banda ancha y el free
wifi, y hasta admiran (en casos connotados) a la CNN como modelo.
¿Se
encuentra la entrada a esta carretera en manos de los disidentes, más bien
opuestos en muchos casos a la política del 17D? ¿Son los socios de los
congresistas cubano-americanos, famosos en EEUU por su catadura
ultraconservadora, y padrinos de la disidencia en la isla, el puente entre los
emprendedores cubanos de ambas orillas? ¿O las damas que dejan colgada de la
brocha de la mediación a la propia iglesia católica? Por muy despistados que
estén sobre la real sociedad civil y política cubanas, resulta increíble que
los asesores del presidente de EEUU consideren emisarios viables para el
diálogo sobre democracia y libertad en Cuba a la delegación de provocadores que
descendió sobre Panamá en el entorno de la Cumbre de las Américas.
No
hay que olvidar, sin embargo, que la política, en buena medida, es un extraño
gran teatro. Solía decir Martí que en esa puesta en escena, lo más real es lo
que no se ve. No en balde un antiguo jefe de la Sección de
Intereses, en la intimidad de un informe al Departamento de Estado, comentaba
que “there are few if any dissidents who have a political vision that could be
applied to future governance……it is unlikely that they will play any
significant role in whatever government succeeds the Castro brothers.”
No
sería esta la primera vez que sus caminos, el del gobierno norteamericano y
esta peculiar oposición cubana, se bifurcan. Todavía caliente la Crisis de los
Misiles, Jacqueline Kennedy recibiría la bandera de la Brigada 2506,
prometiéndole que se la devolvería cuando entrara triunfalmente en una “free
Havana”. Más de 52 años después del discurso de Jacqueline en el estadio Orange
Bowl, los descendientes de aquellos brigadistas, junto a otros
cubano-americanos estimados en 300 mil el año pasado, siguen llegando a la
isla–aunque no precisamente en son de guerra. Esos cubanos comunes, que se abrazan
con sus primos en la Terminal 2 de La Habana, no montan en el furgón de los
disidentes ni enarbolan hoy aquella bandera (guardada por los Kennedy en un
almacén), sino la del retorno al país natal, a La Habana que renace poco a
poco, y a una playa para el retiro, que la promesa de la normalización ha hecho
flotar sobre Cuba.
La Habana, 10 de abril de 2015.
(Artículo escrito por
Rafael Hernández, director de la revista Temas, publicado originalmente en La
Vanguardia, de España)
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